Juliette entró en su dormitorio, sonriendo, y un millar
de Juliettes le devolvieron la sonrisa. Porque todas las paredes estaban
cubiertas con espejos, y el techo estaba formado por paneles empotrados que
reflejaban su imagen. Por todos lados donde mirara podía ver los rubios rizos
que enmarcaban los rasgos llenos de sensibilidad de un rostro que era una
radiante amalgama de niña y ángel; un sorprendente contraste con la rubicunda y
carnosa revelación de su cuerpo de mujer bajo la diáfana ropa.
Pero Juliette no se sonreía a sí misma. Sonreía debido a
que sabía que el Abuelo estaba de vuelta y le habría traído otro juguete.
Dentro de unos momentos sería descontaminado y se lo entregaría, y deseaba
estar preparada.
Juliette giró el anillo en su dedo y los espejos se
oscurecieron. Otro giro oscurecería enteramente la habitación; un giro en
sentido contrario y los espejos volverían a brillar. Todo era cuestión de
elegir…, pero ése era el secreto de la vida. Elegir, por el puro placer de
hacerlo.
¿Y qué le complacía hacer esta noche?
Juliette avanzó hacia uno de los paneles de espejo y pasó
su mano ante él. El cristal se deslizó hacia un lado, revelando una hornacina
tras él; una abertura en forma de ataúd excavada en la roca sólida, con la bota
de tortura y las empulgueras situadas a sus alturas correspondientes.
Vaciló un momento; no había jugado a ese juego desde
hacía años. Otra vez, quizá. Juliette agitó su mano y el espejo se deslizó,
cubriendo de nuevo la abertura.
Erró lentamente a lo largo de la hilera de paneles,
haciendo gestos a medida que andaba, deteniéndose para inspeccionar uno tras
otro lo que había detrás de los espejos. Allí estaba el potro; allí, bien
alineados, los látigos de púas colocados contra la oscura madera pulida. Y allí
estaba la mesa de disección, con cientos de años de antigüedad, con sus
exóticos instrumentos; tras el siguiente panel, los cables y electrodos que
producían esas muecas tan extrañas y esas contorsiones de agonía, por no hablar
de los gritos. Por supuesto, los gritos no importaban en una habitación a
prueba de ruidos.
Juliette se dirigió hacia la pared lateral y agitó de
nuevo su mano; el obediente cristal se deslizó a un lado, y se quedó
contemplando un juguete que casi había olvidado. Era una de las primeras cosas
que el Abuelo le había traído, y era muy vieja, parecida a la caja de una
momia. ¿Cómo la había llamado?… La Doncella de Hierro de Nuremberg, eso era…;
con las afiladas púas de acero llenando la tapa por su interior. Encadenabas a
un hombre dentro, y luego hacías girar la pequeña manivela que cerraba la tapa,
siempre muy suavemente, y las púas atravesaban las muñecas y los codos, las
rodillas y los tobillos, las ingles y los ojos. Tenías que ir con cuidado para
no excitarte e ir demasiado de prisa, o te perdías toda la diversión.
El Abuelo le había enseñado cómo funcionaba, la primera
vez que le había traído un juguete realmente vivo. Y luego, el Abuelo se lo
había mostrado todo. Le había enseñado todo lo que sabía, puesto que era muy
sabio. Incluso le había dado su nombre —Juliette—, sacándolo de uno de los
viejos libros impresos que había descubierto escritos por el filósofo De Sade.
El Abuelo le había traído libros del Pasado, al igual que
le había traído los juguetes. Era el único que tenía acceso al Pasado, puesto
que era el dueño del Viajero.
El Viajero era un mecanismo muy ingenioso, capaz de
alcanzar las frecuencias vibratorias que lo liberaban de los lazos del tiempo.
En reposo, era simplemente un artefacto parecido a una gran caja cúbica, del
tamaño de una habitación pequeña. Pero cuando el Abuelo accionaba los controles
y se iniciaba la oscilación, la caja se volvía borrosa y desaparecía. Estaba
todavía allí, decía el Abuelo —al menos la matriz permanecía allí, como un
punto fijo en el espacio y en el tiempo—, pero cualquier cosa o cualquier
persona que estuvieran dentro del cubo podía moverse libremente por el Pasado
hasta el lugar para el cual estuvieran programados los controles. Por supuesto
eran invisibles cuando llegaban allí, pero en realidad eso constituía una
ventaja, particularmente cuando se quería encontrar cosas y traerlas. El Abuelo
había traído algunos objetos realmente interesantes desde lugares casi míticos
—la gran biblioteca de Alejandría, la Pirámide de Keops, el Kremlin, el
Vaticano, Fort Knox—, todos los lugares donde estaban almacenados los tesoros y
el conocimiento que había existido hace miles de años. Le gustaba ir a esa
parte del Pasado, el período antes de las guerras termonucleares y las edades
reboticas, y coleccionar cosas. Naturalmente, los libros, las joyas y los
metales no tenían utilidad, excepto para un anticuario, pero el Abuelo era un
romántico y le gustaban los viejos tiempos.
Era extraño pensar en él como en el dueño del Viajero,
pero por supuesto él no había sido su creador. El padre de Juliette era quien
lo había construido realmente, y el Abuelo tomó posesión de él después de que
su padre muriera. Juliette sospechaba que el Abuelo había matado a su padre y a
su madre cuando ella era todavía un bebé, pero nunca había podido estar segura
de ello. Tampoco importaba; el Abuelo era siempre muy bueno con ella, y además,
pronto iba a morirse, y entonces ella sería la dueña del Viajero. Acostumbraban
a bromear frecuentemente sobre ello.
—He hecho de ti un monstruo —decía el Abuelo—. Y algún
día tú terminarás destruyéndome. Tras lo cual, por supuesto, procederás a
destruir todo el mundo… o lo que queda de él.
—¿Y no tienes miedo? —le pinchaba ella.
—Claro que no. Ése es mi sueño…, la destrucción de todo.
Un final para esta estéril decadencia. ¿Te das cuenta de que hubo un tiempo en
que había más de tres mil millones de habitantes en este planeta? ¡Y ahora hay
menos de tres mil! Menos de tres mil, encerrados en estos Domos, prisioneros de
sí mismos y encerrados para siempre, gracias a los pecados de sus padres, que
envenenaron no sólo el mundo exterior sino también el espacio abierto en su
intento de transformar el orden atómico del universo. La humanidad está ya
virtualmente extinta; lo único que harás tú será acelerar el final.
—Pero ¿no podríamos ir hacia atrás, a otro tiempo, en el
Viajero? —preguntaba ella.
—¿Hacia atrás a qué tiempo? El continuum es incambiable;
un acontecimiento conduce inexorablemente a otro, eslabones todos de una cadena
que nos conduce al presente y a su inevitable fin de destrucción. Gozamos de
una supervivencia individual temporal, sí, pero de ninguna finalidad. Y ninguno
de nosotros está capacitado para vivir en un ambiente más primitivo. De modo
que quedémonos aquí y extraigamos todo el placer que podamos de este momento.
Mi placer es ser el único poseedor y usuario del Viajero. En cuanto al tuyo,
Juliette…
El Abuelo siempre se reía entonces. Ambos se reían,
porque sabían cuál era el placer de ella.
Juliette mató su primer juguete cuando tenía once años…,
un muchachito. El Abuelo se lo había traído como un regalo especial, de algún
lugar del Pasado, para sus elementales juegos sexuales. Pero él no quería
cooperar, y ella perdió la calma y lo golpeó hasta matarlo con una barra de
acero. De modo que el Abuelo le trajo otro juguete un poco mayor, de piel
morena, y éste cooperó estupendamente; pero al final ella se cansó de él, y un
día mientras estaba durmiendo en su cama lo ató y fue a buscar un cuchillo.
Experimentando un poco antes de que muriera, Juliette
descubrió nuevas fuentes de placer, y por supuesto el Abuelo se enteró. Fue
entonces cuando la bautizó «Juliette»; pareció aprobarlo con entusiasmo, y a
partir de entonces le trajo los juguetes que ella guardaba detrás de los
espejos en su dormitorio. Y en sus incesantes viajes al Pasado fue trayéndole
nuevos juguetes.
Siendo invisible, podía encontrarle casi cualquier cosa
en sus viajes; todo lo que tenía que hacer era utilizar un aturdidor y
transportarlos de vuelta. Por supuesto, cada juguete tenía que ser
descontaminado muy cuidadosamente; el Pasado pululaba de extraños
microorganismos. Pero una vez los juguetes se habían vuelto adecuadamente
antisépticos eran entregados a Juliette para su placer, y durante los últimos
siete años no había dejado de divertirse.
Siempre era delicioso ese momento de anticipación antes
de que llegara un nuevo juguete. ¿Cómo sería? El Abuelo era muy considerado;
ante todo, se aseguraba de que los juguetes que le traía pudieran hablar y
comprender Inglés, o «inglés», como lo llamaban en el Pasado. La comunicación
verbal era a menudo importante, sobre todo si Juliette deseaba seguir los
preceptos del filosofo De Sade y gozar de alguna forma de relación sexual antes
de adentrarse en placeres más intensos.
Pero siempre existía esa anticipación. Este juguete
¿sería joven o viejo, salvaje o domesticado, masculino o femenino? Los había
tenido de todo tipo, y cada posible combinación. A veces los mantenía vivos
durante días antes de cansarse de ellos… o antes de que las sutilidades de que
ella era capaz les hicieran expirar. En otras ocasiones deseaba que todo
ocurriera muy rápidamente; esta noche, por ejemplo, sabía que se sentiría
apaciguada tan sólo por la acción más primitiva y directa.
Una vez se hubo dado cuenta de esto, Juliette dejó de
jugar con sus paneles de espejos y se dirigió directamente hacia la gran cama.
Echó abajo el cobertor, y rebuscó bajo la almohada hasta que lo encontró. Sí,
aún seguía allí…, el gran cuchillo con la larga y cruel hoja. Ahora sabía lo
que iba a hacer: llevaría el juguete con ella a la cama y luego, precisamente
en el momento adecuado, combinaría sus placeres. Si podía controlar el momento
exacto de utilizar su chuchillo…
Se estremeció de anticipación; luego de impaciencia.
¿Qué clase de juguete sería? Recordó aquel otro, suave y
frío…, Benjamín Bathurst era su nombre, un diplomático inglés del tiempo que el
Abuelo llamaba las Guerras Napoleónicas. Oh, había sido suave y frío hasta que
ella lo había seducido con su cuerpo y lo había llevado a la cama. Y luego
había habido aquella aviadora norteamericana de un poco después en el Pasado; y
en una ocasión, como un regalo muy especial, toda la tripulación de un velero
llamado Mane Celeste. ¡Le habían durado semanas!
Sorprendentemente, en ocasiones había llegado incluso a
leer cosas sobre sus juguetes después. Porque cuando el Abuelo se acercaba a
ellos con su aturdidor y los traía aquí, desaparecían para siempre del Pasado,
y si de alguna forma eran conocidos o importantes en su tiempo, tales
desapariciones eran notadas. Así, algunos de los libros del Abuelo relacionaban
«misteriosas desapariciones» que ocurrían de tanto en tanto y que por supuesto
nunca eran explicadas. ¡Qué delicioso era todo aquello!
Juliette palmeó la almohada, ahuecándola, y volvió a
dejarla en su sitio, deslizando debajo el cuchillo. Ya no podía esperar más;
¿qué era lo que lo estaba entreteniendo?
Se obligó a dirigirse hacia una abertura y pulsar un
vaporizador, desvistiéndose mientras la perfumada neblina bañaba su cuerpo.
Aquél era el último toque de seducción… Pero ¿por qué no llegaba aún su
juguete?
De pronto, la voz de su Abuelo le llegó desde el altavoz.
—Querida, te envío una pequeña sorpresa.
Eso era lo que decía siempre; formaba parte del juego.
Juliette soltó el mando del comunicador.
—No me tengas más sobre ascuas —suplicó—. Dime cómo es.
—Es un inglés. De la época victoriana. Muy formal y
educado, por lo que parece.
—¿Joven? ¿Guapo?
—Pasable. —El Abuelo dejó escapar una risita—. Tus
apetitos te traicionan, querida.
—¿Quién es…, alguien de los libros?
Ignoro su nombre. No encontramos identificación durante
la descontaminación. Pero por sus ropas y modales, y el pequeño maletín negro
que llevaba cuando lo descubrí a primeras horas de esta madrugada, calculo que
debe de ser un médico regresando de alguna llamada de urgencia.
Juliette sabía lo que eran los «médicos» por sus
lecturas, por supuesto; como sabía lo que significaba «Victoriano». De algún
modo, la combinación parecía correcta.
—¿Formal y educado? —rió—. Entonces me temo que va a
sufrir un fuerte shock.
El Abuelo rió también.
—Tienes algo en mente, estoy seguro.
—Sí.
—¿Puedo mirar?
—Por favor…, no esta vez.
—Muy bien.
—No te enfades, querido. Te quiero.
Juliette cortó la comunicación. Justo a tiempo, porque la
puerta se estaba abriendo, y el juguete entró.
Ella lo miró, dándose cuenta de que el Abuelo había dicho
la verdad. El juguete era un hombre de unos treinta y tantos años, atractivo
pero no guapo. No podía serlo, enfundado en aquel traje oscuro y con aquellas
ridiculas patillas. Había algo casi deprimentemente refinado y amanerado en él,
un aire de embarazada represión.
Y por supuesto, cuando vio a Juliette en su ropa casi
transparente, y la cama rodeada de espejos, realmente enrojeció.
Esa reacción sedujo completamente a Juliette. Un Victoriano
enrojeciendo, con la constitución de un toro… ¡e ignorante de que aquél era su
matadero!
Era tan divertido que no pudo dominarse; avanzó
inmediatamente y lo rodeó con sus brazos.
—¿Quién…, quién es usted? ¿Dónde estoy?
Las preguntas habituales, formuladas de la forma
habitual. Normalmente, Juliette se hubiera divertido dando respuestas evasivas
destinadas a desconcertar y a excitar a su víctima. Pero esta noche sintió una
impaciencia que no hizo más que aumentar cuando abrazó al juguete y lo empujó
hacia la cama que aguardaba.
El juguete empezó a respirar pesadamente, reaccionando.
Pero seguía desconcertado.
—Dígame…, no comprendo. ¿Estoy vivo? ¿O esto es el cielo?
Las ropas de Juliette se abrieron cuando ella se tendió de espaldas.
—Estás vivo, querido —murmuró—. Maravillosamente vivo.
—Se echó a reír cuando empezó a probar su afirmación—. Pero mucho más cerca del
cielo de lo que piensas.
Y para probar esa afirmación, su mano libre se deslizó
bajo la almohada y buscó a tientas el cuchillo.
Pero el cuchillo ya no estaba allí. De alguna forma,
había hallado el modo de abrirse camino hasta la mano del juguete. Y el juguete
ya no era formal y educado; su rostro era como algo surgido de una pesadilla.
Sólo un atisbo, antes de que el cegador destello de la hoja del cuchillo se
abatiera sobre ella, una y otra y otra vez…
La habitación, naturalmente, era a prueba de ruidos, y
había mucho tiempo. No descubrieron lo que quedaba del cuerpo de Juliette hasta
pasados varios días.
Allá en Londres, tras el último y misterioso crimen
cometido a primeras horas de la madrugada, jamás se encontró a Jack el
Destripador…