En el patio del Palacio Municipal, tenía lugar un banquete. Los arcos de
piedra gris habían sido adornados con enramadas de las que caían canastillas
con palmas. Sobre las cornisas, los pequeños escudos azules y amarillos, que
eran los colores de la ciudad, lucían fechas e iniciales. Al fondo del patio,
cubriendo la gran escalinata de mármol, estaba el retrato del mandatario. No
era una obra maestra. Algunos invitados juzgaban que los rasgos enérgicos del
mentón, si bien los había entendido el pintor, no eran del todo exactos. Los
ojos carecían de brillo y malicia, cualidades que el secretario particular
calificaba de atributos del genio. El gesto había sido alterado por acentuar,
más de lo permitido, dos arrugas al borde de las comisuras. Era él, decía un
diputado, pero no exactamente él. Nadie ha podido pintar con fidelidad a
nuestro jefe.
—¿No cree usted? —dijo un
regidor.
—Es posible… es posible
—respondió el diputado, y dio las espaldas al que se quedó mirando el retrato
con visible empeño por descifrar lo que había en esa cara de la fuerza que,
según él, a todos dominaba.
A unos metros del zaguán, la escolta de la gendarmería formaba una
valla. Hacia la derecha, la banda del municipio tocaba la obra favorita del
presidente municipal: la obertura de Tanhausser.
Al oír la música, hizo una señal a Garmendia, su secretario, y le dijo:
—Escuche usted, ¿no es
imponente esa música?
—Sí, señor —contestó
Garmendia—, muy imponente.
Garmendia era delgado, casi enteco. Vestía siempre de negro y tenía la
costumbre de responder a las preguntas que le hacían asintiendo con pequeños
movimientos de cabeza. Era, según la expresión del presidente municipal, un
compañero perfecto. Jamás discutía; siempre aseveraba.
Los políticos habían advertido su hábito, y uno de ellos, dándole de
palmadas en un hombro, le dijo cierto día una frase que Garmendia rumiaba a
todas horas: “¡Usted llegará muy lejos, pero muy lejos!”
En el patio, a un lado de las mesas, un grupo de diputados formaban
corrillo casi íntimo. La voz de Alfonso Sánchez sobresalía de todas por el
timbre que sus amigos calificaban de barítono. Sánchez lo sabía y modulaba
frases sin cesar.
—Cierta vez —alzó la voz más
de lo tolerable— en que meditaba sobre el destino de nuestro estado, observé a
nuestro jefe y me dije: ¡Donde está él, allí está la Revolución! ¡Compañeros
—les dijo en deliberada oratoria—, ésa debe ser nuestra divisa!
—¡Claro —asentían los del
corrillo—, claro que sí!
—Siempre dices lo que todos
pensamos —sentenció Gómez, un líder obrero—, por eso ya eres nuestro paladín.
Claro… El es nuestro guía.
La banda redobló sus esfuerzos. El presidente municipal respiraba
profundamente.
—¡Qué músico ese Wagner!
—¿Alemán? —preguntó el
secretario.
—¡Desde luego, y de los
prusianos, Garmendia, de los prusianos!
El tesorero del municipio se acercó a ellos, para decir al presidente,
visiblemente preocupado: “¡Señor, no han llegado los invitados de honor!”
—Eso veo, Rodríguez, eso veo…
—Pero no debemos preocuparnos.
Don Luis tiene el encargo de hablar por teléfono con todos ellos.
—¿Cree usted que vengan?
—¡No faltaba más! … ¿O piensa
usted?…
—No señor, yo no pienso…
¡Esperaremos, señor, esperaremos! ¡Ya vendrán!
El presidente municipal presintió su desastre si no llegaran los
banqueros, los industriales, los comerciantes y las honorables colonias
extranjeras. “No —se decía—, eso no podía suceder. Todos habían aceptado que la
muerte de don Francisco Márquez había sido por móviles pasionales. ¡Sólo los
rojos habían señalado al jefe como autor del crimen! ¡Quiera Dios, y los maten
a todos, sobre todo a éste…!” En el instante de su petición entraron los de la
Sociedad de Comerciantes.
—¿Cómo está usted, don Manuel?
—Compañero, ¡cuánto gusto!
—¿Compañero?
—Sí. . . De presidente a
presidente…
Rieron los presentes y la voz de Garmendia se oyó como en sordina:
—¡Qué ingenio! ¡Qué ingenio!
—Pasen, señores, pasen —decía
el presidente municipal—. Garmendia, atienda usted por favor a nuestros
invitados como se merecen.
Minutos después entraban los banqueros y, atrás de ellos, el grupo de
industriales. No tardaron en seguirlos los magistrados y los jueces.
El presidente municipal tenía para todos abrazos, apretones de manos,
sonrisas y frases de agradecimiento. En el colmo de su alegría, ordenó que, por
segunda vez, la banda tocara la obertura de Tanhausser.
Respirando profundamente, veía el patio iluminado y a las personas que
sólo él, y nadie más que él, había invitado.
“El acto político más importante de la época”, se repetía sin cesar.
El tesorero, muy agitado, se acercó para decirle:
—¡Señor, el poeta Castillejos
no ha llegado…! ¡Es muy capaz de andar borracho!
—¡Maldito sea! … ¡Pero vendrá!
—¿Y si nos abandona?
—¡Eso no podrá suceder! Diga
usted a dos o tres mozos y empleados que lo busquen por mar y tierra.
Un clarín sonó agudo y los allí reunidos, obedeciendo a una señal
convenida, enmudecieron. “¡Firmes!”, gritó el oficial de la guardia, y por la
puerta se anticiparon, casi corriendo, los ayudantes del gobernador.
Rodeado de los que él llamaba sus colaboradores íntimos entró precedido
por aplausos y vivas, confeti y flores que caían de los corredores del Palacio.
El presidente municipal se adelantó y casi en éxtasis le dijo:
—¡Señor general, bienvenido!
—¡Qué tal, Manuelito! ¿Qué
tal?
Un grupo de empleadas del Ayuntamiento rodearon al mandatario y una de
ellas, entre los aplausos de los concurrentes, le puso un collar de flores en
el cuello.
Garmendia, que estaba junto al presidente de la Sociedad de
Comerciantes, comentó:
—Es una costumbre de Hawaii,
nos decía el poeta Castillejos. Simbólica, ¿verdad?
—No hay duda —contestó el
comerciante— que ustedes han ido de acierto en acierto, y ahora, para digno
remate de su obra, reúnen a lo que más vale en esta ciudad.
—Es usted muy generoso.
—No, nada de eso, hay que decir
la verdad…
Tosió y con cierta gravedad, al sentarse, desdobló la servilleta.
Habían transcurrido 10 minutos. La música no cesaba; tocaba el turno, en
el repertorio elegido por el presidente municipal, a la obra predilecta del
gobernador: Zacatecas. Cuando hubo terminado, Garmendia se puso de pie para
decir:
“Tengo el honor de anunciar que, a nombre de los respetables señores
industriales, dirigirá la palabra el señor licenciado Rafael Pinillos.”
Todos aplaudieron. Pinillos, según los propietarios de las fábricas, era
un teólogo formidable. Sus estudios eran profundos; “muy profundos”, decía don
José Pons, uno de los más ricos, el cual, al oír que Pinillos hablaría, cruzó
los brazos y esperó como un devoto.
Pinillos empezó su discurso.
“Quisiera tener el verbo encendido de los guerreros o la voz candente de
los profetas, para decir, en frases talladas en rica pedrería, lo que este
instante es para la patria… La patria, señoras y señores, que independizara el
inmortal Iturbide… La patria que cual madre nos abre sus brazos eternos para
decirnos: ¡No por allí, hijos míos; no por el mal camino, sino por el que,
sembrado de espinas, conduce a la inmortalidad!”
—¡Bravo! —gritó Pons—. ¡Eso
es!
Entre aplausos, Pinillos hizo un ademán de agradecimiento y prosiguió su
discurso, para llegar a la parte final que Garmendia consideró, en la síntesis
que según él había logrado, el aspecto medular.
“…Si examinamos la historia nacional, veremos que en el escenario del
presente sólo hay una figura egregia, vigorosa, y yo diría, aunque para muchos
oídos no suene acorde con el bajo y crudo materialismo en que vivimos,
espiritual, porque sólo un gran espíritu puede dar las garantías que son necesarias
a la fuerza creadora del trabajo: el industrial, y únicamente puede un espíritu
abierto y patriota poner un dique férreo a las garantías de los que
exponen, con su capital, todos los riesgos imaginables en esta era de
desasosiego y atentados incalificables al derecho natural de la propiedad…”
—¡Claro! —volvió a gritar Pons.
”…El hombre que nos gobierna ha logrado conciliar los intereses sin los
cuales una sociedad, como los organismos sin savia fecunda, perecen: el capital
y el trabajo. En nuestro estado, esos intereses se dan la mano, se abrazan y
comprenden. No existen los rapaces ni los venales… ¡Sobre todo los líderes
venales!”
Los aplausos alternaron con las “dianas” que tocaba la orquesta.
Pinillos, visiblemente emocionado, continuó:
“¿Qué figura, decía yo, existe en este instante decisivo comparable por
su estructura moral con la del hombre insigne —y señaló al mandatario, como
dirigiendo los aplausos que los presentes le tributaron de pie—… a este hombre
insigne cuya figura podría llevar a la patria, cual nave en mar proceloso, al
puerto seguro de la felicidad? ¿Quién sino él podría darnos la paz que nos han
escatimado estériles; pugnas, luchas fratricidas? ¡Brindemos porque tenga larga
vida y que todas sus acciones sean, como hasta ahora, para el bien que
anhelamos!”
Las últimas palabras las pronunció entre los renovados aplausos del
grupo de industriales. Al terminar, el general llamó a Pinillos y le dio un
abrazo. Pons no pudo más y, casi sollozando, decía a gritos: “¡Ay, si él gobernara
en todo el país!”
Un industrial preguntó a Garmendia por el orador siguiente. Garmendia le
indicó que esperara y, levantándose de su asiento, proclamó:
“Señor general, señor presidente municipal, respetables señores: el
licenciado Miguel Rojas hablará a nombre de la Sociedad de Comerciantes.”
Nuevos aplausos y una pregunta maliciosa de Pons a un comerciante:
—Cada quien es notable en lo
suyo —contestó el comerciante—: Pinillos por su profundidad y Rojas pues por su
erudición…
Rojas empezó con estas frases:
“Si yo hubiera tenido la dicha de contemplar el Coloso de Rodas, las
estatuas de Hércules, las carabelas de Colón o el estandarte de Carlos V… ; o
hubiera asistido, mudo de asombro, a la batalla de Wagram, y admirado al gran
Corso, o estado cerca del Gran Capitán en sus campañas de Italia.. . ; o entre
las filas de don Hernando de Cortés, que traía en su armadura el polvo de los
siglos de la civilización europea…, no tendría, como no hubiera tenido ante
paisajes miliunanochescos, tantas y tan magníficas cosas como tengo en este
histórico momento entre ustedes, comensales ilustres de la por mil motivos
ilustre ciudad de nuestros mayores, a la que preside la personalidad recia,
marcial, y a la vez comprensiva y generosa, del señor general don Saturnino
Gómez, al que no por azar hemos convenido en llamar el hombre fuerte del
estado…”
“¡Mucho! ¡Qué bárbaro! ¡Qué erudición!”, decían los comerciantes.
En la parte medular, que dijo Garmendia, afirmó:
”…Sí, nadie duce que en el panorama nacional él es la gran figura. ¿Pero
alguien ha reparado por ventura en los que hoy son mandatarios en la América
hispana? ¿No vemos acaso ausencia de estadistas entre las hijas del León
Español? Es cierto, y no pocos lo dirán, que existen hombres igualmente
ilustres, pero ellos no son, ni con mucho, de la dimensión que necesita ahora
el mundo para contrarrestar los embates del judaísmo internacional…”
“¡Así es, así es!”, gritaban los comerciantes. Pons asentía y mostraba
cierta inquietud por el éxito de Rojas.
…Comprendamos entonces la obra magnífica de este gran discípulo de Marte
y veamos en sus ideas las señales luminosas que, cual faros gigantescos, nos
han de indicar la tierra promisora del orden y el bienestar. ¡He dicho!”
—”¡Bravo!”, gritó Pons, que
por fin se había rendido ante lo que calificó de verbo viril: “¡Ante todo el
orden!”
La orquesta interrumpió los aplausos reanudando su intervención con un
pasodoble. Las aficiones taurinas provocaron una alegría que en el mandatario
se tradujo en una pregunta al presidente municipal:
—Oiga, Manuelito, ¿y quién es
la joven que me puso estas flores?
—Una empleada de la Tesorería…
¡Ah, qué general!, a usted no se le escapa una, ¿verdad?
—Ya veremos, ya veremos… A lo
mejor le pongo yo otro collar… pero de perlas.
—No faltaba más… ¡A su salud,
señor!
Garmendia se levantó nuevamente, y por una señal convenida con el
presidente municipal, anunció al orador del gobierno, “al excelso poeta Luis
Molinar”.
“Yo hubiera preferido —expresó Molinar—, en esta solemne ocasión, traer
unos versos. Como poeta, no sé hablar de otra manera, pero quizá la emoción del
instante no sería coherente con la rima, aunque pido a las musas, y sobre todo
a la preferida de mi corazón, que me ilumine como a aquel viejo bardo que, mudo
ante la belleza, prefirió, antes de pronunciar palabra, que de sus ojos rodaran
dos gruesas lágrimas por toda oración… ¡Señoras y señores!: En esta mañana
esplendorosa, en el marco de la comprensión y la gratitud de los hombres más
importantes del estado, mi magín se halla prisionero de graves emociones, al
oír a tan magníficos oradores y al palpar lo que es la caballerosidad y la
hidalguía de una raza que tiene por don divino hablar en la lengua de los
artistas y los pensadores… ¿Cómo expresar lo que siento si yo soy, por privilegio,
uno de los discípulos de este hombre que lleva en sus manos bondadosas y
enérgicas el timón de la tierra de nuestros antepasados? No puedo sino decir:
Aquí estamos, señor, tus fieles servidores, tus amigos y correligionarios, a
los que tú enseñaste el camino rectilíneo, el camino amplio y magnífico, la
senda esplendorosa llena de luz y gloria…”
La orquesta, en lo que Pons calificó de oportunidad inigualable, tocó
sucesivas “dianas” El grupo de los diputados aplaudía de pie.
Molinar continuó:
“¿Es acaso este hombre el más importante del país y uno de los más
grandes de Hispanoamérica? ¿No es acaso reducir su figura a las fronteras de
una época determinada? ¿No estamos limitando su influencia a la esfera del
Continente descubierto por Colón?”
“Sí, sí”, se oyeron las voces.
“¿No es nuestro hombre igual a los grandes de otras naciones? ¿No nació
por ventura en la ciudad que es llamada con justicia la Atenas de América?
Comparémoslo con otros héroes y estadistas de la vetusta Europa…”
“¡Viva Franco!”, gritó Pons; grito que fue coreado por los asistentes.
Sí, él es de la misma dimensión de los egregios, de los
inconmensurables. La patria, en la lámpara votiva de los elegidos, tiene ya un
sitio para él, que la engrandece y la ama. ¡Salud y loor a nuestro gobernador!”
“¡Viva! ¡Viva!”
Los brazos del mandatario cayeron como tenazas en el delgado cuerpo de
Molinar.
—Gracias, señor, gracias
—decía Molinar.
—Anda, hijo, bébete ésta a mi
salud.
—Gran muchacho —afirmaba el
presidente municipal. —Ya lo creo —contestó el mandatario—, como que lo escogí
yo.
—Usted tiene a los hombres más
capaces, general —le decía uno de los industriales.
—Hombre —contestó el general—,
no faltaba más.
El presidente municipal llamó a Garmendia, le dijo algo en voz baja y
éste fue a llamar al poeta Luis Castillejos, el cual, como era su costumbre, se
había sentado al extremo de la mesa. Al pasar Garmendia por donde estaban los
diputados, el líder obrero lo detuvo para decirle que ellos deseaban que
hablara Sánchez, el gran orador de la Cámara.
—No es posible —replicó
Garmendia—: el mismo general conoce la lista de los que van a hablar y no
podíamos nosotros, de nuestras pistolas, agregar otro más; disculpe usted al
Ayuntamiento, compañero; apelo a su buen juicio… Usted sabe cómo es el jefe
cuando se hacen cosas a las que no ha dado su visto bueno…
—¡Ni qué decir, Garmendia, ni
qué decir! Si es así, nosotros nos disciplinamos… ¡Ni hablar, compañero, ni
hablar!
—¡Castillejos! —dijo
Garmendia—, es tu turno. Don Manuel quiere que hables en la mesa principal.
—¡Vamos! ¡Y que el Olimpo nos
proteja!
—¿Quién? —dijo uno de los
empleados a otro que masticaba sin cesar.
—Olimpia… Ha de ser alguna de
las mujeres con las que anda… Ya sabes cómo es.
—¡Ajá!
“Señores —dijo Garmendia—, a nombre del honorable Ayuntamiento, que
digna y acertadamente administra don Manuel Domínguez, hablará el célebre bardo
Luis Castillejos”.
Los aplausos según afirmó Garmendia, habían sido débiles; y la causa,
agregó, había que atribuirla a la vida de Castillejos, la cual para personas
como don José Pons, era escandalosa; aunque nadie podría dudar de su talento.
I’
Castillejos empezó:
“Lo que se ha dicho aquí, señoras y señores, puede afirmarse que es una
parte de la historia que un genio, con pluma iridiscente, escribirá en el libro
de oro del porvenir. Es verdad, verdad que califico de vertical, que nuestro
mandatario es el hombre más importante del país, que su egregia figura
sobresale entre las veinte repúblicas hermanas y que, comparando su concepción,
antojáseme decir clásica, del orden con las de otros grandes del mundo, no cede
ni en fuerza ni en oportunidad, ni en hombría ni en sano patriotismo, ante la
de nadie, por muy alto que esté, en la historia que vivimos. Estamos señoras y
señores, ante un hombre que los escultores de la antigüedad hubieran esculpido
en itálico mármol, cabalgando por campos de amaranto en los que el enemigo de
hoy, el comunismo ateo, cual dragón de siete cabezas, hubiera sido vencido y
traspasado por la espada de su energía y entereza…”
“¡Bravo!”, gritaban los presentes. Pons dejó de aplaudir para decir a
Garmendia:
—”Es un gran poeta. ¿Conoce
usted su elogio a los perros?”
—Sí… sí…
“Mas yo pregunto —continuó Castillejos—: todo lo que disfrutamos señoras
y señores, la paz, la tranquilidad y las garantías de la propiedad, ¿a quién
las debemos? ¿De quién es la virtud que hizo posible este milagro político?”
Al oír estas palabras, el presidente municipal palideció. Garmendia lo
miró con la boca abierta y el mandatario, entrecerrados los ojos, bebió de su
vaso otro trago de vino. Hubo rumores y uno de los empleados preguntó a otro,
casi en susurro: “¿Al presidente?…”
Castillejos, dominando la situación, volvió a preguntar:
”¿A quién debemos rendir perennes gracias, loas eternas, cantos
inmortales? A quién, señoras y señores, sino a don Felipe y a doña María, los
que dieron el ser y la vida a nuestro mandatario. A ellos, a los que llamo los
muertos sembradores, a los que forjaron como en bronce este carácter, esta
energía, este dinamismo que lleva los destinos del estado por sendas de gloria
y bienestar. A ellos, y sólo a ellos honrémoslos como en la antigüedad se
honraban; veámoslos como símbolos de lo que deben ser las sacrosantas palabras
de padre y madre; tomemos su ejemplo y pongámoslo en los corazones de las
generaciones venideras para decirles: ¡Así se educa a un hombre!”
Todos, de pie, aplaudían. Castillejos cayó entre los brazos del
mandatario que lloraba, balbucía palabras incoherentes y se pegaba en el
corazón como señalando: Aquí, aquí…
El presidente municipal llevó su pañuelo a los ojos humedecidos, y
Garmendia, haciendo esfuerzos, se acercó a él:
—¡Todo un éxito, señor, todo
un éxito!
Pons, conmovido, no cesaba de aplaudir. Al llegar junto a Garmendia,
casi gritó:
—¡Casta de hidalgos, Luisito,
casta de hidalgos!
—Y todo esto —le contestó Garmendia— es obra de las fuerzas vivas, don
José, más vivas que nunca.
**Tomado del libro “LOS FALSOS
RUMORES”