Al terminar la representación
de la obra intitulada El gran inquisidor
original de Hugo Argüelles, en la iglesia de Tepotzotlán, y a pesar de que era
casi la media noche, me dirigí lleno de angustia a buscar a un médico amigo mío
que es otorrinolaringólogo. Lo encontré en un bar de la Zona Rosa y le expuse
mi problema con lágrimas y suspiros. ¡A los 40 años de edad me estaba quedando
sordo! La parálisis que tenía en esos momentos en la espalda no me importaba
tanto, porque sabía que era debida a la posición que mantuve durante hora y
media en una incómoda silla para poder ver las cabezas de los actores, puesto
que ninguna iglesia estuvo pensada con las comodidades de los teatros modernos,
y si se colocan hileras de sillas es lógico suponer que después de la tercera
fila ya nadie puede ver nada, ni siquiera sometiendo la espina dorsal a la
tortura infinita a que la sometimos cuantos estábamos esa noche en la hermosa
iglesia. Mi amigo el otorrinolaringólogo preguntó cuáles eran los síntomas de
mi sordera, a lo que yo contesté que no había escuchado nada durante la
representación de El gran inquisidor.
Y le relaté lo sucedido:
Llegué
a Tepotzotlán siendo aún un viejo joven, lleno de optimismo y de amor por el
teatro, sin importarme la pavorosa cantidad de smog que se respira en el
trayecto y comiéndome un muégano que había comprado en Plaza Satélite. Al
llegar a la maravillosa portada churrigueresca, después de caerme seis veces
debido a la oscuridad reinante desde mi coche hasta la entrada de la iglesia,
pude adivinar, más que ver, una compacta multitud de damas y caballeros
enfundados en gruesos abrigos que se prensaban contra las grandes puertas en
espera de que las abrieran. Pronto me vi igualmente prensado porque más damas y
más caballeros llegaban sacudiéndose el polvo que les había quedado en los
abrigos después de caerse varias veces por la ya anotada oscuridad. De pronto
una de las puertas se abrió y aquella multitud cayó dentro de la iglesia, que
refulgía con sus retablos dorados. Fui arrojado al piso, pisoteado, vapuleado y
escarnecido por una horda de seres civilizados a los que en esos momentos no
les importaba otra cosa que no fuera apropiarse de una silla. Cuando pude
reaccionar y buscar a mi vez un asiento, ya las 15 primeras filas estaban
ocupadas. Me senté donde pude y contemplé un hermoso espectáculo: fueron
invitadas 500 personas más de las que lógicamente cabían, de manera que iban y
venían desde el altar mayor hasta el sotocoro con aire ausente, mordiéndose las
uñas, gritando a algún desconocido, elevando preces a cualquiera de los muchos
santos que adornan los altares para que
apareciera por milagro un lugar donde sentarse. Alguien tuvo una idea: en la
hostería quizá hubiese sillas; y allá fueron los elegantes caballeros que
llegaron hasta Tepotzotlán en lujosos automóviles y las enjoyadas damas de
abrigos de piel, a cargar cada quien su silla. Que fray Tomás de Torquemada les
otorgue indulgencia plenaria por su candidez.
Se
apagaron los reflectores y aparecieron en el altar mayor un cardenal, un jesuita, un franciscano
vestido con hábito azul en lugar de café y un agustino encapuchado como
penitente de procesión en Viernes Santo. Y comenzaron a hablar. ¡San Francisco
Javier, patrono de Tepotzotlán, ayúdame! ¡Allí fue donde perdí el sentido del
oído! Fue tanta mi impresión que puedo reproducir casi al pie de la letra lo
que mis oídos escuchaban, por así decirlo:
Cardenal
Visitador (Miguel Gómez Checa):
“Trisondísimo noslemes pordiunculo en este porminto, y ya
que el prosentacumelo ha dicho que mobetimoemos el clamintiolo, no nos queda otro metrisentimeno que
jufesinar el manvitiolo el
pediculisímo.“
Agustino
(Emérico de Borbón, quien con semejante nombre era ya mucho pedirle que hablara
bien):
“No, ferismino cardiuchiomo, recutiminio el podertesto y
engermino ante un lidionismo del altar señumento entrigésimo punfiolosión, y
sobre todo, ¡fenostímisimo refugeratium
en el pintrosium!
Franciscano (Guillermo Gil):
“¡Protesto! ¡Enferisimo señor, contraminosión del ya
citado prebilerio, está claro que el sofideración del cunclimiento nos lleva a
pentimiar que el vigardino es un klamotion y un guifardiño!”
Jesuita
(Carlos Cámara):
“Ruego a los señores del jufardo que tengan
climontionsimo del jugardio, ya que Tomás de Torquemada fue un hifímosio salido
de los avernimonios del samibimiento eclerostico de la figurada etérea.”
Y así
siguieron hablando durante diez o doce minutos, en ese dialecto del que apenas
podía yo pescar palabras aisladas. ¡Angustiado busqué a mi alrededor a ver si
en el resto de los asistentes notaba yo el desasosiego que a mí me invadía! Nada,
todos miraban a los actores, o lo que se podía ver de ellos, con rostros muy
serios y muy atentos. ¡Ellos sí escuchaban y entendían, y yo no! De pronto don
Rafael Solana, que estaba en la fila inmediata a la mía, se levantó y salió de
la iglesia con una gran dignidad. Estuve tentado a seguirlo, pero “el qué dirán”
me mantuvo pegado a mi incómoda silla, y la curiosidad por saber si mi sordera
era algo momentáneo o ya sería para el resto de mis días. Enderecé aun más mi
pobre columna vertebral y alcancé a ver a unos encapuchados vestidos de blanco
que con velas en las manos entonaban algo que quería recordar a los cantos
gregorianos. Como jamás he entendido una palabra de latín y menos en los cantos
litúrgicos, no me importó gran cosa no entenderles nada. Luego volvieron a
hablar los actores:
Cardenal:
¡Ifigento del mentimión en la ferusitiva anhelante del pedisificulo esdudal!
Jesuita:
¡No! ¡Hidosifil mañanico ante la repulsión ifijofimica del indroatilio
sacrílego!
Agustino:
¡Cantioni mulabai indifosión del carente irremanibilio cuando se erujanio
acapodici!
Franciscano:
¡Tened piedad del ingrafilo Torquemada cuando reginsterio en el capernáculo Indostán
y en el rejaviso del gratilio dorado!
Y de
pronto, ¡oh, maravilla!, ¡gracias, San Francisco Javier!, una voz clara,
potente, lógica, cuyos sonidos penetraban en mis oídos y llegaban a mi cerebro
con toda lucidez. Era Ignacio López Tarso el que hablaba y todo se le entendía.
El primer actor indiscutible que proyectaba su voz potente, que modulaba, que
sabía lo que eran los rudimentos de la dicción y que además actuaba a las mil
maravillas en el personaje terrible de Fray Tomás de Torquemada. Pero entonces
era peor el sufrimiento de quienes creíamos estar sordos, porque si con los
demás actores se hacía uno cuenta que estaba en otro país, ya en los diálogos
con López Tarso la angustia crecía:
López
Tarso: ¡Decidme! ¿De qué me acusáis? ¡Maté a más de 12 mil judíos en la
hoguera! ¡Fundé la Santa Inquisición para hacer una España más grande y más
poderosa! ¿De qué me acusáis entonces?
Agustino:
¡De frintolión!
Jesuita:
¡De gariponitilo!
Cardenal:
¡De primonticunimo!
Y los
coros gregorianos: ¡Laudamoste, laudamoste, kirileisón, cristileisón, miserere
no biscum!
Así
transcurrió hora y media. Un perfecto español de López Tarso y un dialecto
sefardí o vascongado o infernal de los demás. Ni a Ionesco se le ha ocurrido
algo semejante.
Y estoy
seguro de que la obra de Hugo Argüelles es muy buena, y que su dirección
escénica en cuanto a movimiento es buena también el día que pueda verse sentado
en primera fila, y que si no reparó en que nada se les entendía a los actores,
fue porque él tiene un oído excelente del que pido a la Santísima Trinidad no
lo prive jamás. Me reservo a emitir un juicio acerca de la obra el día en que
pueda leerla, ya que confieso mi sordera y mi tontería. Tengo cita el lunes con
mi amigo el otorrinolaringólogo para someterme a un doloroso tratamiento, pero
lo prefiero antes que volver a sufrir la angustia que pasé el día del estreno
mundial de El Gran Inquisidor.
El Heraldo, 11 de noviembre de 1973.
**Tomado del libro “MEMORIAS
DE UN PENTONTO”
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