El
título puesto a la presente narración no es el diminutivo de lanchas, como a primera vista ha podido figurarse el lector; sino -por más que de
pronto se le resista creerlo- el diminutivo del apellido «Lanzas», que a
principios de este siglo llevaba en México un sacerdote muy conocido en casi
todos los círculos de nuestra sociedad. Nombrábasele con tal derivado, no
sabemos si simplemente en señal de cariño y confianza, o si también en parte
por lo pequeño de su estatura; mas sea que militaran entrambas causas juntas, o
aislada alguna de ellas, casi seguro es que las dominaba la sencillez pueril
del personaje, a quien, por su carácter, se aplicaba generalmente la frase
vulgar de «no ha perdido la gracia del bautismo». Y, como por algún defecto de
la organización de su lengua, daba a la t y a la c, en ciertos casos, el sonido de la ch,
convinieron sus amigos y conocidos en llamarle «Lanchitas», a ciencia y
paciencia suya; exponiéndose de allí a poco los que quisieran designarle por su
verdadero nombre, a malgastar tiempo y saliva.
¿Quién
no ha oído alguno de tantos cuentos, más o menos salados, en que Lanchitas
funge de protagonista, y que la tradición oral va transmitiendo a la nueva
generación? Algunos me hicieron reír más de veinte años ha, cuando acaso aún
vivía el personaje; sin que las preocupaciones y agitaciones de mi malhadada
carrera de periodista me dejaran tiempo ni humor de procurar su conocimiento.
Hoy que, por dicha, no tengo que ilustrar o rectificar o lisonjear la opinión
pública, y que por desdicha voy envejeciéndome a grandes pasos, qué de veces al
seguir en el humo de mi cigarro, en el silencio de mi alcoba, el curso de las
ideas y de los sucesos que me visitaron en la juventud, se me ha presentarlo,
en la especie de linterna mágica de la imaginación, Lanchitas, tal como me lo
describieron sus coetáneos: limpio, manso y sencillo de corazón, envuelto en
sus hábitos clericales, avanzando por esas calles de Dios con la cabeza siempre
descubierta y los ojos en el suelo: no dejando asomar en sus pláticas y
exhortaciones la erudición de Fenelón, ni la elocuencia de Bossuet; pero pronto
a todas horas del día y de la noche a socorrer una necesidad, a prodigar los
auxilios de su ministerio a los moribundos, y a enjugar las lágrimas de la
viuda y el huérfano: y en materia de humildad, sin término de comparación, pues
no le hay, ciertamente, para la humildad de Lanchitas.
Y,
sin embargo, me dicen que no siempre fue así; que si no recibió del cielo un
talento de primer orden, ni una voluntad firme y altiva, era hombre
medianamente resuelto y despejado, y por demás estudioso e investigador. En una
época en que la fe y el culto católico no se hallaban a discusión en estas
comarcas, y en que el ejercicio del sacerdocio era relativamente fácil y
tranquilo, bastaban la pureza de costumbres, la observancia de la disciplina
eclesiástica, el ordinario conocimiento de las ciencias sagradas y morales, y
un juicio recto para captarse el aprecio del clero y el respeto y la estimación
de la sociedad. Pero Lanzas, ávido de saber, no se había dado por satisfecho
con la instrucción seminarista; y en los ratos que el desempeño de sus
obligaciones de capellán le dejaba libres, profundizaba las investigaciones
teológicas, y, con autorización de sus prelados, seguía curiosamente las
controversias entabladas en Europa entre adversarios y defensores del
catolicismo; no siéndole extrañas ni las burlas de Voltaire, ni las
aberraciones de Rousseau, ni las abstracciones de Spinoza; ni las refutaciones
victoriosas que provocaron en su tiempo. Quizá hasta se haya dedicado al
estudio de las ciencias naturales, después de ejercitarse en el de las lenguas
antiguas y modernas; todo en el límite que la escasez de maestros y de libros
permitía aquí a principios del siglo. Y este hombre, superior en conocimientos
a la mayor parte de los clérigos de su tiempo, consultado a veces por obispos y
oidores, y considerado, acaso, como un pozo de ciencia por el vulgo, cierra o
quema repentinamente sus libros; responde a las consultas con la risa de la infancia
o del idiotismo; no vuelve a cubrirse la cabeza ni a levantar del suelo sus
ojos, y se convierte en personaje de broma para los chicos y para los
desocupados. Por rara y peregrina que haya sido la transformación, fue real y
efectiva, y he aquí cómo, del respetable Lanzas, resultó Lanchitas, el pobre
clérigo que se me aparece entre las nubes de humo de mi cigarro.
No
ha muchos meses, pedía yo noticias de él a una persona ilustrada y formal, que
le trató con cierta intimidad; y, como acababa de figurar en nuestra
conversación el tema del espiritismo, hoy en boga, mi interlocutor me tomó del
brazo, y, sacándome de la reunión de amigos en que estábamos, me refirió una
anécdota más rara todavía que la transformación de Lanchitas, y que acaso la
explique. Para dejar consignada tal anécdota, trazo estas líneas, sin meterme a
calificar. Al cabo, si es absurda, vivimos bajo el pleno reinado de lo absurdo.
No
recuerdo el día, el mes, ni el año del suceso, ni si mi interlocutor los
señaló; sólo entiendo que se refería a la época de 1820 a 30; y en lo que no me
cabe duda es en que se trataba del principio de una noche oscura, fría y
lluviosa, como suelen serlo las de invierno. El Padre Lanzas tenía ajustada una
partida de malilla o tresillo con algunos amigos suyos, por el rumbo de Santa
Catalina Mártir; y, terminados sus quehaceres del día, iba del centro de la
ciudad a reunírseles esa noche, cuando, a corta distancia de la casa en que
tenía lugar la modesta tertulia, alcanzóle una mujer del pueblo, ya entrada en
años y miserablemente vestida, quien, besándole la mano, le dijo:
-¡Padrecito! ¡Una confesión! Por amor de Dios,
véngase conmigo Su Merced, pues el caso no admite espera.
Trató
de informarse el Padre de si se había o no acudido previamente a la parroquia
respectiva en solicitud de los auxilios espirituales que se le pedían; pero la
mujer, con frase breve y enérgica, le contestó que el interesado pretendía que
él precisamente le confesara, y que si se malograba el momento, pesaría sobre
la conciencia del sacerdote; a lo cual éste no dio más respuesta que echar a
andar detrás de la vieja.
Recorrieron
en toda su longitud una calle de Poniente a Oriente, mal alumbrada y fangosa,
yendo a salir cerca del Apartado, y de allí tomaron hacia el Norte, hasta
torcer a mano derecha y detenerse en una miserable accesoria del callejón del
Padre Lecuona. La puerta del cuartucho estaba nada más entornada, y empujándola
simplemente, la mujer penetró en la habitación llevando al Padre Lanzas de una
de las extremidades del manteo. En el rincón más amplio y sobre una estera
sucia y medio desbaratada estaba el paciente, cubierto con una frazada; a corta
distancia, una vela de sebo puesta sobre un jarro boca abajo en el suelo, daba
su escasa luz a toda la pieza, enteramente desamueblada y con las paredes
llenas de telarañas, Por terrible que sea el cuadro más acabado de la
indigencia, no daría idea del desmantelamiento, desaseo y lobreguez de tal
habitación, en que la voz humana parecía apagarse antes de sonar, y cuyo piso
de tierra exhalaba el hedor especial de los sitios que carecen de la menor
ventilación.
Cuando
el Padre, tomando la vela, se acercó al paciente y levantó con suavidad la
frazada que le ocultaba por completo, descubrióse una cabeza huesosa y enjuta,
amarrada con un pañuelo amarillento y a trechos roto, Los ojos del hombre
estaban cerrados y notablemente hundidos, y la piel de su rostro y de sus
manos, cruzadas sobre el pecho, aparentaba la sequedad y rigidez de la de las
momias.
-¡Pero este hombre está muerto! -exclamó el
Padre Lanchas dirigiéndose a la vieja.
-Se va a confesar, Padrecito -respondió la
mujer, quitándole la vela, que fue a poner en el rincón más distante de la
pieza, quedando casi a oscuras el resto de ella; y, al mismo tiempo el hombre,
como si quisiera demostrar la verdad de las palabras de la mujer, se incorporó
en su petate, y comenzó a recitar con voz cavernosa, pero suficientemente
inteligible, el Confiteor Deo.
Tengo
que abrir aquí un paréntesis a mi narración, pues el digno sacerdote jamás a
alma nacida refirió la extraña y probablemente horrible confesión que aquella
noche le hicieron. De algunas alusiones y medias palabras suyas se infiere que
al comenzar su relato el penitente, se refería a fechas tan remotas que el
Padre, creyéndose difuso o divagado, y comprendiendo que no había tiempo que
perder, le excitó a concretarse a lo que importaba; que a poco entendió que
aquél se daba por muerto de muchos años atrás, en circunstancias violentas que
no le habían permitido descargar su conciencia como había acostumbrado pedirlo
diariamente a Dios, aun en el olvido casi total de sus deberes y en el seno de
los vicios, y quizá hasta del crimen; y que por permisión divina lo hacía en
aquel momento, viniendo de la eternidad para volver a ella inmediatamente.
Acostumbrado Lanzas, en el largo ejercicio de su ministerio, a los delirios y
extravagancias de los febricitantes y de los locos, no hizo mayor aprecio de
tales declaraciones, juzgándolas efecto del extravío anormal o inveterado de la
razón del enfermo; contentándose con exhortarle al arrepentimiento y explicarle
lo grave del trance a que estaba orillado, y con absolverle bajo las
condiciones necesarias, supuesta la perturbación mental de que le consideraba
dominado. Al pronunciar las últimas palabras del rezo, notó que el hombre había
vuelto a acostarse; que la vieja no estaba ya en el cuarto, y que la vela, a
punto de consumirse por completo, despedía sus últimas luces. Llegando él a la
puerta, que permanecía entornada, quedó la pieza en profunda oscuridad; y,
aunque al salir atrajo con suavidad la hoja entreabierta, cerróse ésta de
firme, como si de adentro la hubieran empujado. El Padre, que contaba con
hallar a la mujer en la parte de afuera, y con recomendarle el cuidado del
moribundo y que volviera a llamarle a él mismo, aun a deshora, si advertía que
recobraba aquél la razón, desconcertóse al no verla, esperóla en vano durante
algunos minutos; quiso volver a entrar en la accesoria, sin conseguirlo, por
haber quedado cerrada, como de firme, la puerta; y, apretando en la calle la
oscuridad y la lluvia, decidirse, al fin, a alejarse, proponiéndose efectuar,
al siguiente día muy temprano, nueva visita.
Sus
compañeros de malilla o tresillo le recibieron amistosa y cordialmente, aunque
no sin reprocharle su tardanza. La hora de la cita había, en efecto, pasado ya
con mucho, y Lanzas, sabiéndolo, o sospechándolo, había venido aprisa y estaba
sudando. Echó mano al bolsillo en busca del pañuelo para limpiarse la frente, y
no le halló. No se trataba de un pañuelo cualquiera, sino de la obra
acabadísima de alguna de sus hijas espirituales más consideradas de él;
finísima batista con las iniciales del Padre, primorosamente bordadas en
blanco, entre laureles y trinitarias de gusto más o menos monjil. Prevalido de
su confianza en la casa, llamó al criado, le dio las señas de la accesoria en
que seguramente había dejado el pañuelo, y le despachó en su busca, satisfecho
de que se le presentara, así, ocasión de tener nuevas noticias del enfermo, y
de aplacar la inquietud en que él mismo había quedado a su respecto, Y con la
fruición que produce en una noche fría y lluviosa llegar de la calle a una
pieza abrigada y bien alumbrada, y hallarse en amistosa compañía cerca de una
mesa espaciosa, a punto de comenzar el juego que por espacio de más de veinte
años nos ha entretenido una o dos horas cada noche, repantigóse nuestro Lanzas
en uno de esos sillones de vaqueta que se hallaban frecuentemente en las celdas
de los monjes, y que yo prefiero al más pulido asiento de brocatel o
terciopelo; y encendiendo un buen cigarro habano, y arrojando bocanadas de humo
aromático, al colocar sus cartas en la mano izquierda en forma de abanico, y
como si no hiciera más que continuar en voz alta el hilo de sus reflexiones
relativas al penitente a quien acababa de oír, dijo a sus compañeros de
tresillo:
-¿Han leído ustedes la comedia de Don Pedro
Calderón de la Barca intitulada La devoción de la cruz?
Alguno
de los comensales la conocía, y recordó al vuelo las principales peripecias del
galán noble y valiente, al par que corrompido, especie de Tenorio de su época,
que, muerto a hierro, obtiene por efecto de su constante devoción a la sagrada
insignia del cristiano el raro privilegio de confesarse momentos u horas
después de haber cesado de vivir. Recordado lo cual, Lanzas prosiguió diciendo,
en tono entre grave y festivo:
-No se puede negar que el pensamiento del drama
de Calderón es altamente religioso, no obstante que algunas de sus escenas
causarían positivo escándalo hasta en los tristes días que alcanzamos. Mas,
para que se vea que las obras de imaginación suelen causar daño efectivo aun
con lo poco de bueno que contengan, les diré que acabo de confesar a un
infeliz, que no pasó de artesano en sus buenos tiempos, que apenas sabía leer y
que, indudablemente, había leído o visto La devoción de la cruz,
puesto que, en las divagaciones de su razón,
creía reproducido en sí mismo el milagro del drama…
-¿Cómo? ¿Cómo? -exclamaron los comensales de
Lanzas, mostrando repentino interés.
-Como ustedes lo oyen, amigos míos. Uno de los
mayores obstáculos con que, en los tiempos de ilustración que corren, se
tropieza en el confesionario es el deplorable efecto de las lecturas, aun de
aquellas que a primera vista no es posible calificar de nocivas. No pocas veces
me he encontrado, bajo la piel de beatas compungidas y feas, con animosas
Casandras y tiernas y remilgadas Atalas; algunos delincuentes honrados, a la
manera del de Jovellanos, han recibido de mi mano la absolución; y en el
carácter de muchos hombres sesudos he advertido fuertes conatos de imitación de
las fechorías del Periquillo, de
Lizardi, pero ninguno tan preocupado ni porfiado como mi último penitente;
loco, loco de remate. ¡Lástima de alma, que a vueltas de un verdadero
arrepentimiento, se está en sus trece de que hace quién sabe cuántos años dejó
el mundo, y que por altos juicios de Dios…! ¡Vamos! ¡Lo del protagonista del
drama consabido! Juego…
En
estos momentos se presentó el criado de la casa, diciendo al Padre que en vano
había llamado durante media hora en la puerta de la accesoria; habiéndose
acercado, al fin, el sereno, a avisarle caritativamente que la tal pieza y las
contiguas llevaban mucho tiempo de estar vacías, lo cual le constaba
perfectamente, por razón de su oficio y de vivir en la misma calle.
Con
extrañeza oyó esto el Padre; y los comensales que, según he dicho, habían ya
tomado interés en su aventura, dirigiéronle nuevas preguntas, mirándose unos a
otros. Daba la casualidad de hallarse entre ellos nada menos que el dueño de
las accesorias, quien declaró que, efectivamente, así éstas, como la casa toda
a que pertenecían, llevaban cuatro años de vacías y cerradas, a consecuencia de
estar pendiente en los tribunales un pleito en que se le disputaba la propiedad
de la finca, y no haber querido él entre tanto hacer las reparaciones
indispensables para arrendarla. Indudablemente, Lanzas se había equivocado respecto
a la localidad por él visitada, y cuyas señas, sin embargo, correspondían con
toda exactitud a la finca cerrada y en pleito; a menos que, a excusas del
propietario, se hubiera cometido el abuso de abrir y ocupar las accesorias,
defraudándole su renta. Interesados igualmente, aunque por motivos diversos, el
dueño de la casa y el Padre en salir de dudas, convinieron esa noche en
reunirse al otro día, temprano, para ir juntos a reconocer la accesoria.
Aún
no eran las ocho de la mañana siguiente, cuando llegaron a su puerta, no sólo
bien cerrada, sino mostrando entre las hojas y el marco, y en el ojo de la
llave, telarañas y polvo que daban la seguridad material de no haber sido
abierta en algunos años. El propietario llamó sobre esto la atención del Padre,
quien retrocedió hasta el principio del callejón, volviendo a recorrer
cuidadosamente, y guiándose por sus recuerdos de la noche anterior, la
distancia que mediaba desde la esquina hasta el cuartucho, a cuya puerta se
detuvo nuevamente, asegurando con toda formalidad ser la misma por donde había
entrado a confesar al enfermo, a menos que, como éste, no hubiera perdido el
juicio. A creerlo así se iba inclinando el propietario, al ver la inquietud y
hasta la angustia con que Lanzas examinaba la puerta y la calle, ratificándose
en sus afirmaciones y suplicándole hiciese abrir la accesoria a fin de
registrarla por dentro.
Llevaron
allí un manojo de llaves viejas, tomadas de orín, y probando algunas, después
de haber sido necesario desembarazar de tierra y telarañas, por medio de clavo
o estaca, el agujero de la cerradura, se abrió al fin la puerta, saliendo por
ella el aire malsano y apestoso a humedad que Lanzas había aspirado allí la
noche anterior. Penetraron en el cuarto nuestro clérigo y el dueño de la finca,
y a pesar de su oscuridad, pudieron notar, desde luego, que estaba enteramente
deshabitado y sin mueble ni rastro alguno de inquilinos. Disponíase el dueño a
salir, invitando a Lanzas a seguirle o precederle, cuando éste, renuente a
convencerse de que había simplemente soñado lo de la confesión, se dirigió al
ángulo del cuarto en que recordaba haber estado el enfermo, y halló en el suelo
y cerca del rincón su pañuelo, que la escasísima luz de la pieza no le había
dejado ver antes. Recogióle con profunda ansiedad, y corrió hacia la puerta
para examinarle a toda la claridad del día. Era el suyo, y las marcas bordadas
no le dejaban duda alguna. Inundados en sudor su semblante y sus manos, clavó
en el propietario de la finca los ojos, que el terror parecía hacer salir de
sus órbitas; se guardó el pañuelo en el bolsillo, descubrióse la cabeza y salió
a la calle con el sombrero en la mano, delante del propietario, quien, después
de haber cerrado la puerta y entregado a su dependiente el manojo de llaves,
echó a andar al lado del Padre, preguntándole con cierta impaciencia:
-Pero ¿cómo se explica usted lo acaecido?
Lanzas
le vio con señales de extrañeza, como si no hubiera comprendido la pregunta; y
siguió caminando con la cabeza descubierta a sombra y a sol, y no se la volvió
a cubrir desde aquel punto. Cuando alguien le interrogaba sobre semejante
rareza, contestaba con risa como de idiota, y llevándose la diestra al
bolsillo, para cerciorarse de que tenía consigo el pañuelo. Con infatigable
constancia siguió desempeñando las tareas más modestas del ministerio
sacerdotal, dando señalada preferencia a las que más en contacto le ponían con
los pobres y los niños, a quienes mucho se asemejaba en sus conversaciones y
sus gustos. ¿Tenía, acaso, presente el pasaje de la Sagrada Escritura relativo
a los párvulos? Jamás se le vio volver a dar el menor indicio de enojo o de
impaciencia; y si en las calles era casual o intencionalmente atropellado o
vejado, continuaba su camino con la vista en el suelo y moviendo sus labios
como si orara. Así le suelo contemplar todavía en el silencio de mi alcoba,
entre las nubes de humo de mi cigarro; y me pregunto si a los ojos de Dios no
era Lanchitas más sabio que Lanzas, y si los que nos reímos con la narración de
sus excentricidades y simplezas no estamos, en realidad, más trascordados que
el pobre clérigo.
Diré, por vía de apéndice, que poco después de su muerte, al reconstruir algunas de las casas del callejón del Padre Lecuona, extrajeron del muro más grueso de una pieza, que ignoro si sería la consabida accesoria, el esqueleto de un hombre que parecía haber sido emparedado mucho tiempo antes, y a cuyo esqueleto se dio sepultura con las debidas formalidades.
Diré, por vía de apéndice, que poco después de su muerte, al reconstruir algunas de las casas del callejón del Padre Lecuona, extrajeron del muro más grueso de una pieza, que ignoro si sería la consabida accesoria, el esqueleto de un hombre que parecía haber sido emparedado mucho tiempo antes, y a cuyo esqueleto se dio sepultura con las debidas formalidades.
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