Aunque me di prisa y llegué al cine
corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar
un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.
—Perdone usted —le dije—, ¿no podría contarme brevemente lo
que ha ocurrido en la pantalla?
—Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto
con el diablo.
—Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto:
¿podría explicármelas?
—Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la
riqueza a Daniel
Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
—¿Siete nomás?
—El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo
firmó con un poco de sangre.
Yo podía completar con estos datos el
argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El
complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel
Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
—En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
—El diablo.
—¿Cómo es eso? —repliqué sorprendido.
—El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa
en el momento en que la cedió.
—Entonces el diablo...
—Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se
manifiesta muy
deseoso de dinero, mírelo usted.
Efectivamente, Brown gastaba el dinero
a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino
añadió:
—Ya llegarás al séptimo año, ya.
Tuve un estremecimiento. Daniel Brown
me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:
—Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
El perfil de mi vecino, esfumado en la
oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel
Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:
—Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
—Siendo así...
—En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años
de riqueza.
Hice un esfuerzo para comprender lo que
serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y
rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:
—Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía
nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?
—El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los
remordimientos pueden hacerla crecer —contestó filosóficamente mi vecino,
agregando luego con malicia—: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
—¿Y si Daniel se arrepiente?...
Mi interlocutor pareció disgustado por
la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero
solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural.
Yo insistí:
—Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...
—No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas
cosas. Algunos se le
han ido ya de las manos a pesar del contrato.
—Realmente es muy poco honrado —dije, sin darme cuenta.
—¿Qué dice usted?
—Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir
—añadí como para explicarme.
—Por ejemplo... —y mi vecino hizo una pausa llena de
interés.
—Aquí está Daniel Brown —contesté—. Adora a su mujer. Mire
usted la casa que
le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.
A mi compañero le desconcertaron mucho
estas razones.
—Perdóneme —dijo—, hace un instante usted estaba de parte de
Daniel.
—Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
—Usted, ¿cumpliría?
No pude responder. En la pantalla,
Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar
su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente
triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!
Los años transcurrían veloces y las
monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero
tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.
Hice un esfuerzo y dije:
—Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor
que la pobreza. Se
ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
—Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene
mujer, ¿no es cierto?
—Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
—¿Su alma?
Hablábamos en voz baja. Sin embargo,
las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido
que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación,
me dijo:
—¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos?
Podremos ver más tarde la película.
No pude rehusar y salimos. Miré por
última vez a la pantalla: Daniel Brown
confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con
el diablo. Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos,
en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más.
Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos
repletos.
—Usted, ¿es pobre?
Habíamos atravesado el salón y
entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al
trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:
—Usted, ¿es muy pobre?
—En este día —le contesté—, las entradas al cine cuestan más
baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para
decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera;
precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
—Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo
hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?
—Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las
personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus
trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse
muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que
desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
—Le prometo hacerme su cliente —dijo mi interlocutor,
compadecido—; en esta semana le encargaré un par de trajes.
—Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al
cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.
—Podría hacer algo más por usted —añadió el nuevo cliente—;
por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...
—Perdón —contesté con rapidez—, no tenemos ya nada para
vender: lo último, unos aretes de Paulina...
—Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...
Hice como que meditaba un poco. Hubo
una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:
—Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown.
Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...
Noté, de pronto, que el rostro de aquel
hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a
sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz
clara y distinta:
—A estas alturas, señor mío, resulta por demás una
presentación. Estoy completamente a sus órdenes.
Hice instintivamente la señal de la
cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al
signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con
toda calma:
—Aquí, en la cartera, llevo un documento que...
Yo estaba perplejo. Volvía a ver a
Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en
la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las
manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna
estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría
manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y
hermosa. ¿El alma?
Mientras me hallaba sumido en tales
pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos
brillaba una aguja.
"Daría cualquier cosa porque nada
te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier
cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis
palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente,
me decidí:
—Trato hecho. Sólo pongo una condición.
El diablo, que ya trataba de pinchar mi
brazo con su aguja, pareció desconcertado:
—¿Qué condición?
—Me gustaría ver el final de la película —contesté.
—¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de
Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está
en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.
La voz del diablo era insinuante,
ladina, como un sonido de monedas de oro.
Añadió:
—Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.
Parecía un comerciante astuto. Yo
repuse con energía:
—Necesito ver el final de la película. Después firmaré.
—¿Me da usted su palabra?
—Sí.
Entramos de nuevo en el salón. Yo no
veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.
En la pantalla, es decir, en la vida de
Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué
misteriosas circunstancias. Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer
de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y
Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su
burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso. Apoyado en la azada,
permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo.
Los dos contemplaron el día que se
acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró
con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de
la casa, preguntó:
—Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que
no te hacen falta todas las cosas que teníamos?
La mujer respondió lentamente:
—Tu alma vale más que todo eso, Daniel...
El rostro del campesino se fue
iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del
paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las
imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres
letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.
Sin saber cómo, me hallé de pronto en
medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome
paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran
energía me solté, y pronto salí a la calle.
Era de noche. Me puse a caminar de prisa,
cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza
ni me detuve hasta que llegué a mi casa.
Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.
Paulina me esperaba.
Echándome los brazos al cuello, me
dijo:
—Pareces agitado.
—No, nada, es que...
—¿No te ha gustado la película?
—Sí, pero...
Yo me hallaba turbado. Me llevé las
manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener,
comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había
quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
—¿Es posible que te hayas dormido?
Estas palabras me tranquilizaron. Me
señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:
—Es verdad, me he dormido.
Y luego, en son de disculpa, añadí:
—Tuve un sueño, y voy a contártelo.
Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo
que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se
rió mucho.
Sin embargo, cuando yo me acostaba,
pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la
cruz sobre el umbral de nuestra casa.
**Tomado del libro de cuentos "CONFABULARIO"