—Bueno, señores —se animó Hipometeo, presidente del Senado—.
¡Hay que ver cómo se ha prolongado esto! Creo que no es necesario un resumen
pero, en fin, para que no haya objeciones formales... Así pues, Prometeo,
ciudadano de la localidad, comparece ante el Tribunal acusado de haber
inventado el fuego y con ello, ejem... ejem... de haber violado el orden
establecido. Ha confesado, primero: que verdaderamente inventó el fuego;
segundo: que es capaz de sacarlo, cada vez que lo desee, del pedernal; tercero:
que este secreto, mejor dicho, que este descubrimiento escandaloso no lo guardó
para sí ni lo comunicó a los centros competentes, sino que lo confió y dejó
usar libremente a gente incapacitada, como se ha comprobado por las
declaraciones de las personas que acaban de ser interrogadas. Creo que esta
explicación bastará y que podemos pasar inmediatamente a la votación sobre su
culpabilidad y sobre la sentencia a imponer.
—Perdone, señor presidente —objetó el miembro Apometeo—,
pero juzgo que a causa de la importancia de este Tribunal Extraordinario, sería
quizás conveniente que no dictásemos la sentencia, hasta después de una
meticulosa deliberación y, por decirlo así, información general.
—Como quieran, señores —cedió conciliador Hipometeo—. El
caso es, desde luego, muy claro, pero si alguno de ustedes desea subrayar algo...
¡Hagan el favor!
—Yo me permitiría indicar —se oyó decir a Ameteo, después de
haber tosido con decisión— que, según mi opinión, en todo esto se debería
recalcar particularmente una parte del
asunto. Me refiero, señores, a la parte religiosa. Permítanme expresarme. ¿Qué
es ese fuego? ¿Qué es esa chispa que se hace brotar del pedernal? Como
reconoció el mismo Prometeo no es más que un rayo, y todos sabemos que el rayo
es una manifestación del poder sobrenatural del Dios de las Tormentas. Hagan el
favor de explicarme, señores, cómo es posible que un tal Prometeo se haya
apoderado del fuego divino. ¿Con qué derecho se lo apropió? ¿De dónde lo sacó?
Prometeo trata de convencernos de que, sencillamente, lo descubrió; pero eso es
una disculpa tonta. Si se tratase de un hecho tan inocente, ¿por qué no habría
inventado el fuego, por ejemplo, uno de nosotros? Yo estoy convencido, señores,
de que Prometeo robó el fuego a nuestros dioses. Sus negativas y disculpas no nos
embaucarán. Yo calificaría su acto, primero, de robo ordinario y segundo, de
delito de blasfemia y robo sacrílego. Estamos aquí para castigar con la mayor
severidad este atrevimiento impío, y para defender la propiedad sagrada de
nuestros dioses nacionales. Esto es todo lo que quería decir, señores —terminó
Ameteo y se sonó con energía en los faldones de su toga.
—Bien dicho —aprobó Hipometeo—. ¿Tiene alguien más alguna
observación que hacer? —Pido que me disculpen —habló Apometeo—, pero yo no
puedo estar de acuerdo con la interpretación dada por mi respetable señor
colega. Yo he observado cómo el dicho Prometeo producía el fuego y he de
decirles francamente, señores, que la cosa en si no tiene nada de particular.
Descubrir el fuego es algo que sabría hacer cualquier vagabundo, holgazán o
cabrero. A nosotros no se nos ha ocurrido, sencillamente, porque una persona
seria no se pone a jugar con piedrecitas para que salten chispas. Aseguro a mi
señor colega Ameteo, que ésas son fuerzas corrientes de la naturaleza, el
ocuparse de las cuales no es digno de una persona que piensa y, menos todavía,
digno de los dioses. Según mi opinión, el fuego es una manifestación demasiado fútil
para que la relacionemos con cosas sagradas para nosotros. Pero el asunto tiene
otro aspecto, sobre el que quiero llamar la atención de los señores colegas.
Parece ser que el fuego es un elemento peligroso, hasta podríamos decir,
perjudicial. Han oído ustedes declarar a una serie de testigos que, habiendo
ensayado el invento infantil de Prometeo,
sufrieron serias quemaduras y, en algunos casos, daños en sus propiedades.
Señores, si por culpa de Prometeo se extiende el uso del fuego, lo que por
desgracia ya no se puede impedir, ninguno de nosotros estará seguro de su vida
ni siquiera de su hacienda. Y eso, señores míos, puede significar el fin de
cualquier clase de civilización. Basta el más pequeño descuido y ¿ante qué se
detendría ese elemento intranquilo? Prometeo, señores, ha cometido una ligereza
merecedora de castigo por haber traído al mundo algo tan destructivo. Yo
calificaría su crimen de grave amenaza corporal y contra la seguridad pública.
Y teniendo esto, en cuenta, pido que se le condene a cadena perpetua, agravada
con lecho duro y grilletes. He terminado, señor presidente.
—Tiene usted mucha razón, colega —resopló Hipometeo—.
Solamente quisiera añadir algo, señores. ¿Para qué nos hacía falta el fuego?
¿Acaso lo utilizaban nuestros antepasados? Venir ahora con cosa semejante es,
sencillamente, una falta de respeto al orden heredado, o sea... ejem... un acto
de rebelión. ¡Eso nos faltaba, jugar con fuego! ¿Pueden ustedes imaginar a dónde nos
llevará esto? La gente, junto al fuego, se hará inútilmente delicada, se
arrellanará en el calor y la comodidad en lugar de... en fin, de luchar y cosas
parecidas. En resumen, de esto se desprenderá solamente blandeza de carácter,
decadencia de la moral y... ejem... falta de orden en general —y cosas parecidas.
Hay que hacer algo contra estas manifestaciones poco saludables, señores. Los
tiempos en que vivimos son serios y además... Esto es todo lo que quería decir.
—Muy bien —exclamó Antimeteo—. Todos nosotros estamos de
acuerdo con nuestro digno presidente, en que el fuego de Prometeo puede tener
consecuencias incalculables. Señores, no intentemos ocultarlo, se trata de algo
tremendo. ¡Qué grandes posibilidades dará el fuego al que lo tenga en su poder!
Citaré solamente algunos ejemplos: se podrá quemar la cosecha del enemigo, arrasarle
los olivares, etc. etc. Con el fuego, señores míos, se nos da a los hombres una
nueva fuerza y una nueva arma. Con el fuego nos hacemos casi iguales a los
dioses —terminó bajando la voz. Y de pronto explotó:
¡Acuso a Prometeo porque este divino e
insuperable elemento, lo confió a pastores y a esclavos, a todo el que llegó!
¡Porque no lo puso en manos elegidas que lo hubieran cuidado como un tesoro de
Estado, aprovechándolo para dominar! ¡Acuso a Prometeo por malversar de esta manera el descubrimiento
del fuego, que debía haber sido un secreto del sacerdocio! ¡Acuso a Prometeo —gritó
excitado Antimeteo— porque enseñó a producir el fuego a los extranjeros, porque
no silenció su descubrimiento ni ante nuestros enemigos! Prometeo robó el fuego
por el hecho de haberlo entregado a todos. ¡Acuso a Prometeo de alta traición!
¡Le acuso de intrigas contra la comunidad! —Antimeteo gritó tanto que empezó a
toser—. ¡Pido la pena de muerte! —salió finalmente de su garganta.
—Bien, señores —habló Hipometeo—, ¿alguien más quiere hacer
uso de la palabra? Entonces, según la opinión del Tribunal, Prometeo es
acusado, por una parte, del crimen de blasfemia y robo sacrílego, del crimen de
causar graves daños corporales, de perjuicios a la propiedad ajena y de amenaza
a la seguridad pública; por otra parte, del crimen de alta traición. Señores,
propongo que se le condene a cadena perpetua, agravada con lecho duro y
grilletes, o a la pena de muerte.
—O a ambas cosas —dejó escapar de su garganta el pensativo
Ameteo—, para que las dos propuestas sean aceptadas.
—¿Y cómo van a aplicársele ambas penas? —preguntó el
presidente.
—Eso es, precisamente, lo que estoy meditando... —gruñó
Ameteo—. Quizá sería posible así: condenar a Prometeo a estar toda su vida
atado a unas rocas... y tal vez los buitres se encarguen de picotear su impío
hígado. ¿Me comprenden ustedes? No estaría mal... —dijo satisfecho Hipometeo—.
Señores, ése sería un castigo ejemplar por una... ejem... extravagancia tan
criminal. ¿Tiene alguno de mis distinguidos colegas algo que objetar?...
Entonces, hemos terminado.
***
--¿Y por qué habéis condenado a muerte
a ese Prometeo, papá?— preguntó a Hipometeo durante la cena, su hijo Epimeteo.
—Eso tú no lo comprendes —gruñó Hipometeo, hincando al mismo
tiempo el diente en una pierna de carnero—. ¡Caramba! Una pierna de carnero
asada, está mejor que cruda... ¡Vaya! Después de todo, para algo sirve ese
fuego... Mira, le hemos condenado por motivos de interés público. ¿A dónde
llegaríamos si el primero a quien le viniera en gana pudiera, sin castigo,
inventar algo nuevo y grande? ¿Comprendes? Pero todavía le falta algo a este
carnero... ¡Ya lo tengo! —gritó feliz—. Una pierna de carnero asada se debe
salar y untar con ajo picado. ¡Eso es, muchacho! ¡Vaya, un descubrimiento!
¿Ves? Una cosa así no se le hubiera ocurrido a ese Prometeo...
**Tomado del libro de cuentos "APOCRIFOS"
**Tomado del libro de cuentos "APOCRIFOS"
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