“Agua de las verdes matas,
tú me tumbas, tú me matas,
tú me haces andar a gatas ...“
Ese día la gente no
quiso comprarme la carne. Unas mujeres decían que era de cabra vieja,
otras de animal enfermo, otras que mi patrón era un chivo. No sé cuántas burlas
y ascos me hicieron, el caso es que me cansé de andar cargando la canasta.
Para que nadie me
hablara, atravesé el arroyo seco y busqué una sombra de anacua. Mi padre siempre
decía que por la reciedumbre de sus troncos y lo apretado del follaje, no había
mejores sombras que las de la anacua. Por eso las buscaba.
No tardé en encontrar
una a la orilla del arroyo, pero antes de sentarme, llevé la canasta y la
acomodé arriba de una piedra que estaba debajo de un mezquite viejo. La tapé
con mi camisa y puse encima el sombrero para que no se volara el trapo. Luego
me vine a la anacua.
Yo no quería beber. El
patrón me la había sentenciado esa mañana: “Si te vuelvo a ver borracho y hablando en verso, despídete de la canasta,
del jacal y de la comida”.
Desde allí se divisaba
la cantina de Chito. De seguro que a esa hora mi compadre Nicolás y “El Mecha”
me esperaban. Pero yo no iba a ir. Primero era lo primero. No iba a quedarme en
la calle por andar de borracho.
Yo no quería beber. Las
moscas verdes zumbaban como jicotes con rabia alrededor de la canasta. Me
acordé del difuntito Chavarría, aquel que mataron a piedrazos en el agostadero.
Las moscas carniceras se tragaron sus carnes y le dejaron el esqueleto como uña
de gavilán. No más por el sombrero supimos quién era. ¡Qué feo zumbaban las
moscas!...
Sentí una especie de
agrura que se me clavó en la lengua. Sin querer, mi mano derecha fue a parar a
la bolsa trasera del pantalón. Saqué mi topo de mezcal. Me hacía mucho bulto y
no me dejaba sentarme tranquilo, por eso lo recargué en una piedra que estaba
enfrentito.
Yo no debía beber. Eso pensaba cuando
pasó Melesio arriando unos burros cargados de leña y me pidió un trago. Se
sentó en cuclillas y agarró la botella de su cuenta. Bebía tan sabroso que
hasta me dieron ganas de arrebatársela, pero no era tan cobarde. Cuando me la
devolvió la puse cerquita pero no la probé.
Hablamos de muchas
cosas, y entre plática y plática, me chupé un pedazo de quiote que me regaló.
Tenía la garganta seca y eso me refrescó un poco. Dejé los bagazos como ixtles.
Luego me preguntó por
mis versos y no me hice del rogar. Con el gusto tan grande que se siente en
estos casos, se los fui diciendo uno por uno, mientras él miraba al fondo del
arroyo y echaba tragos. Cuando acabé, Melesio se arremangó el sombrero y me
dijo muy serio:
-Mira, Cleto, yo no sé por qué, pero tus versos ya no son los de antes.
Parece que perdieron la tonada.
Yo me quedé callado. Sus
palabras me cayeron como una cuchillada. Un sudor helado me recorrió el
cuerpo y en vez de respirar, sentí que algo me roncaba en el pecho. La vista se
me nubló cuando agarré la botella.
Estuve un rato recargado
en la anacua con la vista en el suelo. Melesio arrió sus animales y se fue. No
quise mirarlo de frente. El ruido que hacían los burros cuando resbalaban sobre
las lajas grises del arroyo me retumbaba en la cabeza. Las moscas que devoraban
las cecinas me zumbaban en las orejas y quise caerme… ¡Mis versos no tenían
tonada!
Agarré la botella con
todas mis ganas y me prendí como becerro encalmado... ¡Qué me importaba el
patrón!
Para mí, que soy solo,
mis versos son mis hijos. El patrón quería que dejara el mezcal para que
perdieran la tonada, pero yo no iba a dejarme.
Me acabé la botella y
luego saqué la anforita que escondía siempre entre las cecinas. Me la bebí y
mis dolores se fueron.
De lo que pasó después,
no me acuerdo muy bien. Dice mi compadre Nicolás que me puse a gritar en medio
de la plaza y que la gente se amontonó para oír mis versos.
El patrón me corrió.
Pero como desde ese día mis versos no han vuelto a perder la tonada, no me
importa.
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