Hubo un tiempo en que
creí seriamente poder llegar a ser un gran corresponsal extranjero si se me daba una oportunidad.
Escribí, por lo tanto, una elegante carta en
finísimo papel a cierto diario importante de mi tierra, detallando mis grandes habilidades
y mi vastísima experiencia, para terminar solicitando, con mucha modestia, la chamba
que tanto ansiaba.
El editor, sin duda, un
hombre muy ocupado, aunque muy amable, contestó como sigue: "Mándeme
reportaje sangriento, bien jugoso, al rojo vivo, y si es posible, referente a algún
episodio en que el matasiete Pancho Villa tenga el papel principal. Pero tiene
que ser sensacional, candente, incendiario."
Esto me cayó bien,
pues ya varias veces había sido prisionero de guerra de Villa y en tres
ocasiones hasta se me había advertido que se darían órdenes de que fuese
fusilado a la mañana siguiente, si persistía en ser un "entremetido, inoportuno e indeseable, y además por andar husmeando lo que no me
importaba". Sin embargo, nunca había presenciado episodio alguno con mucha
sangre, al menos la bastante como para complacer al sediento editor.
Era a mediados de
1915, después de la toma de Celaya, cuando yo me encontraba en la industriosa
ciudad de Torreón. Una mañana estaba parado en la banqueta muy cerca de la
entrada del Hotel Principal, donde me había hospedado la noche anterior. Salí a
ver cómo estaba el tiempo y a llenarme los pulmones de aire fresco mientras
llegaba la hora del desayuno.
Pues bien, ahí estaba
yo parado contemplándome las manos y pensando que las uñas ya aguantarían una
recortadita. Mientras tenía las manos extendidas con las palmas para abajo, una
espesa gota roja salpicó mi mano izquierda. En seguida otra gota igual, roja y
gruesa, cayó sobre mi mano derecha. Miré hacia arriba para ver de dónde podría
venir esa pintura, pero antes de poder descubrir algo, cayeron sobre mis ojos,
cegándome temporalmente, unas cuantas gotas más, extraordinariamente gruesas,
que rebotaron en mi nariz. Usé mi pañuelo para limpiarme los ojos, y al ver al
suelo noté que ya había seis charquitos de esa espesa pintura roja tan
repugnante. Una vez más miré hacia arriba y vi que, precisamente sobre mi cabeza,
había una especie de balcón. Eso me convenció de que algún obrero debía de
estar pintando la barandilla de dicho balcón y que el tal tipo desde luego
debía ser un sujeto bastante descuidado.
Empujado por mi deber
cívico, caminé hacia la calle, hasta cerca de la mitad, desde donde podía ver
mejor el balcón y gritarle al tal pintor que tuviera más cuidado con su
trabajo, pues podía fácilmente arruinar los trajes nuevos de las damas que
salieran del hotel.
No era pintor alguno
que trabajara en el balcón. Tampoco era pintura la que caía tan libremente
sobre los huéspedes del hotel que entraban y salían. Era algo que yo no
esperaba ver tan temprano y en una mañana tan hermosa y apacible.
La barandilla estaba
hecha de hierro forjado en un estilo fino y bellamente trabajado. Sobre cada
uno de los seis picos de hierro de dicha barandilla estaba ensartada una cabeza
humana, acabada de cortar. El hotel tenía cuatro balcones iguales, a cada uno
de los cuales se podía llegar por una ventana estilo francés que daba desde el
cuarto, y cada balcón tenía seis picos de hierro y cada uno lucía un adorno
igual.
Horrorizado me
precipité hacia adentro a ver al dueño del hotel, esperando encontrarlo desmayado
o en agonía. Solamente se encogió de hombros y dijo con displicencia:
—Eso no es nada nuevo, amigo. Si no hubiera nada que ver esta mañana,
eso sería una gran novedad. Pero eche una mirada al otro lado de la calle. ¿Qué
ve? Sí, un restaurante, y muy cerca de los ventanales Pancho y sus jefes están
desayunando. Panchito, sabe usted, es de muy buen diente, pero no se le abre el
apetito si no tiene esta clase de adorno ante sus ojos. Fíjese en ese coronel
de bigotes que ve ahí. Se llama Rodolfo Fierro. Él es quien cuida que el adorno
siempre esté listo al momento de
sentarse Panchito a desayunar.
—¿Quiénes son esos pobres diablos ensartados allá arriba? —pregunté.
—Generales y otros oficiales de los bandos opuestos que tuvieron la
mala suerte de perder alguna escaramuza y caer prisioneros. Siempre hay un par
de cientos en la lista de espera, así es que Pancho puede estar seguro de su
buen apetito todos los días.
—Bueno, pues eso sí que es noticia para enviar a la gente de allá del
otro lado del río
--contesté--, pero, óigame, noté una cabeza que a mi parecer no
es la de un nativo, sino más bien como la de un extranjero, un inglés o algo
por el estilo.
—No, no es la cabeza de un inglés la que vio —dijo el hotelero con su
fuerte acento norteño, al mismo tiempo que se me acercaba tanto que su cara
estaba casi pegada a la mía mientras hablaba—. No, no es un inglés. No se
equivoque usted, amigo. Es la de un cabrón tal por cual corresponsal de un
periódico americano. ¿Por qué tiznados tienen
estos gringos que meter sus mugrosas narices en nuestros asuntos? Es lo que
quiero yo saber. Por lo que yo he visto, ellos tienen en casa bastante cochinada
y podredumbre, tanta, que ya mero se ahogan en ella. Pero estos malditos
gringos nunca se ven su cola. Siempre andan metiéndose en los líos de otros.
¿Qué tiznados hacen aquí? Si quiere saber, amigo, le diré que bien merecido se
lo tiene ese ensartado allá arriba. Que sirva aquí de algo útil; nosotros
siquiera los usamos para aperitivos de Pancho. Es para lo que sirven. Sí, señor;
esa es mi opinión sincera.
Pulí esta historia
cuidadosamente, la escribí a máquina en el papel más caro que pude encontrar, y
la mandé por correo esa misma tarde al editor aquel tan amable. A vuelta de
correo tenía su respuesta. También mi reportaje devuelto. En lugar de adjuntar
la acostumbrada nota impresa rehusándolo, se había tomado la molestia de
escribir unas cuantas líneas personalmente como acostumbran hacerlo los
editores amables para hacerle sentirse a uno mejor.
Aquí están. Las
líneas, quiero decir, no los editores amables. "Su reportaje no tiene interés
para nutridos lectores. Le falta jugo, sangre, y no es movido. Peor todavía, Pancho
ni siquiera toma parte activa en él. Por mi larga experiencia como editor le
sugiero olvidarse de llegar a ser corresponsal extranjero. De Ud. atentamente,
El Editor".
Seguí el honrado consejo de ese
editor tan amable y me olvidé completamente de llegar a ser corresponsal extranjero para un periódico
americano, y creo que esta es la razón por la cual todavía conservo mi cabeza
sobre los hombros, siendo que Pancho tiempo ha que fue a su último descanso sin
la suya.**Tomado del libro de cuentos "CANASTA DE CUENTOS MEXICANOS"
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