martes, 27 de junio de 2017

Sandunga, Mamá, por Dios -2010- (Rebeca Orozco)



Juana Catalina se miró al espejo por tercera vez y decidió colocar sus dos trenzas a manera de diadema sobre la cabeza. Don Porfirio estaba por llegar. Se miró de nuevo. Frente a sí descubrió una reina zapoteca. Soberbia, orgullosa. Sus rangos eran como las subidas y las bajadas de la sierra: precisos, eternos, portentosos.

--¿La interrumpo, doña Cata? –dijo Rosa, la criada, bajo el marco de la puerta de la habitación. Estaba extenuada.Había pasado todo el día sacudiendo tapetes y fregando pisos--. Le informo que ahora sí vino más gente que la vez pasada a fisgonear. ¡De mirones está lleno el mundo!

Juana Cata se asomó a la ventana. Cada vez que Porfirio la visitaba, se repetía la escena: indígenas de San Blas y de otros barrios se acomodaban alrededor de la casona para esperar al gobernador. Veneraban a Don Porfirio como si encarnase a Cocicopij, último gobernante de Tehuantepec. Los criollos y mestizos, en cambio, no querían al Pelón Díaz porque era liberal, porque el demonio de Juárez lo había puesto a dirigir los destinos del istmo.

--¿Ya vio, señora? Esos malcriados se acomodaron en los escalones de la entrada. ¿Por dónde creen que va a pasar nuestro gobernante?

--Al señor Díaz, nada ni nadie lo detiene. ¿No te acuerdas, Rosa, que fue él mismo quien movió cielo, mar y tierra para que el tren de la compañía Luisianesa pasara exactamente frente a la puerta de mi casa?

--Como no, señora, si no se hablaba de otra cosa aquí en Tehuantepec. Bueno, doña Cata, me voy a la cocina… ¿se le ofrece algo?

--Dile a Tulia que vigile bien el mole de camarón seco, no se le vaya a salar.

Dieron las siete. El silbido del tren se escuchó cada vez más cerca. Al fin, con ruido estrepitoso, se detuvo frente a la mansión de la india zapoteca y, siguiendo el ritual establecido cuatro años atrás, el gobernante descendió ceremonioso del  vagón decorado con terciopelo rojo. El hombre llevaba puesto un uniforme de gala militar y portaba una brillante espada. Los indígenas se arrodillaron y recitaron loas en lengua prehispánica. Acto seguido, se abrió paso entre la gente que ocupaba la escalinata y desapareció tras el portón de madera dejando una caravana de inquietudes. ¿Qué haría don Porfirio dentro de la casona? ¿La visita tenía que ver con secretos de guerra o espionaje? ¿Era cierto que el gobernador venía a solicitar los remedios herbolarios de la hechicera?

La joven lo esperaba sentada en un sofá Luis XV de avellano. La elegancia del huipil de seda rojo carmesí, bordado en oro, y de la falda a rayas color verde se multiplicaba en los espejos. Don Porfirio se sentó a su lado. La abrazó. Estaba orgulloso, había mandado construir para ella la casona al estilo francés. La más bella de Tehuantepec. Tenía salón principal, comedor para veinticuatro personas, seis habitaciones, jardines y un par de caballerizas. Los muebles habían viajado por barco desde Francia al igual que la porcelana de Checoslovaquia.

--No te quedes ahí parado, Porfirio. Estás en tu casa –advirtió coqueta mientras observaba la serie de medallas que adornaban el pecho del capitán--. Ven a sentarte.

Juana Catalina recordó entonces cuando lo vio por primera vez en casa del juez Avendaño. Ella jugaba al billar, muy quitada de la pena, con un padre dominico y un empleado de correos. Estaba a punto de hacer una carambola cuando los nobles rasgos indígenas del visitante y su porte la impresionaron  hondamente. El cuerpo fuerte y atlético del político le causaron aspavientos incontrolables. Ella tenía diecinueve años y él, veinticuatro. No en vano, se enteraría después, Porfirio se ejercitaba cada mañana en su gimnasio particular, hacía natación y gustaba de escalar los cerros. En ese entonces ella se dedicaba a torcer cigarros de hoja y a venderlos en los cuarteles. No tenía todavía La Istmeña, una tienda que había resultado muy próspera.

Pasaron al comedor. Juana Cata solía comer en una vajilla de barro heredada de su abuela, pero cuando aquel hombre la visitaba le daba gusto: mandaba colocar la mesa con vajilla de Murano y copas de Bacarat. Mientras comían las cebollas rellenas de carne, platicaron de una cosa y de la otra hasta que llegaron al tema ineludible de la guerra.

--No aguanto más. Todos los días debo librar un combate contra esos hijos de su…

--Calma. Es muy malo tragarse uno solo los corajes.

--La muina me domina, mujer, ¿qué quieres que haga? Para colmo, cuento solamente con cincuenta hombres, algunos de Juchitán, otros de… ¡mi ejército es raquítico!

--Yo te puedo ayudar. Mira, ya lo pensé bien. Voy a dar una donación para pagar la soldada liberal.

--No, Juana Cata, de ninguna manera –declaró ofendido.

--Estoy decidida. Ni tú que eres el gobernador, me va a hacer cambiar.

--Ay, Cata. Eres terca como una mula. Con que seas mi informante es suficiente.

--No me cuesta nada, Porfirio. Ya sabes que las clientas principales de La Istmeña son las esposas de esos mochos desgraciados y lo único que yo hago es sacar provecho de la situación. Si las vieras, no paran de hablar y todavía más cuando les regalo sus copitas de mezcal.

--De todos modos, ya establecí una policía secreta. Prefiero que ellos me informen. No te vayas a meter en un lío, mujer. ¿No ves que no puedo más? Lo que más me inquieta es que estoy incomunicado con la Ciudad de México. No recibo ni instrucciones ni ayuda de nadie. Me veo obligado a pensar por mí. Hace meses que no sé nada de Juárez.

--Mira, Porfirio, la falta de ayuda te obliga a pensar por ti. A decidir por ti, a convertirte en gobierno.

El hombre observó, casi con veneración, los ojos de la joven. Amaba con vehemencia a aquella mujer que acompañaba los tamalitos de iguana con vino francés y que hacía el amor como una perfecta estratega: él no adivinaba nunca cómo ni por dónde lo iba a sorprender. De pronto, su vista se anegó. A pesar de ser uno de los militares más aguerridos del país, le daba por llorar en situaciones íntimas. Cada vez que pensaba en la noche en que ella rechazó su petición de matrimonio se le salían dos o tres lágrimas. Juana Cata le había dicho que no podía casarse con él porque las tehuanas son dueñas de sí mismas y de nadie más.

Al terminar sus copitas de champaña, entraron a la recámara. Una colcha blanca llena de encajes y media docena de almohadas los esperaba. Juana Cata se fue quitando el collar de monedas de oro, las arracadas, el huipil, la camisola; mientras, Porfirio se sentó a observarla desde una mecedora. Dentro de esa habitación la vida era una delicia. Puras faldas y listones. De pronto, la excitante ceremonia se desbarató: gritos de angustia llegaron del exterior, llanto de niños, relincho de caballos. Imprudente, la criada tocó la puerta de la habitación:

--¡Señora! ¡Señoraaaa!

--¡Qué pasa, Rosa! ¿Cómo te atreves a…?

--Unos soldados rodearon la casa, señora. ¡Piden la cabeza de don Porfirio!

--¡Santo, Dios! –gritó la mujer atemorizada.

--No te aflijas Cata, no se van a burlar de mí esos idiotas.

--Pero… ¿qué vas a hacer?

Porfirio se levantó de la mecedora de inmediato, cerró los ojos, se apretó las sienes con los dedos y luego de unos segundos comunicó a la joven y después a la servidumbre de la casa su plan de acción.

Obediente, el mozo abrió la puerta principal de la casa para dar el aviso:

--Dice la señora Juana Cata que se rinde. Que no soporta ver su santo hogar en estado de sitio y que, si quieren entrar, que pasen sin hacer mucho alboroto.

El jefe conservador esbozó una sonrisa de triunfo y ordenó a un grupo de soldados que entraran a la casa para tomar prisionero al gobernador. Ocuparon los dos pisos mientras la dueña, sentada ante un piano, tocaba La Sandunga, la melodía que desde la infancia le daba fuerza. Telas de seda bordada y crinolinas la envolvían hermosamente. Tras largos minutos, los soldados no habían encontrado a don Porfirio. Con ahínco lo habían buscado en el sótano, en el ático, en los roperos. Nada.

--¡Porfirio! ¿Sales o te hacemos salir? –amenazó el jefe disparando un balazo contra un candil. Infinidad de pedacitos de vidrio cayeron sobre el pasillo.

--¡Dios santo! ¿Qué hace? –protestó Juana Cata espantada. Para darse fuerza, la joven reinició La Sandunga. Las manos le temblaban. “Ay, mamá, por Dios, no seas ingrata, mamá de mi corazón”.

--Le ordeno, señora, que se ponga de pie y me diga dónde escondió al gobernador –exclamó el hombre exasperado. El aliento fétido del militar calentó el rostro de la muchacha.

--Uy, señor, si ustedes que son soldados no lo saben, menos yo que soy una pobre zapoteca que no aprendió ni a leer ni a escribir –afirmó, inmóvil, escondiendo la mirada entre las teclas del piano.

--¡Embustera! Dígame, por el bien de la nación, ¿lo ayudó a escapar? –amenazó a la joven mientras ésta, muda, continuaba interpretando torpemente La Sandunga.

--Mire, señora, por última vez, si no me dice dónde está su amante…

--¿Amante? Me ofende. Ésas son puras habladurías –protestó con valentía--. Si el señor Díaz vino a visitarme fue porque tenía una fiebre muy peligrosa y me pidió que le preparara atole real, el de los antiguos señores zapotecas…

--¡Por última vez! ¿Dónde está el canalla? ¿No me va a contestar? ¡Carajo! Tengo a mi gente fuera y dentro de la casa… ¿en dónde está el machito ese?

--Tengo entendido –explicó Juana Cata con fingida inocencia—que el señor gobernador es famoso por sus escapadas. O qué… ¿no lo sabía?

--¿Qué quiere decir? ¡Hable y deje de tocar ese maldito piano!

--Por ahí dicen que don Porfirio es muy bueno para disfrazarse –manifestó la joven retando por primera vez al soldado--. A lo mejor esta vez se disfrazó de soldado conservador y…

--¡Condenado liberal! ¡No debe andar muy lejos! –enunció colérico y, luego, alzando la voz, dio órdenes a sus soldados de que salieran a buscar al enemigo.

Los militares salieron de prisa. Rabiando. ¿Cómo era posible que el mala entraña de Porfirio se les hubiera escapado frente a sus narices? A través de la ventana, Juana Cata los vio montar sus caballos y dirigirse hacia el cerro.

--Ya puedes salir, Porfirio –indicó Juana Cata extenuada. Había tocado La Sandunga más de veinte veces.

El capitán salió a rastras de debajo de las enaguas de doña Juana Cata. Estaba embriagado, feliz. En su vida había conocido mejor refugio. El paraíso. Una nueva victoria para los liberales.




**Tomado de la antología de cuentos: “LAS REVOLTOSAS”, realizado por el grupo de escritores Taller Monte Tauro.