lunes, 24 de marzo de 2014

Las Fuerzas Vivas -1955- (Gastón García Cantú)


En el patio del Palacio Municipal, tenía lugar un banquete. Los arcos de piedra gris habían sido adornados con enramadas de las que caían canastillas con palmas. Sobre las cornisas, los pequeños escudos azules y amarillos, que eran los colores de la ciudad, lucían fechas e iniciales. Al fondo del patio, cubriendo la gran escalinata de mármol, estaba el retrato del mandatario. No era una obra maestra. Algunos invitados juzgaban que los rasgos enérgicos del mentón, si bien los había entendido el pintor, no eran del todo exactos. Los ojos carecían de brillo y malicia, cualidades que el secretario particular calificaba de atributos del genio. El gesto había sido alterado por acentuar, más de lo permitido, dos arrugas al borde de las comisuras. Era él, decía un diputado, pero no exactamente él. Nadie ha podido pintar con fidelidad a nuestro jefe.
—¿No cree usted? —dijo un regidor.
—Es posible… es posible —respondió el diputado, y dio las espaldas al que se quedó mirando el retrato con visible empeño por descifrar lo que había en esa cara de la fuerza que, según él, a todos dominaba.
A unos metros del zaguán, la escolta de la gendarmería formaba una valla. Hacia la derecha, la banda del municipio tocaba la obra favorita del presidente municipal: la obertura de Tanhausser.
Al oír la música, hizo una señal a Garmendia, su secretario, y le dijo:
—Escuche usted, ¿no es imponente esa música?
—Sí, señor —contestó Garmendia—, muy imponente.
Garmendia era delgado, casi enteco. Vestía siempre de negro y tenía la costumbre de responder a las preguntas que le hacían asintiendo con pequeños movimientos de cabeza. Era, según la expresión del presidente municipal, un compañero perfecto. Jamás discutía; siempre aseveraba.
Los políticos habían advertido su hábito, y uno de ellos, dándole de palmadas en un hombro, le dijo cierto día una frase que Garmendia rumiaba a todas horas: “¡Usted llegará muy lejos, pero muy lejos!”
En el patio, a un lado de las mesas, un grupo de diputados formaban corrillo casi íntimo. La voz de Alfonso Sánchez sobresalía de todas por el timbre que sus amigos calificaban de barítono. Sánchez lo sabía y modulaba frases sin cesar.
—Cierta vez —alzó la voz más de lo tolerable— en que meditaba sobre el destino de nuestro estado, observé a nuestro jefe y me dije: ¡Donde está él, allí está la Revolución! ¡Compañeros —les dijo en deliberada oratoria—, ésa debe ser nuestra divisa!
—¡Claro —asentían los del corrillo—, claro que sí!
—Siempre dices lo que todos pensamos —sentenció Gómez, un líder obrero—, por eso ya eres nuestro paladín. Claro… El es nuestro guía.
La banda redobló sus esfuerzos. El presidente municipal respiraba profundamente.
—¡Qué músico ese Wagner!
—¿Alemán? —preguntó el secretario.
—¡Desde luego, y de los prusianos, Garmendia, de los prusianos!
El tesorero del municipio se acercó a ellos, para decir al presidente, visiblemente preocupado: “¡Señor, no han llegado los invitados de honor!”
—Eso veo, Rodríguez, eso veo…
—Pero no debemos preocuparnos. Don Luis tiene el encargo de hablar por teléfono con todos ellos.
—¿Cree usted que vengan?
—¡No faltaba más! … ¿O piensa usted?…
—No señor, yo no pienso… ¡Esperaremos, señor, esperaremos! ¡Ya vendrán!
El presidente municipal presintió su desastre si no llegaran los banqueros, los industriales, los comerciantes y las honorables colonias extranjeras. “No —se decía—, eso no podía suceder. Todos habían aceptado que la muerte de don Francisco Márquez había sido por móviles pasionales. ¡Sólo los rojos habían señalado al jefe como autor del crimen! ¡Quiera Dios, y los maten a todos, sobre todo a éste…!” En el instante de su petición entraron los de la Sociedad de Comerciantes.
—¿Cómo está usted, don Manuel?
—Compañero, ¡cuánto gusto!
—¿Compañero?
—Sí. . . De presidente a presidente…
Rieron los presentes y la voz de Garmendia se oyó como en sordina:
—¡Qué ingenio! ¡Qué ingenio!
—Pasen, señores, pasen —decía el presidente municipal—. Garmendia, atienda usted por favor a nuestros invitados como se merecen.
Minutos después entraban los banqueros y, atrás de ellos, el grupo de industriales. No tardaron en seguirlos los magistrados y los jueces.
El presidente municipal tenía para todos abrazos, apretones de manos, sonrisas y frases de agradecimiento. En el colmo de su alegría, ordenó que, por segunda vez, la banda tocara la obertura de Tanhausser.
Respirando profundamente, veía el patio iluminado y a las personas que sólo él, y nadie más que él, había invitado.
“El acto político más importante de la época”, se repetía sin cesar.
El tesorero, muy agitado, se acercó para decirle:
—¡Señor, el poeta Castillejos no ha llegado…! ¡Es muy capaz de andar borracho!
—¡Maldito sea! … ¡Pero vendrá!
—¿Y si nos abandona?
—¡Eso no podrá suceder! Diga usted a dos o tres mozos y empleados que lo busquen por mar y tierra.
Un clarín sonó agudo y los allí reunidos, obedeciendo a una señal convenida, enmudecieron. “¡Firmes!”, gritó el oficial de la guardia, y por la puerta se anticiparon, casi corriendo, los ayudantes del gobernador.
Rodeado de los que él llamaba sus colaboradores íntimos entró precedido por aplausos y vivas, confeti y flores que caían de los corredores del Palacio.
El presidente municipal se adelantó y casi en éxtasis le dijo:
—¡Señor general, bienvenido!
—¡Qué tal, Manuelito! ¿Qué tal?
Un grupo de empleadas del Ayuntamiento rodearon al mandatario y una de ellas, entre los aplausos de los concurrentes, le puso un collar de flores en el cuello.
Garmendia, que estaba junto al presidente de la Sociedad de Comerciantes, comentó:
—Es una costumbre de Hawaii, nos decía el poeta Castillejos. Simbólica, ¿verdad?
—No hay duda —contestó el comerciante— que ustedes han ido de acierto en acierto, y ahora, para digno remate de su obra, reúnen a lo que más vale en esta ciudad.
—Es usted muy generoso.
—No, nada de eso, hay que decir la verdad…
Tosió y con cierta gravedad, al sentarse, desdobló la servilleta.
Habían transcurrido 10 minutos. La música no cesaba; tocaba el turno, en el repertorio elegido por el presidente municipal, a la obra predilecta del gobernador: Zacatecas. Cuando hubo terminado, Garmendia se puso de pie para decir:
“Tengo el honor de anunciar que, a nombre de los respetables señores industriales, dirigirá la palabra el señor licenciado Rafael Pinillos.”
Todos aplaudieron. Pinillos, según los propietarios de las fábricas, era un teólogo formidable. Sus estudios eran profundos; “muy profundos”, decía don José Pons, uno de los más ricos, el cual, al oír que Pinillos hablaría, cruzó los brazos y esperó como un devoto.
Pinillos empezó su discurso.
“Quisiera tener el verbo encendido de los guerreros o la voz candente de los profetas, para decir, en frases talladas en rica pedrería, lo que este instante es para la patria… La patria, señoras y señores, que independizara el inmortal Iturbide… La patria que cual madre nos abre sus brazos eternos para decirnos: ¡No por allí, hijos míos; no por el mal camino, sino por el que, sembrado de espinas, conduce a la inmortalidad!”
—¡Bravo! —gritó Pons—. ¡Eso es!
Entre aplausos, Pinillos hizo un ademán de agradecimiento y prosiguió su discurso, para llegar a la parte final que Garmendia consideró, en la síntesis que según él había logrado, el aspecto medular.
“…Si examinamos la historia nacional, veremos que en el escenario del presente sólo hay una figura egregia, vigorosa, y yo diría, aunque para muchos oídos no suene acorde con el bajo y crudo materialismo en que vivimos, espiritual, porque sólo un gran espíritu puede dar las garantías que son necesarias a la fuerza creadora del trabajo: el industrial, y únicamente puede un espíritu abierto y patriota poner un  dique férreo a las garantías de los que exponen, con su capital, todos los riesgos imaginables en esta era de desasosiego y atentados incalificables al derecho natural de la propiedad…”
—¡Claro! —volvió a gritar Pons.
”…El hombre que nos gobierna ha logrado conciliar los intereses sin los cuales una sociedad, como los organismos sin savia fecunda, perecen: el capital y el trabajo. En nuestro estado, esos intereses se dan la mano, se abrazan y comprenden. No existen los rapaces ni los venales… ¡Sobre todo los líderes venales!”
Los aplausos alternaron con las “dianas” que tocaba la orquesta. Pinillos, visiblemente emocionado, continuó:
“¿Qué figura, decía yo, existe en este instante decisivo comparable por su estructura moral con la del hombre insigne —y señaló al mandatario, como dirigiendo los aplausos que los presentes le tributaron de pie—… a este hombre insigne cuya figura podría llevar a la patria, cual nave en mar proceloso, al puerto seguro de la felicidad? ¿Quién sino él podría darnos la paz que nos han escatimado estériles; pugnas, luchas fratricidas? ¡Brindemos porque tenga larga vida y que todas sus acciones sean, como hasta ahora, para el bien que anhelamos!”
Las últimas palabras las pronunció entre los renovados aplausos del grupo de industriales. Al terminar, el general llamó a Pinillos y le dio un abrazo. Pons no pudo más y, casi sollozando, decía a gritos: “¡Ay, si él gobernara en todo el país!”
Un industrial preguntó a Garmendia por el orador siguiente. Garmendia le indicó que esperara y, levantándose de su asiento, proclamó:
“Señor general, señor presidente municipal, respetables señores: el licenciado Miguel Rojas hablará a nombre de la Sociedad de Comerciantes.”
Nuevos aplausos y una pregunta maliciosa de Pons a un comerciante:
—Cada quien es notable en lo suyo —contestó el comerciante—: Pinillos por su profundidad y Rojas pues por su erudición…
Rojas empezó con estas frases:
“Si yo hubiera tenido la dicha de contemplar el Coloso de Rodas, las estatuas de Hércules, las carabelas de Colón o el estandarte de Carlos V… ; o hubiera asistido, mudo de asombro, a la batalla de Wagram, y admirado al gran Corso, o estado cerca del Gran Capitán en sus campañas de Italia.. . ; o entre las filas de don Hernando de Cortés, que traía en su armadura el polvo de los siglos de la civilización europea…, no tendría, como no hubiera tenido ante paisajes miliunanochescos, tantas y tan magníficas cosas como tengo en este histórico momento entre ustedes, comensales ilustres de la por mil motivos ilustre ciudad de nuestros mayores, a la que preside la personalidad recia, marcial, y a la vez comprensiva y generosa, del señor general don Saturnino Gómez, al que no por azar hemos convenido en llamar el hombre fuerte del estado…”
“¡Mucho! ¡Qué bárbaro! ¡Qué erudición!”, decían los comerciantes.
En la parte medular, que dijo Garmendia, afirmó:
”…Sí, nadie duce que en el panorama nacional él es la gran figura. ¿Pero alguien ha reparado por ventura en los que hoy son mandatarios en la América hispana? ¿No vemos acaso ausencia de estadistas entre las hijas del León Español? Es cierto, y no pocos lo dirán, que existen hombres igualmente ilustres, pero ellos no son, ni con mucho, de la dimensión que necesita ahora el mundo para contrarrestar los embates del judaísmo internacional…”
“¡Así es, así es!”, gritaban los comerciantes. Pons asentía y mostraba cierta inquietud por el éxito de Rojas.
…Comprendamos entonces la obra magnífica de este gran discípulo de Marte y veamos en sus ideas las señales luminosas que, cual faros gigantescos, nos han de indicar la tierra promisora del orden y el bienestar. ¡He dicho!”
—”¡Bravo!”, gritó Pons, que por fin se había rendido ante lo que calificó de verbo viril: “¡Ante todo el orden!”
La orquesta interrumpió los aplausos reanudando su intervención con un pasodoble. Las aficiones taurinas provocaron una alegría que en el mandatario se tradujo en una pregunta al presidente municipal:
—Oiga, Manuelito, ¿y quién es la joven que me puso estas flores?
—Una empleada de la Tesorería… ¡Ah, qué general!, a usted no se le escapa una, ¿verdad?
—Ya veremos, ya veremos… A lo mejor le pongo yo otro collar… pero de perlas.
—No faltaba más… ¡A su salud, señor!
Garmendia se levantó nuevamente, y por una señal convenida con el presidente municipal, anunció al orador del gobierno, “al excelso poeta Luis Molinar”.
“Yo hubiera preferido —expresó Molinar—, en esta solemne ocasión, traer unos versos. Como poeta, no sé hablar de otra manera, pero quizá la emoción del instante no sería coherente con la rima, aunque pido a las musas, y sobre todo a la preferida de mi corazón, que me ilumine como a aquel viejo bardo que, mudo ante la belleza, prefirió, antes de pronunciar palabra, que de sus ojos rodaran dos gruesas lágrimas por toda oración… ¡Señoras y señores!: En esta mañana esplendorosa, en el marco de la comprensión y la gratitud de los hombres más importantes del estado, mi magín se halla prisionero de graves emociones, al oír a tan magníficos oradores y al palpar lo que es la caballerosidad y la hidalguía de una raza que tiene por don divino hablar en la lengua de los artistas y los pensadores… ¿Cómo expresar lo que siento si yo soy, por privilegio, uno de los discípulos de este hombre que lleva en sus manos bondadosas y enérgicas el timón de la tierra de nuestros antepasados? No puedo sino decir: Aquí estamos, señor, tus fieles servidores, tus amigos y correligionarios, a los que tú enseñaste el camino rectilíneo, el camino amplio y magnífico, la senda esplendorosa llena de luz y gloria…”
La orquesta, en lo que Pons calificó de oportunidad inigualable, tocó sucesivas “dianas” El grupo de los diputados aplaudía de pie.
Molinar continuó:
“¿Es acaso este hombre el más importante del país y uno de los más grandes de Hispanoamérica? ¿No es acaso reducir su figura a las fronteras de una época determinada? ¿No estamos limitando su influencia a la esfera del Continente descubierto por Colón?”
“Sí, sí”, se oyeron las voces.
“¿No es nuestro hombre igual a los grandes de otras naciones? ¿No nació por ventura en la ciudad que es llamada con justicia la Atenas de América? Comparémoslo con otros héroes y estadistas de la vetusta Europa…”
“¡Viva Franco!”, gritó Pons; grito que fue coreado por los asistentes.
Sí, él es de la misma dimensión de los egregios, de los inconmensurables. La patria, en la lámpara votiva de los elegidos, tiene ya un sitio para él, que la engrandece y la ama. ¡Salud y loor a nuestro gobernador!”
“¡Viva! ¡Viva!”
Los brazos del mandatario cayeron como tenazas en el delgado cuerpo de Molinar.
—Gracias, señor, gracias —decía Molinar.
—Anda, hijo, bébete ésta a mi salud.
—Gran muchacho —afirmaba el presidente municipal. —Ya lo creo —contestó el mandatario—, como que lo escogí yo.
—Usted tiene a los hombres más capaces, general —le decía uno de los industriales.
—Hombre —contestó el general—, no faltaba más.
El presidente municipal llamó a Garmendia, le dijo algo en voz baja y éste fue a llamar al poeta Luis Castillejos, el cual, como era su costumbre, se había sentado al extremo de la mesa. Al pasar Garmendia por donde estaban los diputados, el líder obrero lo detuvo para decirle que ellos deseaban que hablara Sánchez, el gran orador de la Cámara.
—No es posible —replicó Garmendia—: el mismo general conoce la lista de los que van a hablar y no podíamos nosotros, de nuestras pistolas, agregar otro más; disculpe usted al Ayuntamiento, compañero; apelo a su buen juicio… Usted sabe cómo es el jefe cuando se hacen cosas a las que no ha dado su visto bueno…
—¡Ni qué decir, Garmendia, ni qué decir! Si es así, nosotros nos disciplinamos… ¡Ni hablar, compañero, ni hablar!
—¡Castillejos! —dijo Garmendia—, es tu turno. Don Manuel quiere que hables en la mesa principal.
—¡Vamos! ¡Y que el Olimpo nos proteja!
—¿Quién? —dijo uno de los empleados a otro que masticaba sin cesar.
—Olimpia… Ha de ser alguna de las mujeres con las que anda… Ya sabes cómo es.
—¡Ajá!
“Señores —dijo Garmendia—, a nombre del honorable Ayuntamiento, que digna y acertadamente administra don Manuel Domínguez, hablará el célebre bardo Luis Castillejos”.
Los aplausos según afirmó Garmendia, habían sido débiles; y la causa, agregó, había que atribuirla a la vida de Castillejos, la cual para personas como don José Pons, era escandalosa; aunque nadie podría dudar de su talento. I’
Castillejos empezó:
“Lo que se ha dicho aquí, señoras y señores, puede afirmarse que es una parte de la historia que un genio, con pluma iridiscente, escribirá en el libro de oro del porvenir. Es verdad, verdad que califico de vertical, que nuestro mandatario es el hombre más importante del país, que su egregia figura sobresale entre las veinte repúblicas hermanas y que, comparando su concepción, antojáseme decir clásica, del orden con las de otros grandes del mundo, no cede ni en fuerza ni en oportunidad, ni en hombría ni en sano patriotismo, ante la de nadie, por muy alto que esté, en la historia que vivimos. Estamos señoras y señores, ante un hombre que los escultores de la antigüedad hubieran esculpido en itálico mármol, cabalgando por campos de amaranto en los que el enemigo de hoy, el comunismo ateo, cual dragón de siete cabezas, hubiera sido vencido y traspasado por la espada de su energía y entereza…”
“¡Bravo!”, gritaban los presentes. Pons dejó de aplaudir para decir a Garmendia:
—”Es un gran poeta. ¿Conoce usted su elogio a los perros?”
—Sí… sí…
“Mas yo pregunto —continuó Castillejos—: todo lo que disfrutamos señoras y señores, la paz, la tranquilidad y las garantías de la propiedad, ¿a quién las debemos? ¿De quién es la virtud que hizo posible este milagro político?”
Al oír estas palabras, el presidente municipal palideció. Garmendia lo miró con la boca abierta y el mandatario, entrecerrados los ojos, bebió de su vaso otro trago de vino. Hubo rumores y uno de los empleados preguntó a otro, casi en susurro: “¿Al presidente?…”
Castillejos, dominando la situación, volvió a preguntar:
”¿A quién debemos rendir perennes gracias, loas eternas, cantos inmortales? A quién, señoras y señores, sino a don Felipe y a doña María, los que dieron el ser y la vida a nuestro mandatario. A ellos, a los que llamo los muertos sembradores, a los que forjaron como en bronce este carácter, esta energía, este dinamismo que lleva los destinos del estado por sendas de gloria y bienestar. A ellos, y sólo a ellos honrémoslos como en la antigüedad se honraban; veámoslos como símbolos de lo que deben ser las sacrosantas palabras de padre y madre; tomemos su ejemplo y pongámoslo en los corazones de las generaciones venideras para decirles: ¡Así se educa a un hombre!”
Todos, de pie, aplaudían. Castillejos cayó entre los brazos del mandatario que lloraba, balbucía palabras incoherentes y se pegaba en el corazón como señalando: Aquí, aquí…
El presidente municipal llevó su pañuelo a los ojos humedecidos, y Garmendia, haciendo esfuerzos, se acercó a él:
—¡Todo un éxito, señor, todo un éxito!
Pons, conmovido, no cesaba de aplaudir. Al llegar junto a Garmendia, casi gritó:
—¡Casta de hidalgos, Luisito, casta de hidalgos!
—Y todo esto —le contestó Garmendia— es obra de las fuerzas vivas, don José, más vivas que nunca.




**Tomado del libro “LOS FALSOS RUMORES”

lunes, 10 de marzo de 2014

El Gran Sordo de Tepotzotlán -1984- (Luis Reyes de la Maza)


Al terminar la representación de la obra intitulada El gran inquisidor original de Hugo Argüelles, en la iglesia de Tepotzotlán, y a pesar de que era casi la media noche, me dirigí lleno de angustia a buscar a un médico amigo mío que es otorrinolaringólogo. Lo encontré en un bar de la Zona Rosa y le expuse mi problema con lágrimas y suspiros. ¡A los 40 años de edad me estaba quedando sordo! La parálisis que tenía en esos momentos en la espalda no me importaba tanto, porque sabía que era debida a la posición que mantuve durante hora y media en una incómoda silla para poder ver las cabezas de los actores, puesto que ninguna iglesia estuvo pensada con las comodidades de los teatros modernos, y si se colocan hileras de sillas es lógico suponer que después de la tercera fila ya nadie puede ver nada, ni siquiera sometiendo la espina dorsal a la tortura infinita a que la sometimos cuantos estábamos esa noche en la hermosa iglesia. Mi amigo el otorrinolaringólogo preguntó cuáles eran los síntomas de mi sordera, a lo que yo contesté que no había escuchado nada durante la representación de El gran inquisidor. Y le relaté lo sucedido:
                Llegué a Tepotzotlán siendo aún un viejo joven, lleno de optimismo y de amor por el teatro, sin importarme la pavorosa cantidad de smog que se respira en el trayecto y comiéndome un muégano que había comprado en Plaza Satélite. Al llegar a la maravillosa portada churrigueresca, después de caerme seis veces debido a la oscuridad reinante desde mi coche hasta la entrada de la iglesia, pude adivinar, más que ver, una compacta multitud de damas y caballeros enfundados en gruesos abrigos que se prensaban contra las grandes puertas en espera de que las abrieran. Pronto me vi igualmente prensado porque más damas y más caballeros llegaban sacudiéndose el polvo que les había quedado en los abrigos después de caerse varias veces por la ya anotada oscuridad. De pronto una de las puertas se abrió y aquella multitud cayó dentro de la iglesia, que refulgía con sus retablos dorados. Fui arrojado al piso, pisoteado, vapuleado y escarnecido por una horda de seres civilizados a los que en esos momentos no les importaba otra cosa que no fuera apropiarse de una silla. Cuando pude reaccionar y buscar a mi vez un asiento, ya las 15 primeras filas estaban ocupadas. Me senté donde pude y contemplé un hermoso espectáculo: fueron invitadas 500 personas más de las que lógicamente cabían, de manera que iban y venían desde el altar mayor hasta el sotocoro con aire ausente, mordiéndose las uñas, gritando a algún desconocido, elevando preces a cualquiera de los muchos santos  que adornan los altares para que apareciera por milagro un lugar donde sentarse. Alguien tuvo una idea: en la hostería quizá hubiese sillas; y allá fueron los elegantes caballeros que llegaron hasta Tepotzotlán en lujosos automóviles y las enjoyadas damas de abrigos de piel, a cargar cada quien su silla. Que fray Tomás de Torquemada les otorgue indulgencia plenaria por su candidez.
                Se apagaron los reflectores y aparecieron en el altar mayor  un cardenal, un jesuita, un franciscano vestido con hábito azul en lugar de café y un agustino encapuchado como penitente de procesión en Viernes Santo. Y comenzaron a hablar. ¡San Francisco Javier, patrono de Tepotzotlán, ayúdame! ¡Allí fue donde perdí el sentido del oído! Fue tanta mi impresión que puedo reproducir casi al pie de la letra lo que mis oídos escuchaban, por así decirlo:
                Cardenal Visitador (Miguel Gómez Checa):
“Trisondísimo noslemes pordiunculo en este porminto, y ya que el prosentacumelo ha dicho que mobetimoemos el clamintiolo,  no nos queda otro metrisentimeno que jufesinar el manvitiolo el   pediculisímo.“
                Agustino (Emérico de Borbón, quien con semejante nombre era ya mucho pedirle que hablara bien):
“No, ferismino cardiuchiomo, recutiminio el podertesto y engermino ante un lidionismo del altar señumento entrigésimo punfiolosión, y sobre todo,  ¡fenostímisimo refugeratium en el pintrosium!
Franciscano (Guillermo Gil):
“¡Protesto! ¡Enferisimo señor, contraminosión del ya citado prebilerio, está claro que el sofideración del cunclimiento nos lleva a pentimiar que el vigardino es un klamotion y un guifardiño!”
                Jesuita (Carlos Cámara):
“Ruego a los señores del jufardo que tengan climontionsimo del jugardio, ya que Tomás de Torquemada fue un hifímosio salido de los avernimonios del samibimiento eclerostico de la figurada etérea.”
                Y así siguieron hablando durante diez o doce minutos, en ese dialecto del que apenas podía yo pescar palabras aisladas. ¡Angustiado busqué a mi alrededor a ver si en el resto de los asistentes notaba yo el desasosiego que a mí me invadía! Nada, todos miraban a los actores, o lo que se podía ver de ellos, con rostros muy serios y muy atentos. ¡Ellos sí escuchaban y entendían, y yo no! De pronto don Rafael Solana, que estaba en la fila inmediata a la mía, se levantó y salió de la iglesia con una gran dignidad. Estuve tentado a seguirlo, pero “el qué dirán” me mantuvo pegado a mi incómoda silla, y la curiosidad por saber si mi sordera era algo momentáneo o ya sería para el resto de mis días. Enderecé aun más mi pobre columna vertebral y alcancé a ver a unos encapuchados vestidos de blanco que con velas en las manos entonaban algo que quería recordar a los cantos gregorianos. Como jamás he entendido una palabra de latín y menos en los cantos litúrgicos, no me importó gran cosa no entenderles nada. Luego volvieron a hablar los actores:
                Cardenal: ¡Ifigento del mentimión en la ferusitiva anhelante del pedisificulo esdudal!
                Jesuita: ¡No! ¡Hidosifil mañanico ante la repulsión ifijofimica del indroatilio sacrílego!
                Agustino: ¡Cantioni mulabai indifosión del carente irremanibilio cuando se erujanio acapodici!
                Franciscano: ¡Tened piedad del ingrafilo Torquemada cuando reginsterio en el capernáculo Indostán y en el rejaviso del gratilio dorado!
                Y de pronto, ¡oh, maravilla!, ¡gracias, San Francisco Javier!, una voz clara, potente, lógica, cuyos sonidos penetraban en mis oídos y llegaban a mi cerebro con toda lucidez. Era Ignacio López Tarso el que hablaba y todo se le entendía. El primer actor indiscutible que proyectaba su voz potente, que modulaba, que sabía lo que eran los rudimentos de la dicción y que además actuaba a las mil maravillas en el personaje terrible de Fray Tomás de Torquemada. Pero entonces era peor el sufrimiento de quienes creíamos estar sordos, porque si con los demás actores se hacía uno cuenta que estaba en otro país, ya en los diálogos con López Tarso la angustia crecía:
                López Tarso: ¡Decidme! ¿De qué me acusáis? ¡Maté a más de 12 mil judíos en la hoguera! ¡Fundé la Santa Inquisición para hacer una España más grande y más poderosa! ¿De qué me acusáis entonces?
                Agustino: ¡De frintolión!
                Jesuita: ¡De gariponitilo!
                Cardenal: ¡De primonticunimo!
                Y los coros gregorianos: ¡Laudamoste, laudamoste, kirileisón, cristileisón, miserere no biscum!
                Así transcurrió hora y media. Un perfecto español de López Tarso y un dialecto sefardí o vascongado o infernal de los demás. Ni a Ionesco se le ha ocurrido algo semejante.
                Y estoy seguro de que la obra de Hugo Argüelles es muy buena, y que su dirección escénica en cuanto a movimiento es buena también el día que pueda verse sentado en primera fila, y que si no reparó en que nada se les entendía a los actores, fue porque él tiene un oído excelente del que pido a la Santísima Trinidad no lo prive jamás. Me reservo a emitir un juicio acerca de la obra el día en que pueda leerla, ya que confieso mi sordera y mi tontería. Tengo cita el lunes con mi amigo el otorrinolaringólogo para someterme a un doloroso tratamiento, pero lo prefiero antes que volver a sufrir la angustia que pasé el día del estreno mundial de El Gran Inquisidor.
                El Heraldo, 11 de noviembre de 1973.




**Tomado del libro “MEMORIAS DE UN PENTONTO” 

miércoles, 26 de febrero de 2014

La Parábola del Joven Tuerto -1952- (Francisco Rojas González)


“Y vivió feliz largos años.” Tantos, como aquéllos en que la gente no puso reparos en su falla. Él mismo no había concedido mayor importancia a la oscuridad que le arrebataba media visión. Desde pequeñuelo se advirtió el defecto; pero con filosófica resignación habíase dicho: “Teniendo uno bueno, el otro resultaba un lujo.” Y fue así como se impuso el deber de no molestarse a sí mismo, al grado de que llegó a suponer que todos veían con la propia misericordia su tacha; porque “teniendo uno bueno…”
Mas llegó un día infausto; fue aquél cuando se le ocurrió pasar frente a la escuela, en el preciso momento en que los muchachos salían. Llevaba él su cara alta y el paso garboso, en una mano la cesta desbordante de frutas, verduras y legumbres destinadas a la vieja clientela.
“Ahí va el tuerto”, dijo a sus espaldas una vocecita tipluda.
La frase rodó en medio del silencio. No hubo comentarios, ni risas, ni algarada… Era que acababa de hacerse un descubrimiento.
Sí, un descubrimiento que a él mismo le había sorprendido.
“Ahí va el tuerto”… “el tuerto”… “tuerto”, masculló durante todo el tiempo que tardó su recorrido de puerta en puerta dejando sus “entregos”.
Tuerto, sí señor, él acabó por aceptarlo: en el fondo del espejo, trémulo entre sus manos, la impar pupila se clavaba sobre un cúmulo que se interponía entre él y el sol…
Sin embargo, bien podría ser que nadie diera valor al hallazgo del indiscreto escolar… ¡Andaban tantos tuertos por el mundo! Ocurriósele entonces -imprudente- poner a prueba tan optimista suposición. Así lo hizo.
Pero cuando pasó frente a la escuela, un peso terrible lo hizo bajar la cara y abatir el garbo del paso. Evitó un encuentro entre su ojo huérfano y los múltiples y burlones que lo siguieron tras de la cuchufleta: “Adiós, media luz.”
Detuvo la marcha y por primera vez miró como ven los tuertos; era la multitud infantil una mácula brillante en medio de la calle, algo sin perfiles, ni relieves, ni volumen. Entonces las risas y las burlas llegaron a sus oídos con acentos nuevos: empezaba a oír como oyen los tuertos.
Desde entonces la vida se le hizo ingrata.
Los escolares dejaron el aula porque habían llegado las vacaciones: la muchachada se dispersó por el pueblo.
Para él la zona peligrosa se había diluido: ahora era como un manchón de aceite que se extendía por todas las calles, por todas las plazas… Ya el expediente de rehuir su paso por el portón del colegio no tenía valimiento: la desazón le salía al paso, desenfrenada, agresiva. Era la parvada de rapaces que a coro le gritaban:
Uno, dos tres,
tuerto es…
O era el mocoso que tras del parapeto de una esquina lo increpaba:
“Eh, tú, prende el otro farol…”
Sus reacciones fueron evolucionando: el estupor se hizo pesar, el pesar vergüenza y la vergüenza rabia, porque la broma, la sentía como injuria y la gresca como provocación.
Con su estado de ánimo mudaron también sus actitudes, pero sin perder aquel aspecto ridículo, aquel aire címico que tanto gustaba a los muchachos:
Uno, dos tres,
tuerto es…
Y él ya no lloraba; se mordía los labios, berreaba, maldecía y amenazaba con los puños apretados. Mas la cantaleta era tozuda y la voluntad caía en resultados funestos.
Un día echó mano de piedras y las lanzó una a una con endemoniada puntería contra la valla de muchachos que le cerraban el paso; la pandilla se dispersó entre carcajadas. Un nuevo mote salió en esta ocasión:
“Ojo de tirador.”
Desde entonces no hubo distracción mejor para la caterva que provocar al tuerto.
Claro que había que buscar remedio a los males. La madre amante recurrió a la terapéutica de todas las comadres: cocimientos de renuevos de mezquite, lavatorios con agua de malva, cataplasmas de vinagre aromático…
Pero la porfía no encontraba dique:
Uno, dos tres,
tuerto es…
Pescó por una oreja al mentecato y, trémulo de sañas, le apretó el cogote, hasta hacerlo escupir la lengua. Estaban en las orillas del pueblo, sin testigos; ahí pudo erigirse la venganza, que ya surgía en espumarajos y quejidos… Pero la inopinada presencia de dos hombres vino a evitar aquello que ya palpitaba en el pecho del tuerto como un goce sublime.
Fue a parar a la cárcel.
Se olvidaron los remedios de la comadrería para ir en busca de las recetas del médico. Vinieron entonces pomadas, colirios y emplastos, a cambio de transformar el cúmulo en espeso nimbo.
El manchón de la inquina había invadido sitios imprevistos: un día, al pasar por el billar de los portales, un vago probó la eficacia de la chirigota:
“Adiós, ojo de tirador…”
Y el resultado no se hizo esperar; una bofetada del ofendido determinó que el grandulón le hiciera pagar muy caros los arrestos… Y el tuerto volvió aquel día a casa sangrante y maltrecho.
Buscó en el calor materno un poquito de paz y en el árnica alivio a los incontables chichones… La vieja acarició entre sus dedos la cabellera revuelta del hijo que sollozaba sobre sus piernas.
Entonces se pensó en buscar por otro camino ya no remedio a los males, sino tan sólo disimulo de la gente para aquella tara que les resultaba tan fastidiosa.
En falla los medios humanos, ocurrieron al conjuro de la divinidad: la madre prometió a la Virgen de San Juan de los Lagos llevar a su santuario al muchacho, quien sería portador de un ojo de plata, exvoto que dedicaban a cambio de templar la inclemencia del muchacherío.
Se acordó que él no volviese a salir a la calle; la madre lo sustituiría en el deber diario de surtir las frutas, las verduras y las legumbres a los vecinos, actividad de la que dependía el sustento de ambos.
Cuando todo estuvo listo para el viaje, confiaron las llaves de la puerta de su chiribitil a una vecina y, con el corazón lleno y el bolso vano, emprendieron la caminata, con el designio de llegar frente a los altares de la milagrería, precisamente por los días de la feria.
Ya en el santuario, fueron una molécula de la muchedumbre. Él se sorprendió de que nadie señalara su tacha; gozaba de ver a la gente cara a cara, de transitar entre ella con desparpajo, confianzudo, amparado en su insignificancia. La madre lo animaba: “Es que el milagro ya empieza a obrar… ¡Alabada sea la Virgen de San Juan!”
Sin embargo, él no llegó a estar muy seguro del prodigio y se conformaba tan sólo con disfrutar aquellos momentos de ventura, empañados de cuando en cuando por lo que, como un eco remotísimo, solía llegar a sus oídos:
Uno, dos tres,
tuerto es…
Entonces había en su rostro pliegues de pesar, sombras de ira y resabios de suplicio.
Fue la víspera del regreso; caía la tarde cuando las cofradías y las peregrinaciones asistían a las ceremonias de “despedida”. Los danzantes desempedraban el atrio con su zapateo contundente; la musiquilla y los sonajeros hermanaban ruido y melodía para elevarlos como el espíritu de una plegaria. El cielo era un incendio; millares de cohetes reventaban en escándalo de luz, al estallido de su vientre ahíto de salitre y de pólvora.
En aquel instante, él seguía embobado la trayectoria de un cohetón que arrastraba como cauda una gruesa varilla… Simultáneamente al trueno, un florón de luces brotó en otro lugar del firmamento; la única pupila buscó recreo en las policromías efímeras… De pronto él sintió un golpe tremendo en su ojo sano… Siguieron la oscuridad, el dolor, los lamentos.
La multitud lo rodeó.
-La varilla de un cohetón ha dejado ciego a mi muchachito -gritó la madre, quien imploró después-: Busquen un doctor, en caridad de Dios.
Retornaban. La madre hacía de lazarillo. Iban los dos trepando trabajosamente la pina falda de un cerro. Hubo de hacerse un descanso. Él gimió y maldijo su suerte… Mas ella, acariciándole la cara con sus dos manos le dijo:
-Ya sabía yo, hijito, que la Virgen de San Juan no nos iba a negar un milagro… ¡Porque lo que ha hecho contigo es un milagro patente!
Él puso una cara de estupefacción al escuchar aquellas palabras.
-¿Milagro, madre? Pues no se lo agradezco, he perdido mi ojo bueno en las puertas de su templo.
-Ése es el prodigio por el que debemos bendecirla: cuando te vean en el pueblo, todos quedarán chasqueados y no van a tener más remedio que buscarse otro tuerto de quien burlarse… Pero tú, hijo mío, ya no eres tuerto.
Él permaneció silencioso algunos instantes, el gesto de amargura fue mudando lentamente hasta transformarse en una sonrisa dulce, de ciego, que le iluminó toda la cara.
-¡Es verdad, madre, yo ya no soy tuerto…!
-Volveremos el año que entra; sí, volveremos al santuario para agradecer las mercedes a Nuestra Señora. Volveremos, hijo, con un par de ojos de plata.
Y, lentamente, prosiguieron su camino.





**Tomado del libro “EL DIOSERO”

martes, 25 de febrero de 2014

Cuál es la Onda -1968- (José Agustín)


“Cuando me pongo a tocar me olvido de todo. De manera que estaba picando, repicando, tumbando, haciendo contracanto o concertando con el piano y el bajo y apenas distinguía la mesa de mis amigos los plañideros y los tímidos y los divertidos, que quedaron en la oscuridad de la sala.”
Guillermo Cabrera Infante: Tres tristes tigres.

“Show me the way to the next whisky bar. And don’t ask why. Show me the way to the next whisky bar. I tell you we must die.”
Bertolt Brecht y Kurt Weill según the Doors.
* * * * *
Requelle sentada, inclinando la cabeza para oír mejor.
   Mesa junto a la orquesta, pero muy.
   Requelle se volvió hacia el baterista y dirigió, con dedos sabios, los movimientos de las baquetas.
Su badness, esta niña
está lo que se dice: pasada,
pero Oliveira, el baterista, muy estúpido como nunca debe esperarse en un baterista, se equivocaba.
   Equivocábase, diría ella.
               Requelle se hallaba sobria, bien
sobria, quizá sólo para llevar la contraria a los muchachos que la invitaron al Prado Floresta. Ellos bailaban y reían y bebían disfrutando de Una Noche Fuera Estamos Cabareteando y Cosas De Esa Onda.
   Cuál es la onda, no dijo nadie.
   Pero olvidémonos de ellos y de Nadie: Requelle es quien importa; y el baterista, puesto que Requelle lo dirigía.
   Una pregunta: querida,
cara Requelle, puedes afirmar
que estás haciendo lo debido;
es decir; tus amigos se van a
enojar.
   Requelle miró con ojos húmedos el cuero golpeadísimo del tambor; y aunque no lo puedan imaginar —y seguramente no podrán— se levantó de la silla —claro— y fue hasta el baterista, le dijo:
me gustaría bailar contigo.
               Él la miró quizá con fastidio, más bien sin interés, sin verla; a fin de cuentas la miró como diciendo:
   pero niñabonita, no te das cuenta de que estoy tocando.
   Requelle, al ver la mirada, supuso que Oliveira quiso agregar:
   música mala, de acuerdo, pero ya que la toco lo menos que puedo hacer es echarle las ganas.
   Requelle no se dio por aludida ante la muda respuesta
   (dígase: respuesta muda, no
hay por qué variar el orden
de los facs aunque no alteren
el resultado).
               Simplemente permaneció al lado de Baterista, sin saber que se llamaba Oliveira; quizá de haberlo sabido nunca se habría quedado allí, como niña buena.
   El caso es que Baterista nunca pareció advertir la presencia de la muchacha, Requelle, toda fresca en su traje de noche, maquillada apenas como sólo puede pintarse una muchacha que no está segura de ser bonita y desconfía de Mediomundo.
Requelle se habría sorprendido si hubiese adivinado que Oliveira Baterista pensaba:
   qué muchacha tan atractiva, otra que se me escapa a causa de los tambores
   (de tontos tamaños,
diría Personaje).
   Cuando, un poco sudoroso pero no dado a la desgracia, Oliveira terminó de tocar, Requelle, sin ningún titubeo, decidió repetir, repitió:
   me gustaría bailar contigo;
   no dijo:
   guapo,
pero la mirada de Requelle parecía decirlo.
   Oliveira se sorprendió al máximo, siempre se había considerado el abdominable yetis Detcétera. Miró a Requelle como si ella no hubiera permanecido, de pie, junto a él casi una hora.
   (léase horeja, por aquello
de los tamborazos).
   Sin decir una palabra (Requelle ya lo consideraba cuasimudo, tartamudo, pues) dejó los tambores, tomó la
mano de Requelle,
   linda muchacha, pensó,
y sin más la condujo hasta la pista.
   Casi estaban solos: para entonces tocaba una orquesta peor y quién de los monos muchachos se pararía a bailar bajo aquella casimúsica.
   Oliveira Baterista y Linda Requelle sí lo hicieron: es más, sin titubeos, a pesar de las bromas poco veladas, más bien obvias, de los conocidos requellianos desde la mesa:
ya te fijaste en la Requelle/
               siempre a la caza demociones fuertes/
                              fuerte tu olor/
                                             bella Erre con quién fuiste a caer.
   Erre no dio importancia a las gritadvertencias y bailó con Oliveira.
   Bríncamo, gritó alguien de la orquestavaril y el ritmo, lamentablemente sincronizado, se disfrazó de afrocubano: en ese momento Requelle y Oliveira advirtieron que estaban solos en la pista y decidieron hacer el show, jugar a Secuencia de Film Sueco; esto es:
               Oliveira la tomó gentilmente y atrajo el cuerpecito fragante y tembloroso, que a pesar de los adjetivos anteriores, no presentó ninguna resistencia.
   Entonces siguieron los
   ejejé/
               ándale te vamos a acusar con Mamis/
                              muchachita destrampada/
   Requelle, como buena niña destrampada, no hizo caso; sólo recargó su cabeza en el hombro olivérico y se le ocurrió decir:
   quisiera leer tus dedos.
   Y lo dijo, es decir, dijo:
   quisiera leerte los dedos.
   Oliveira o Baterista o Cuasimudo para Erre, despegó la mejilla y miró a la muchacha con ojos profundos, conmovidos y sabios al decir:
   me cae que no te entiendo.
   Sí, insistió Erre con Erre, quisiera leer tus fingers.
   La mand, digo, la mano querrás decir.
   Nop, Cuasi, yo sé leer la mano: en tu caso quisiera leerte los dedos.
   Trata, pecaminosa, pensó Oliveira.
   pero sólo dijo:
   trata.
   Aquí, imposible, my queridísimo.
   I wonder, insistió Oliveira, why.
   You can wonder lo que quieras, arremetió Requelle, y luego dijo: con los ojos, porque en realidad no dijo nada:
   porque aquí hay unos imbéciles acompañándome, chato, y no me encontraría en la onda necesaria.
   Y aunque parezca inconcebible, Oliveira —sólo-un-bate-rista— comprendió; quizá porque había visto Les Cousins
   (sin declaración conjunta)
               y suponía que en una circunstancia de ésas es riguroso saber leer los ojos. Él supo hacerlo y dijo:
   alma mía, tengo que tocar otra vez.
   Yo, aseguró Requelle muy seria, dejaría todo sabiendo lo que tengo entre manos.
   Faux pas, porque Oliveira quiso saber qué tenía entre manos y la abrazó: así:
               la abrazó.
   Uy, pensó Muchacha Temeraria, pero no protestó para parecer muy mundana.
   Tú victorias, gentildama, al carash con mi laboro.
   Se separaron
   (o separáronse, para evitar
   el sesé):
Olivista corrió a la calle con el preolímpico truco de comprar cigarros y la buena de Requelle fue a su mesa, tomó su saco (muy marinero, muy buenamodamod), dijo:
   chao conforgueses
a sus amigos azorados y salió en busca de Baterista Irresponsable. Naturalmente lo encontró, así como se encuentra la forma de inquirir:
   ay, hija mía, Requelle, qué
haces con ese hombre, tanto
interés tienes en este patín.
   Requelle sonrió al ver a Oliveira esperándola: una sonrisa que respondía afirmativamente a la pregunta anterior sin intuir que patín puede ser, y debe de, lo mismo que:
               onda,
aventura, relajo, kick, desmoñe, et caetera,
               en este caló tan
expresivo y ahora literario.
   El problema que tribulaba al buen Olivista era:
   do debo llevar a esta niña guapa.
   Optó, como buen baterista, por lo peor: le dijo
   (o dijo, para qué el le):
   bonita, quieres ir a un hotelín.
   Ella dijo sí para total sorpresa de Oliconoli y aun agregó:
   siempre he querido conocer un hotel de paso, vamos al más de paso.
   Oliveira, más que titubeante, tartamudeó:
   tú lo has dicho.
               ¡Oliveira cristiano!
   Quiso buscar un taxi, roído por los nervios
   (frase para exclusivo solaz
de lectores tradicionales),
               pero Libre no
acudió a su auxilio.
   Buen gosh, se dijo Oliverista. No recordaba en ese momento ningún hotel barato por allí. Dijo entonces, muy estúpidamente:
   vamos caminando por Vértiz, quien quita y encontremos lo que buscamos y ya solitos gozaremos de lo que hoy apetecemos, qué dice usted, muchachita, si quiere muy bien lo hacemos.
   Híjole, susurró Requellexpresiva.
    Joutel, plañía Oliveira al no saber qué decir. Sólo musitó:
   tú estudias o trabajas.
   Tú estudias o trabajas, ecoeó ella.
   Bueno, cómo te llamas, niña.
   Niña tu abuela, contestó Requelle, ya estoy grandecita y tengo buena pierna, de lo contrario no me propondrías un hotel-quinientospesos.
   De acuervo, accedió Oliveira, pero cómo te apelas.
   Yo no pelo nada.
   Cómo te haces llamar.
   Requelle.
   ¿Requejo?
   No: Requelle, viejo.
   Viejos los cerros.
   Y todavía dan matas, suspiró Requelle.
   Ay me matates, bromeó Oliqué sin ganas.
   Cuáles petates, dijo Req Ingeniosa.
   Mal principio para Granamor, agrega Autor, pero no puede remediarlo.
   Requelle y Oliveira caminando varias cuadras sin decir palabra.
   Y los dedos, al fin preguntó Olidictador.
   Qué, juzgó oportuno inquirir Heroína.
   Digo, que cuándo vas a leerme los dedos.
   Eso, en el hotel.
   Jajajó, rebuznó Oliclaus sin cansancio hasta que vio:
   Hotel Esperanza.
y Olivitas creyó leer momentáneamente:
   te cayó en el Floresta dejaste a su orquesta mete pues la panza y adhiérete a la esperanza.
   Esperanza. Esperanza.
   ¡Cómo te llamas!, aulló Baterista.
   Requelle, ya díjete.
   Sí, ya dijísteme, suspiró el músico,
               cuando pagaba los dieciocho pesos del hotel, sorprendido porque Requelle ni siquiera intentó ocultarse, sino que sólo preguntó:
   qué horas no son,
e Interpelado respondió:
   no son las tres; son las doce, Requita.
   Ah, respondió Requita con el entrecejo fruncido, molesta y con razón:
               era la primera vez que le decían Requita.
   Dieciséis, anunció el empleado del hotel.
   No dijo dieciocho.
   No, dieciséis.
   Entonces le di dos pesos de más.
   Ja ja. Le toca el cuarto dieciséis, señor.
   Dijo señor con muy mala leche, o así creyó pertinente considerarlo Baterongo.
   Segundo piso a la izquierda.
   A la gaucha, autochisteó Requelle,
               y claro: la respuesta:
   es una argentina.
   No; soy argentona, gorila de la Casa Rosada.
               Riendo fervientemente, para
               sí misma.
   Oliveira, a pesar de su nombre, se quitó el saco y la corbata, pero Requita no pareció impresionarse. El joven músico suspiró entonces y tomó asiento en la cama, junto a Niña.
   A ver los dedos.
   Tan rápido, bromeó él.
   No te hagas, a lo que te traje, Puncha.
   Con otro suspiro —más bien berrido a pesar de la asonancia— Oliveira extendió los dedos.
   Uno dos tres cuatro cinco. Tienes cinco, inteligenteó ella, sonriendo.
   Deveras.
   Cinco años de dicha te aguardan.
   Oliveira contó sus dedos también, descubrió que eran cinco y pensó:
   buen grief, qué inteligente es esta muchacha;
               más bien lo dijo.
   Forget el cotorreo, especificó Requelle.
   Bonito inglés, dónde lo aprendiste.
   Y Requelle cayó en Trampa al contar:
   oldie, estuve siglos que literalmente quiere decir centuries en el Instituto Mexicano Norteamericano de Relaciones Culturales Hamburgo casi esquina con Génova buen cine los lunes.
   Relaciones sexuales, casi dijo Oliveto, pero se contuvo y prefirió:
   eso es todo lo que te sugieren mis dedos.
   A Requelle, niña lista, le pareció imbécil la alusión y dijo:
   nanay, músico; y más y más: tus dedos indican que tienes una alcantarilla en lugar de boca y que eres la prueba irrefutable de las teorías de Darwin tal como fueron analizadas por el Tuerto Reyes en el Colegio de México y que deberías verte en un espejo para darte de patadas y que sería bueno que cavaras un foso para en, uf, terrarte y que harías mucho bien ha, aj aj, ciendo como que te callas y te callas de a deveras y todo lo demás, es decir, o escir: etcétera.
   No entiendo, se defendió él.
   Claro, arremetió Requelle Sarcástica, tú deberías trabajar en un hotel déstos.
   Dios, erré la vocación.
   Tú lo has dicho.
               ¡Requelle, cristiana!
   Para entonces —como pueden imaginarse aunque seguramente les costará trabajo— Requelle no consideraba ni mudo ni tartaídem a Oliveira, así es que preguntó, segura de que obtendría una respuesta dócil:
   y tú cómo te llamas.
   Oliveira, todavía.
   Oliveira Todavía, ah caray, tu nombre tiene cierto pedigree, te quiamas Oliveira Todavía Salazar Cócker.
   Sí, Requelle Belle dijo él con galantería,
y vaticinó:
   apuesto que eres una cochina intelectual.
   Claro, dijo ella, no ves que digo puras estupideces.
   Eso mero; digo, eso mero pensaba; pues chócala, Requilla, yo también soy intelectual, músico de la nueva bola y todo eso.
   Intelectonto, Olivista: exageras diciendo estupideces.
   Así es, pero no puedo evitarlo: soy intelectual de quore matto; pero dime, Rebelle, quiénes eran los apuestos imbéciles que acompañábante.
   Amigos míos eran y de Las Lomas, pero no son intelojones.
   Ni tienen, musitó Oliveira Lépero.
               Y aunque parezca increíble, Muchacha comprendió.
               Y hasta le dio gusto, pensó:
   qué emoción, estoy en un hotel con un tipo ingenioso y hasta gro
   se
      ro
         te.
   Olilúbrico, la mera verdad, miraba con gula los muslos de Requelle. Pero no sabía qué hacer.
   Je je, asonanta Autor sin escrúpulos.
   Oliveira optó por trucoviejo.
   Me voy a bañar, anunció.
   Te vas a qué.
   Es questoy muy sudado por los tamborazos, presumió él, y Requelle estuvo de acuerdo como buena muchachita inexperimentada.
   Sin agregar más, Oliveira esbozó una sonrisacanalla y se metió en el baño,
               a pesar de la molestia que
nos causa el reflexivo, puesto
que bien se pudo decir sim-
plemente y sin ambages: en-
tró en el baño.
   El caso et la chose es que se metió y Requelle lo escuchó desvestirse, en verdad:
               oyó el ruido de las prendas al caer en el suelo.
   Y lo único que se le ocurrió fue ponerse de pie también, y como quien no quería la cosa, arregló la cama:
   y no sólo extendió las colchas
               sino que destendió la cama para poder tenderla otra vez,
               con sumo detenimiento.
   Híjole, quel bruta soy, pensaba al oír el chorro de la regadera. Mas por otra parte se sentía molesta porque el cuarto no era tan sucio como ella esperaba.
   (Las cursivas indican énfa-
sis; no es mero capricho, es-
túpidos.)
   Hasta tiene regadera, pensó incómoda.
   Pero oyó:
   ey, linda, por qué no vienes paca paplaticar.
               Papapapapá, rugió una ame-
               tralladora imaginaria, con lo
               cual se justifica el empleo cí-
               nico de los coloquialismos.
   Requelle no quiso pensar nada y entró en el baño
   (¡al fin: es decir: al fin
entró en el baño)
para contemplar una cortina plus que sucia y entrever un cuerpo desnudo bajo el agua que no cantaba cmon baby light my fire.
   Hélas, pensó ella pedantemente, no todos somos perfectos.
   Tomó asiento en la taza del perdonado tratando de no quedarse bizca al querer vislumbrar el cuerpo desnudo de, oh Dios, Hombre en la regadera.
               (Prívate joke dedicado a John
               Toovad. N. del traductor.)
   Él sonreía, y sin explicárselo, preguntó:
   por qué eres una mujer fácil, Rebelle.
   Por herencia, lucubró ella, sucede que todas las damiselas de mi tronco genealógico han sido de lo peor. Te fijas, dije tronco en vez de árbol, la Procuraduría me perdone; hasta esos extremos llega mi perversión.
   And how, como dijera Jacqueline Kennedy; comentó Oliveira Limpio.
   Y sabes cuál es el colmo de mi perversión, aventuró ella.
   Pues, no la respuesta.
   Olito, el colmo de mi perversión es llegar a un hotel de a peso/
   De a dieciocho.
   Bueno, de a dieciocho; estar junto a un hombre desnudo, tras una cortina, de acuerdo, y no hacer niente, ríen, nichts, ni soca. Qué tal suena.
Oliveira quedó tan sorprendido ante el razonamiento que pensó y hasta dijo:
a ésta yo la amo.
dijo, textualmente:
Requelle, yo te amo.
No seas grosero; además no tengo ganas, acabo de explicártelo.
Te amo.
Bueno, tú me hablas y yo te escucho.
No, te amo.
No me amas.
Sí, sí te amo, después de una cosa como ésta no puedo más que amarte. Sal de este cuarto, vete del hotel, no puedo atentar contra ti; file, scram, pírate.
Estás loco, Olejo; lo que considero es que si ya estás desudado podemos volver al Floresta.
Deliras, Requita, no ves que me escapé.
Se dice escápeme.
No ves que escápeme.
No veo que escapástete.
Bueno, darlita, entonces podemos ir a otro lugar.
A tu departamento, porjemplo, Salazar.
No la amueles, almademialma, mejor a tu chez.
En mi casa está toda mi familia: ocho hermanos y mis papas.
¡Ocho hermanos!
¡Ocho hermanos…!
Yep, mi apa está en contra de la píldora; pero explica: qué tiene de malo tu departamento.
Ah pues en mi departamento están mi mamá, mi tía Irene y mis dos primas Renata y Tompiata: son gemelas.
Incestuoso, acusó ella.
Mientes como cosaca, ya conocerás a mis primuchas, son el antídoto más eficaz contra el incesto: me gustaría presentárselas a algunos escribanos mexicones.
Entonces a dónde vamos a ir.
Podemos ir a otro hotel,
bromeó Oliveira.
Perfecto, tengo muchas ganas de conocer lugaresdeperdición, aseguró Requelle sin titubeos.
Baterista
vestido, sin permitir que ella atisbara su cuerpo desnudo: no por decencia, sino porque le costaba trabajo estar sumiendo la panza todo el tiempo.
Hábil y necesaria observación:
Requelle, mide las conse-
cuencias de los actos con las
cuales estás infringiendo nues-
tras mejores y más sólidas tra-
diciones.
Los dos caminando por Vértiz, atravesando Obrero Mundial, el Viaducto, o
el Viaduto como dijo él
para que ella contestara
ay cómo eres lépero tú,
y la avenida Central.
Sabes qué, principió Baterista, estamos en la regenerada colonia Buenos Aires; allá se ve un hotel.
Allá vese un hotel.
Está bien: allá vese un hotel. Quieres ir.
Juega, enfatizó Requelle; pero yo pago, si no vas a gastar un dineral.
No te preocupes, querida, acabo de cobrar.
Any old way, yo pago, seamos justos.
Seamos: al fin perteneces al habitat Las Lomas, sentenció Oliveira sonriendo.
La verdad es que se equivocaba y lo vino a saber en el cuarto once del hotel Buen Paso.
Requelle explicó:
a su familia de rica sólo le quedan los nombres de los miembros.
Estás bien acomodada, deslizó él pero Niñalinda no entendió.
Como queiras, Oliveiras.
Pero cómo que no eres rica, eso sí me alarma, preguntó Oliveira después de que ella confesó que
lo de los ocho hermanos no era mentira y que, ay, se llamaban
Euclevio, alma fuerte,
Simbrosio, corazón de roca,
Everio, poeta deportista,
Leporino, negro pero noble,
Ruto, buen cuerpo,
Ano, pásame la sal,
Hermenegasto, el imponente,
y
ella,
Requelle.
Ma belle, insistió él, amándola verdaderamente.
Se lo dijo.
te amo, dijo.
Ella empezó a excitarse quizá porque el cuarto había costado catorce pesos.
Dame tu mano, pidió.
Sinceramente preocupada.
Él la tendió.
Y Requelle se puso a estudiar las líneas, montes, canales, y supo
(premonición):
este hombre morirá de leucemia, oh Dios, vive en Xochimilco, poor darling, y batalla todas las noches para encontrar taxis que no le cobren demasiado por conducirlo a casa.
Como si leyera su pensamiento Olivín relató:
sabes por qué conozco algunos hoteluchos, miamor, pues porque vivo lejos, que no far out, y muchas veces prefiero quedarme por aquí antes de batallar con los taxis para que me lleven a casa.
Premonición déjà ronde.
Requelle lo miró con ojos húmedos, a punto de llorar: dejó de sentirse excitada pero confirmó amarlo.
lo puedo llegar a amar en todo caso, se aseguró
En el hotel Nuevoleto.
Por qué dices que tu familia sólo es rica en los nombres.
Pues porque mi papito nos hizo la broma siniestra de vivir cuando estaba arruinado, tú sabes, si se hubiera muerto un poquito antes la fam habría heredado casi un milloncejo.
Pero tú no quieres a tu familia, gritó Oliveira.
Pero cómo no, contragritó ella, son tantos hermanos plus madre y padre que si no los quisiera me volvería loca buscando a quién odiar más.
Transición requelliana:
mira, músico, lo grave es que los quiero, porque si no los quisiera sería una niña intelectual con bonitos traumas y todo eso; pero dime, tú quieres a tu madre y a tus primas y a tu tía.
Dolly in de la Smith Corona-
250 sin rieles, en la mano,
hasta encuadrar en bcu el ros-
tro —inmerso en el interés—
de Heroína.
A mi tía no, a mis primas regular y a mami un chorro.
Ves cómo tenía razón al hablar de incesto.
Ah caray, nada más porque he fornicado cuatrocientas doce veces con mein Mutter me quieres acusar dincesto; eso no se lo aguanto a nadie; bueno, a ti sí porque te amo.
No no no, viejecín, out las payasadas y explica: cómo llegaste a baterista si deveras quieres a tu fammy.
Pues porque me gusta, ah qué caray.
¿Eh?
Eh.
Dios tuyo, qué payasa eres, amormío, hasta parece que te llamas Requelle la Belle.
Si me vuelves a decir la Belle te muerdo un tobillo, soy fea fea fea aunque nadie me lo crea.
estás loquilla, Rejilla, eres bonitilla; además, son palabras que van muy bien juntas.
Requelíe se lanzó a la pierna de Oliveira con rapidez fulminante
(rápida como fulminante)
y le mordió un tobillo.
Baterista gritó pero luego se tapó la boca, sintiendo deseos de reír y de hacer el amor confundidos con el dolor, puesto que Bonita seguía mordiéndole el tobillo con furia.
Oye, Requelle.
Mmmmm, contestó ella, mordiéndolo.
Hija, no exageres, te juro que me está saliendo sangre.
Mmmjmmm, afirmó ella, sin dejar de morder.
Fíjate, observó él aguantando las ganas de gritar por el dolor; que me duele mucho, seria mucha molestia para ti dejar de morderme.
Requelle dejó de morderlo;
ya me cansé, fue todo lo que dijo.
Y los dos estudiaron
con detenimiento las marcas de las huellas requellianas.
Requelita, si me hubieras mordido un dedo me lo cortas.
Ella rió pero calló en el acto cuando
tocaron
la
puerta.
Ni él ni ella aventuraron una palabra, sólo se miraron, temerosos.
Oigan, qué pasahi, por qué gritan.
No es nada no es nada, dijo Oliveira sintiéndose perfectamente idiota.
Ah bueno, que no pueden hacer sus cosas en silencio.
Sus cosas, qué desgraciado.
Unos pasos indicaron que el tipo se iba, como inteligentemente descubrieron Nuestros Héroes.
Qué señor tan canalla, calificó Requelle, molesta.
y tan poco objetivo, dijo él.
para agregar sin transición:
oye, Reja, por qué te enojas si te digo que eres bonita.
Porque soy fea y qué y qué.
Palabra que no, cielomío, eres un cuero.
Si insistes te vuelvo a morder, yo soy Fea, Requelle la Fea; a ver, dilo, cobarde.
Eres Requelle la Fea.
Pero de cualquier manera me quieres; atrévete a decirlo, retrasado mental, hijo del coronel Cárdenas.
Pero de cualquier maniobra de amo.
Ab, me clamas.
Te amo y te extraño, clamó él.
Te ramo y te empaño, corrigió ella.
Te ano y te extriño, te mamo y te encaño, te tramo y te engaño, quieres más, ahí van
Te callas o té pego, sí o no; amenazó Requelle.
Clarines dijo Trombones.
Caray, viejito, ya te salió el pentagrama y la mariguana.
Y esta réplica permitió a Oliveira explicar:
adora los tambores, comprende que no se puede hacer gran cosa en una orquesta pésima como en la que toca y tiene el descaro de llamarse Babo Salliba y los Gajos del Ritmo.
Los Gargajos del Rismo deberíamos llamarnos, aseguró Oliveira. Sabes quién es el amo, niñadespistada, agregó, pues nada menos que Bigotes Starr y también este muchacho Carlitos Watts y Keith Moon; te juro, yo quisiera tocar en un grupo de esa onda.
Ah, eres un cochino rocanrolero, agredió ella, qué tienes contra Mahler.
Nada, Rävel, si a ti te gusta: lo que te guste es ley para mich.
Para tich.
Sich.
Uch.
Noche no demasiado fría.
Caminaron por Vértiz y con pocos titubeos se metieron
(se adentraron, por qué no)
en la colonia de los Doctores.
Docs, gritó Oliveira Macizo, a cómo el ciento de demeroles, pero Requelle:
seria.
En el hotel Morgasmo.
Ella decidió bañarse, para no quedar atrás.
No te vayas a asomar porque patéote, Baterongo.
Sus reparos eran comprensibles porque no había cortina junto a la regadera.
Regadera.
Oliveira decidió que verdaderamente la amaba pues resistió la tentación de asomarse para vislumbrar la figura delgadita pero bien proporcionada de su Requelle.
Oh, Goshito, es mi Requelle;
tantas mujeres he conocido y vine a parar con una Requelle Trésbelle; así es la vida, hijos míos y lectores también.
En este momento Oliveira se
dirige a los lectores:
oigan, lectores, entiendan que es mi Requelle; no de ustedes, no crean que porque mi amor no nació en las formas habituales la amo menos. Para estas alturas la amo como loco; la adoro, pues. Es la primera vez que me sucede, ay, y no me importa que esta Requelle haya sido transitada, pavimentada, aplaudida u ovacionada con anterioridad. Aunque pensándolo bien… Con su permisito, voy a preguntárselo.
Oliveira se acercó cauteloso a la puerta del baño.
Requelle. Requita.
No hubo respuesta.
Oliveira carraspeó y pudo balbucir:
Requelle, contéstame; a poco ya te fuiste por el agujero del desagüe.
No te contesto, dijo ella, porque tú quieres entrar en el baño y gozarme; quieto en esa puerta, Satanás; no te atrevas a entrar o llueve mole.
Requelle, perdóname pero el mole no llueve.
Olito, ésa es una expresión coloquial mediante la cual algunas personas se enteran de que la sangre brotará en cantidades donables.
Sí, y ése es un lugar común.
Aj, de lugarcomala a coloquial hay un abismo y yo permanezco en la orilla.
Ésa es una metáfora, y mala.
No, ése es un aviso de que te voy a partir die Mutter si te atreves a meterte.
No, vidita, cieloazul, My Very Blue Life, sólo quise preguntar, pregunto: cuántos galanes te has cortejado,
a quiénes
de ellos has amado,
hasta qué punto con ellos has llegado, qué sientes hacia este pobre desgraciado.
No siento, lamento: que seas tan imbécil y rimes al preguntar esas cosas.
Requelle Rubor.
Oliveira explicó que le interesaban y para su sorpresa ella no respondió.
Baterista consideró entonces que por primera vez se encontraba ante una mujer de mundo, con pasado-turbulento.
Requelle entró en el cuarto con el pelo mojado pero perfectamente vestida, aun con medias y bolsa colgante en el brazo.
Brazo.
Oye, Requeja, tú eres una mujer de mundo.
Yep, actuó ella, he recorrido los principales lenocinios Doriente, pero sin talonear: acompañada por los magnates más sonados, Gusy Díaz porjemplo.
Eso, Requi, te lo credo.
Ya no te duele el tobillo.
Y cómo, cual dijo la hija de Monseñor.
Efectivamente el tobillo le ardía y estaba hinchado.
Ella condujo a Oliveira hasta el baño y le hizo alzar el pie hasta el lavabo para masajear el tobillo con agua tibia.
Mi muerte, Requeshima miamor, clamó él; no sería más fácil que yo pusiera el pie en la regadera.
A pesar de tu pésima construcción, tienes razón, Olivón.
Qué tiene de mala mi constitución, quieres un quemón.
Y como castigo a un juego de palabras tan elemental, Requelle le dejó el pie en el lavabo.
Exterior. Calles lóbregas
con galanes incógnitos de
la colonia Obrera. Noche.
(Interior. Taxi. Noche.)
[O back proyection.]
El radiotaxí llegó en cinco minutos. Requelle, pelo mojado subió sin prisas mientras, cortésmente, Oliveira le abría la puerta.
Chofer con gorrita a cuadros, la cabeza de un niño de plástico incrustada en la palanca de velocidades, diecisiete estampitas de vírgenes con niñosjesuses y sin ellos, visite la Basílica de Guadalupe cuando venga a las olimpiadas, Protégeme santo patrono de los choferes, Cómo le tupe la Lupe; calcomanías del América América ra ra ra, chévrolet 1949.
A dónde, jovenazos.
Oliveira Cauto,
Sabe usted, estimado señor, estamos un poco desorientados, nos gustaría localizar un establecimiento en el cual pudiésemos reposar unas horas.
Híjole, joven, pues está canijo con esto de los hoteles; la mera verdad a mí me da cisca.
Pero por qué señor.
Requelle Risitas.
Pues porque usted sabe que ésa no es de atiro nuestra chamba, digo si usted me dice a dónde, yo como si nada, pero yo decirle se me hace gacho sobre todo si trae usted una muchachita tan tiernita como la que trae.
Hombre, pero usted debe de conocer algún lugar.
Pos sí pero como que no aguanta, imagínese.
Me imagino, dijo Requelle automáticamente.
Además luego como que se arman muchos relajos, ve usted, la gente se porta muy lépera y tovía quiere que uno entre en uno de esos moteles como los de aquí con garash de la colonia ésta la Obrera y pues uno nomás tiene la obligación de andar en la calle, no de meterse en el terreno particular, ah qué caray.
Perdone, señor, pero nosotros realmente no tenemos deseos de que usted entre en ningún hotel, sino que sólo nos deje en la puerta.
Híjole, joven, es que deveras no aguanta.
Mire, señor, con todo gusto le daremos una propina por su información.
Así la cosa cambea y varea, mi estimado, nomás no se le vaya a olvidar. Uno tiene que ganarse la vida de noche y casi no hay pasaje, hay veces en que nos vamos de oquis en todo el turno.
Claro.
Ahora verá, los voy a llevar al hotel de un compadre mío que la mera verdad está muy decente y la señorita no se va a sentir incómoda sino hasta a gusto. Hay agua caliente y toallas limpias.
Requelle aguantando la risa.
No sirve su radio, señor, curioseó Requelle.
No, señito, fíjese que se me descompuso desde hace un año y sirve a veces, pero nomás agarra la Hora nacional.
Es que ha de ser un radio armado en México.
Pues quién sabe, pero es de la cachetada prender el radío y oír siempre las mismas cosas, claro que son cosas buenas, porque hablan de la patria y de la familia y luego se echan sentidos poemas y así, pero luego uno como que se aburre.
Pues a mí no me aburre la Hora nacional, advirtió Requelle.
No no, si a mí tampoco, es cosa buena, lo que pasa es que uno oye toda esa habladera de quel gobierno es lo máximo y quel progreso y lestabilidad y el peligro comunista en todas partes, porque a poco no es cierto que a uno lo cansan con toda esa habladera. En los periódicos y en el radio y en la tele y hasta en los excusados, perdone usted, señorita, dicen eso. A veces como que late que no ha de ser cierto si tienen que repetirlo tanto.
Pues para mí sí hacen bien repitiéndolo, dijo Requelle, es necesario que todos los mexicanos seamos conscientes de que vivimos en un país ejemplar.
Eso sí, señito, como México no hay dos. Por eso hasta la virgen María dijo que aquí estaría mucho mejor, ya ve que lo dice la canción.
Oliveira Serio y Adulto.
Es verdaderamente notable encontrar un taxista como usted, señor, lo felicito.
Gracias, señor, se hace lo que se puede. Nomás quisiera hacerle una pregunta, si no se ofende usted y la señito, pero es para que luego no me vaya a remorder la conciencia.
El auto se detuvo frente a un hotel siniestro.
Sí, diga, señor.
Es que me da algo así como pena.
No se preocupe. Mi novia es muy comprensiva.
Bueno, señito, usted haga como que no oye, pero yo me las pelo por saber si usted, digo, cómo decirle, pues si usted no va estrenar a la señito.
Eso sí que no, señor, se lo juro. Mi palabra de honor. Sería incapaz.
Ah pues no sabe qué alivio, qué peso me quita de encima. Es así como gacho llevar a una señorita tan decente como aquí la señito para que le den pa sus tunas por primera vez. Usted sabe, uno tiene hijas.
Lo comprendo perfectamente, señor. Ni hablar. Yo también tengo hermanas. Además, mi novia y yo ya nos vamos a casar.
Ah qué suave está eso, señor. Deveras cásense, porque no nomás hay que andar en el vacile como si no existiera Diosito; hay que poner las cosas en orden. Bueno, ya llegamos al hotel de mi compadre, si quieren se los presento para que me los trate a todo dar.
Muchas gracias, señor. No se moleste. Cuánto le debo.
Bueno, ahi usted sabe. Lo que sea su voluntad.
No no, dígame cuánto es.
Hombre, señor, usted es cuate y comprende. Lo que sea su voluntad.
Bueno, aquí tiene diez pesos.
Cómo diez pesos, joven.
Diez pesos está bien, yo creo. Nomás recorrimos como diez cuadras.
Sí pero usted dijo que me iba a dar una buena propela, además los traje a un hotel no a cualquier lugar. Al hotel de mi compadre.
Cuánto quiere entonces.
Cómo que cuánto quiero, no me chingue, suelte un cincuenta de perdida. Usted orita va a gozarla a toda madre y nomás me quiere dar diez pesos. Qué pasó.
Mire usted, cincuenta pesos se me hace realmente excesivo.
Ah ora excesivo, ah qué la canción. Por eso me gusta trabajar con los gringos, en los hoteles, ellos no se andan con mamadas y sueltan la lana. Carajo, yo que creí que usted era gente decente, si hasta viste bien.
Mire, deveras no le puedo dar cincuenta pesos.
Uh pues qué pinche pobretón, para qué llama radio-taxi, se hubiera venido a pata. Déme sus diez pinches pesos y vayase al carajo.
Óigame no me insulte. Tenga respeto, aquí hay una dama.
Una dama, jia jia, eso sí me da una risa; si ni siquiera es quinto.
Mire, desgraciado, bájese para que le parta el hocico.
No se me alebreste, jovenazo; déme los diez varos y ahi muere.
Aquí tiene. Ahí muere.
Ahi muere.
Oliveira y Requelle bajaron del taxi. El chofer arrancó a gran velocidad, gritándoles groserías a todo volumen, para el absoluto regocijo de Héroes.
Hotel Novena Nube,
cualquier cosa nomás écheme un grito. El cuarto treinta y dos, tercer piso, daba a la calle. Dos pesos más.
En la ventana, abrazados, Requelle y Oliveira vieron que un auto criminalmente chocado se las arreglaba para entrar en el garaje de una casa. Al instante, sin ponerse de acuerdo, los dos imitaron un silbato de agente de tránsito y sirenas, y cerraron las cortinas, riendo sin poder contenerse.
Riendo incansablemente.
Pero Olivinho seguía preocupado porque ella no respondió a sus t r a s c e n d e n t a l e s p r e g u n t a s; es decir, se hizo guaje, se salió por la tangente, eludió el momento de la verdad, parafraseando a Jaime Torres.
Y Oliveira acabó inquiriéndose
(¿inquiriéndose?), viendo las preguntas en sobreimposición sobre el rostro (¡rostro!) sonriente
(casi disonante con el úl-
timo gerundio)
y un poco fatigado
(on se peut voir sans aucune
hésitation l’absense de conso-
nance; nota del lector)
de Requelle:
acaso soy un macho mexicón, qué me importa su turbulento pasado si veramente lamo.
Decidió sonreír cuando Requelle descompuso su cara con un sollozo.
Por qué lloras, Requelle.
No lloro, imbécil, nada más sollocé.
Por qué sollozas, Requelle.
Porque se siente muy bonito.
Oh, en serio…
¿En sergio?
Sergio Conavab, a poco lo conoces.
Sí, Oli, me cae mal, es un vicioso y estoy pensando que tú también eres un vicioso.
Qué clase de vicioso; explica, reinísima: vicioso de mora, motivosa, maripola, mostaza, bandón u chanchomón, te refieres a lente oscuro macizo seguro o vicioso de qué, de ácido, de silociba, de mezcalina o peyotuco, porque nada de eso hace vicio.
Vicioso de lo que sea, todos los músicos son viciosos y más los roqueros.
Yo, Requina, sólo me doy mis pases de vez en diario, al grado de que agarro el ondón cuando estoy sobrio, como ahorita; pero no soy un vicioso, y aun si lo fuera ése no es motivo para llorar, sólo un idiota lloraría, como este Sergio Lupanal.
Cuál Sergio Lupanar. No menciones a gente que no conozco, es una descortesía; y además sólo una idiota no lloraría.
Eso es, pero como tú eres inteligente y lumbrera, nada más sollozas; y para tu exclusiva información es mi melancólico deber agregar que te ves bonita sollozando.
Yo no me veo bonita, Oliveira, ya te dije.
No seas payasa, linda, como broma ya atole.
Ya pozole tu familia de Xochimilco.
Mi familia de dónde.
De Xochimilco, no vive en Xochimilco.
Claro que no, vivimos en la colonia Sinatel.
Dónde esta eso.
Por la calzada von Tlalpan, bueno: a la izquierda.
¡Eso es camino a Xochimilco!
Sí, por qué no, pero también es camino a Ixtapalapa, mi queen, y asimismo, a Acapulco pasando por Cuernavaca, Taxco y Anexas el Chico.
Oliveira, tú tienes leucemia, vas a morirte; lo sé, a mí no me engañas.
Nada más tengo legañas; tu lengua en chole, mi duquesa, yostoy sano cual role.
Bonita y original metáfora pero no me convences: vas a morir.
Bueno; si insistes, que sea esta noche y en tus brazos, como dijera el pendejo Evtushenko; ven, vamos a la cama.
No tengo ganas, deveras.
No le hace.
Aparentemente convencida, Requelle se
recostó; cuerpotenso como es de imaginarse,
pero él no intentó nada; bueno:
le acarició un seno con naturalidad y se recargó en el estómago requelliano,
y ella pudo relajarse al ver que Oliveira permanecía quieto.
Sólo musitó, esta vez sinceramente:
siento como si escuchara a Mozart.
Ésas son mamadas, dijo él, déjame dormir.
Y se durmió,
para el completo azoro de Requelle. Primero era muy bonito sentirlo recargado en su estómago, mas luego se descubrió incomodísima;
ahora me siento como perso-
naje de Mary McCarthy,
pero sólo pudo suspirar y decir, suponiéndolo dormido:
Oliveira Salazar, te hablo para no sentirme tan incómoda, déjame te decir, yo estudio teatro con todos los lugares comunales que eso apareja; voy a ser actriz, soy actriz,
soy Requelle Lactriz;
estudio en la Universidad, no fui a Nancy y no lo lamento demasiado. Cuando viva contigo voy a seguir trabajando aunque no te guste, lero lero Olivero buey, mi rey; supongo que no te gustará porque ya desde ahorita muestras tu inconformidad roncando.
La verdad es que Oliveira roncaba pero no dormía
————————————————————al contrario, pensaba:
conque actriz, muy bonito, seguro ya has andado en millones de balinajes, ese medio es de lo peor, muy chulis.
Claro que bromeaba, pero luego Oliveira
ya
no
estaba
seguro
de
bromear.
En la móder, soy un pinche clasemedia en el fondo.
Requelle tenía entumido el vientre y se había resignado al sacrificio estomacal cuando, sin ninguna soñolencia, Oliveira se incorporó y dijo casi sin ansiedad:
Requeya, Reyuela, Rayuela, hija de Cortázar; además de ser el amo con la batería, sé tocar guitarra rickenbaker, piano, bajo eléctrico, órgano, moog synthesizer, manejo el gua, vibrador, assorted percussions, distortion booster et fuzztone; sé pedir ecolejano para mis platillos en el feedback y medio le hago al clavecín digo, me encantaría tocar bien el clavecín y ser el amo con la viola eléctrica y con el melotrón; y además compongo, mi vida, mi boda, mi bodorria; te voy a componer sentidas canciones que causarán sensación.
Ay qué suave, dijo ella, yo nunca había inspirado nada.
Y sigues sin inspirar nada, bonita, digo: feíta, te dije que voy a componerlas, no que lo haya hecho ya.
Mira mira, a poco no te inspiré cuando estabas tocando en el Floresta.
Claro que no.
En la calle, luz del alba.
Tengo hambre, anunció Requelle.
Caminando en busca de un
restorán.
Un policía apareció mágicamente y ladró:
por qué está molestando a la señorita.
Yo no estoy molestando a la señohebrita.
Él no me está molestando.
Usted no la está molestando, afirmó el policía antes de retirarse.
Requelle y Oliveira rieron aun cuando comían unos caldos de pollo con inevitables sopes de pechuga.
A qué hora abren los registros civiles, preguntó Oliveira.
Creo que como a las nueve, respondió ella
con solem-
nidad.
Ah, entonces nos da tiempo de ir a otro hotelín.
Hotel Luna de Miel
El empleado del hotel miraba a Oliveira con el entrecejo fruncido.
Armóse finalmente, intuyó Requelle.
Están ustedes casados.
Claro, respondió Oliveira sin convicción.
Requelle lo tomó del brazo y recargó su cabeza en el hombro olivérico al completar:
que no.
Y su equipaje.
No tenemos, vamos a pagar por adelantado.
Sí, señor, pero éste es un hotel decente, señor.
Ah pues nosotros creímos que era un hotel de paso.
Pues no, señor; y no que me dijo questaban casados.
Y lo estamos, mi estimated, pero nos da la gana venir a un hotel, qué no se puede.
Y a poco cren que les voy a crer.
No, ni queremos.
Pues es que aquí cuesta el cuarto cuarenta pesos, presumió Empleado.
Újule, ni que fuera el Fucklton, ahi nos vemos.
Oye no, Oli, estoy muy cansada: yo pago.
Qué se me hace que usted está extorsionando aquí a la señorita.
Qué se me hace que usted es un pendejo.
Mire, a mí nadie me insulta, señor, ah qué caray; va a ver si no le hablo a la policía.
No antes de que le rompa el hocico.
Usted y cuántos más.
Yo sólito.
Olifiero, por favor, no te pelees.
Si no me voy a pelear, nomás voy a pegarle a este tarugo, como dijera la canción de los Castrado Brothers, discos RCA Víctor.
Ah sí, muy macho.
No señor, macho jamás pero le pego.
No me diga.
Sí le digo.
No mesté calentando o deveras le hablo a los azules.
Vámonos, Oliveira.
Vámonos, mangos.
Bueno, van a querer el cuarto sí o no.
A cuarenta pesos, ni locos.
Ándele pues, ahi que sean veinte.
Ése es otro poemar, venga la llave.
El cuarto resultó más corriente que los anteriores.
Ella se desplomó en la cama
pero el crujido la hizo levan-
tarse en el acto.
Se ruborizó.
No seas payasa, Requelle.
Ay cómo eres.
Ay cómo soy.
Pausa conveniente.
Uy, tengo un sueño, aventuró ella.
Yo también; vamos a dormirnos, órale.
No. Digo, ya no tengo sueño.
Olivérica mirada de exaspe-
ración contenida.
Ándale.
Pero luego quién nos despierta.
Yo me despierto, no te apures.
Oliveira empezó a quitarse los zapatos.
Te vas a desvestir.
Claro, respondió éí.
Y yo.
Desvístete también, a poco en Las Lomas duermen vestidos.
No.
Ahí está.
Oliveira ya se había quitado los pantalones y los aventó a un rincón.
Se van a arrugar, Oli.
Despreocupación con sueño.
Qué le hace.
Se quitó la camisa.
Estás re flaco, necesitas vitaminarte.
Al diablo con las vitavetas y ésa es una seria advertencia que te ofrezco.
Se metió bajo las sábanas.
Tilt up hasta mejor muestra
del rubor requelliano.
No te vas a dormir.
Es que no tengo sueño, Olichondo.
Bueno, yo sí; hasta pasado mañana.
Le dio un beso en la mejilla y cerró los ojos.
Requelle consideró:
siempre sí tengo sueño.
Muriéndose de vergüenza,
Muchacha se quitó la ropa, la acomodó con cuidado, se metió en la cama y trató de dormir…
.
.
.
Oliveira cambió
de posición y Requelle pegó un salto.
Oliveira, despiértate, tienes las patas muy frías.
Cómo eres, Requi, ya me estaba durmiendo. Y además no era mi pata sino mi mano.
Sí, ya lo sé. Me quiero ir.
Aporrearon la puerta.
Quién, gruñó Baterista.
La policía.
Al carajo, gritó Oliveira.
Abra la puerta o la abrimos nosotros, tenemos una llave maestra.
Requelle trataba de vestirse a toda velocidad.
Vayanse al diablo, nosotros no hemos hecho nada.
Y cómo no, no está ahi dentro una menor de edad.
Eres menor de edad, preguntó Oliveira a Requelle.
No, contestó ella.
No, gritó Baterista a la puerta.
Cómo no. Abra o abrimos.
Pues abran.
Abrieron. Un tipo vestido de
civil y Empleado.
Requelle había terminado de vestirse.
Ya ve que abrimos.
Ya veo que abrieron.
Bueno, cómo se llama usted, preguntó el civil a Requelle, pero fue Oliveira quien respondió:
se llama la única y verdadera Lupita Tovar.
Señorita Tovar, es usted señorita, quiero decir, es usted menor de edad.
Usted es, deslizó Oliveira sin levantarse de la cama.
Déjese de payasadas o lo llevo a la cárcel.
Usted no me lleva a ninguna parte, menos a la cárcel porque el barrio me extraña. Quién es usted, a propósito.
La policía.
Híjole, qué uniformes tan corrientes les dieron, deberían protestar.
Soy la policía secreta, payaso.
Usted es la policía secreta.
Sí señor.
Fíjese que se lo creo, puede verse en sus bigotes llenos de nata.
Oliveira guardó silencio y Requelle tomó asiento en la cama.
(Nótese la ausencia
del habitual e incorrec-
to: se sentó.)
La nuestra Requelle repenti-
namente tranquilizada.
Hasta bostezó.
El secreto: callado también, perplejo;
panzón se le deja, agrega un amigo del Autor.
Oliveira los miró un momento y luego se acomodó mejor en la cama, cerró los ojos.
Oiga, no se duerma.
No me dormí, señor, nada más cerré los ojos; cómo voy a poder dormirme si no se largan.
Ves cómo es re bravero, mano, lloriqueó Empleado.
Qué horas son, preguntó Baterista.
Las ocho y media, le respondieron.
Ah caray, ya es tarde; hay que ir al registro civil, vidita, dijo Oliveira como si los intrusos no estuvieran allí: se puso de pie y empezó a vestirse.
(Adviértase ahora la ausencia
de: se paró; nota del editor.)
Señorita Tovar, decía el agente, usted es menor de edad.
Si usted lo dice, señor. Tengo doce años y nadie me mantiene, y no me hable golpeado porque mi hermano se lo suena.
Ah sí, échemelo.
Yo soy su hermano, especificó Oliveira.
Agente escandalizado.
Cómo que su hermano, no diga esas cosas o le va pior.
Me va peor, corrigió Oliveira,
permitiendo que la Academia
de la Lengua suspire con alivio.
Se puso el saco y guardó su corbata en el bolsillo.
Bueno, vamonos, dijo a Requelle.
A dónde van, no le saquen, culeros.
Oliveira miró al secreto con cara de influyente.
Se acabó el jueguito. Cómo se llama usted.
Víctor Villela, contestó el secreto.
No se te vaya a olvidar el nombre, hermanita.
No, hermanito.
Salieron con lentitud, sin que intentaran detenerlos. Al llegar a la calle, los dos se echaron a correr desesperadamente. Al llegar a la esquina, se detuvieron.
Nadie los seguía.
Por qué corremos, preguntó Requelle Lingenua.
La picara ingenua.
Nomás, respondió él.
Cómo nomás.
Sí, hay que ejercitarse para las olimpiadas, pequeña: mens marrana in corpore sano.
Llegaron al registro civil cuando apenas lo abrían y tuvieron que esperar al juez durante media hora.
(Échese ojo esta vez al inteli-
gente empleo de: durante; nota
del linotipista.)
Al fin llegó, hombre anciano, eludiste la jubilación.
Oliveira aseguró:
aquí la seño tiene ya sus buenos veinticinco añejos y cuatro abortos en su curriculum; yo, veintiocho años, claro; la mera verdad, mi juez, es que vivimos arrejuntadones, éjele, y hasta tenemos un niño, un machito, y pues como que queremos legalizar esta innoble situación para alivio de nuestros retardatarios vecinos con un billete de a quinientos.
Y sus papeles, preguntó el oficial del registro civil.
Ya le dije, mi ultradecano, nomás es uno: de a quinientos.
El juez sonrió con una cara de qué muchachos tan modernos y explicó:
miren, en el De Efe no van a lograr casarse así, si hasta parece que no lo supieran, esas cosas se hacen en el estado de México o en el de Morelos. Ni modo.
Ni modo, concedió Baterista, nada se perdió con probar.
Afuera el sol estaba cada vez más fuerte y Requelle se quitó el abrigo.
Chin, dijo ella, voy a tener que pedirle permiso a mi mamá y todo eso.
Eres o no menor de edad, preguntó Oliveira.
Claro que sí.
Chin, consintió él.
Caminando despacio.
Bajo el sol.
Criadas con bolsa de pan miraban el vestido de noche de Requelle.
Requelle, ma belle, sont des mots qui vont très bien ensemble, cantó Oliveira.
Que no me digas así, sangrón: juro por el honor de tus primas Renata y Tompiata que vuélvote a morder.
Sácate, todavía tengo hinchado el tobillo.
Ah, ya ves.
Se renta departamento una pieza todos servicios.
Lo vemos, propuso Requelle.
Edificio viejo.
Parece teocalli, pero aguanta, aventuró él.
Está espantoso, aseguró Requelle, pero no le hace.
El portero los llevó con la dueña del edificio, ella da los informes ve usted.
Señora amable. Con perrito.
Oliveira se entretuvo haciendo cariños al can.
Queríamos ver el departamento que se alquila, señora, dijo Requelle,
sa belle;
le presento a mi marido, el licenciado Filiberto Rodríguez Ramírez; Filiberto, mi amor, deja a ese perrito tan bonito y saluda a la señora.
Buenos días, señora, declamó Oliveira Obediente, licenciado Domínguez Martínez a sus rigurosas órdenes y a sus pies si no le rugen, como dijera el doctor Vargas.
Ay, qué pareja tan mona hacen ustedes, y tan jóvenes, tan tiernitos.
Entrecruzando miradas.
Favor que nos hace, señora, verdad Elota, comentó Oliveira.
Sí, mazorquito mío.
Vengan, les va a encantar el departamento, tiene mucha luz, imagínense.
Nos imaginamos, respondió Requelle automáticamente.

               
Para Angélica María





**Tomado del libro “INVENTANDO QUE SUEÑO”