martes, 27 de junio de 2017

Sandunga, Mamá, por Dios -2010- (Rebeca Orozco)



Juana Catalina se miró al espejo por tercera vez y decidió colocar sus dos trenzas a manera de diadema sobre la cabeza. Don Porfirio estaba por llegar. Se miró de nuevo. Frente a sí descubrió una reina zapoteca. Soberbia, orgullosa. Sus rangos eran como las subidas y las bajadas de la sierra: precisos, eternos, portentosos.

--¿La interrumpo, doña Cata? –dijo Rosa, la criada, bajo el marco de la puerta de la habitación. Estaba extenuada.Había pasado todo el día sacudiendo tapetes y fregando pisos--. Le informo que ahora sí vino más gente que la vez pasada a fisgonear. ¡De mirones está lleno el mundo!

Juana Cata se asomó a la ventana. Cada vez que Porfirio la visitaba, se repetía la escena: indígenas de San Blas y de otros barrios se acomodaban alrededor de la casona para esperar al gobernador. Veneraban a Don Porfirio como si encarnase a Cocicopij, último gobernante de Tehuantepec. Los criollos y mestizos, en cambio, no querían al Pelón Díaz porque era liberal, porque el demonio de Juárez lo había puesto a dirigir los destinos del istmo.

--¿Ya vio, señora? Esos malcriados se acomodaron en los escalones de la entrada. ¿Por dónde creen que va a pasar nuestro gobernante?

--Al señor Díaz, nada ni nadie lo detiene. ¿No te acuerdas, Rosa, que fue él mismo quien movió cielo, mar y tierra para que el tren de la compañía Luisianesa pasara exactamente frente a la puerta de mi casa?

--Como no, señora, si no se hablaba de otra cosa aquí en Tehuantepec. Bueno, doña Cata, me voy a la cocina… ¿se le ofrece algo?

--Dile a Tulia que vigile bien el mole de camarón seco, no se le vaya a salar.

Dieron las siete. El silbido del tren se escuchó cada vez más cerca. Al fin, con ruido estrepitoso, se detuvo frente a la mansión de la india zapoteca y, siguiendo el ritual establecido cuatro años atrás, el gobernante descendió ceremonioso del  vagón decorado con terciopelo rojo. El hombre llevaba puesto un uniforme de gala militar y portaba una brillante espada. Los indígenas se arrodillaron y recitaron loas en lengua prehispánica. Acto seguido, se abrió paso entre la gente que ocupaba la escalinata y desapareció tras el portón de madera dejando una caravana de inquietudes. ¿Qué haría don Porfirio dentro de la casona? ¿La visita tenía que ver con secretos de guerra o espionaje? ¿Era cierto que el gobernador venía a solicitar los remedios herbolarios de la hechicera?

La joven lo esperaba sentada en un sofá Luis XV de avellano. La elegancia del huipil de seda rojo carmesí, bordado en oro, y de la falda a rayas color verde se multiplicaba en los espejos. Don Porfirio se sentó a su lado. La abrazó. Estaba orgulloso, había mandado construir para ella la casona al estilo francés. La más bella de Tehuantepec. Tenía salón principal, comedor para veinticuatro personas, seis habitaciones, jardines y un par de caballerizas. Los muebles habían viajado por barco desde Francia al igual que la porcelana de Checoslovaquia.

--No te quedes ahí parado, Porfirio. Estás en tu casa –advirtió coqueta mientras observaba la serie de medallas que adornaban el pecho del capitán--. Ven a sentarte.

Juana Catalina recordó entonces cuando lo vio por primera vez en casa del juez Avendaño. Ella jugaba al billar, muy quitada de la pena, con un padre dominico y un empleado de correos. Estaba a punto de hacer una carambola cuando los nobles rasgos indígenas del visitante y su porte la impresionaron  hondamente. El cuerpo fuerte y atlético del político le causaron aspavientos incontrolables. Ella tenía diecinueve años y él, veinticuatro. No en vano, se enteraría después, Porfirio se ejercitaba cada mañana en su gimnasio particular, hacía natación y gustaba de escalar los cerros. En ese entonces ella se dedicaba a torcer cigarros de hoja y a venderlos en los cuarteles. No tenía todavía La Istmeña, una tienda que había resultado muy próspera.

Pasaron al comedor. Juana Cata solía comer en una vajilla de barro heredada de su abuela, pero cuando aquel hombre la visitaba le daba gusto: mandaba colocar la mesa con vajilla de Murano y copas de Bacarat. Mientras comían las cebollas rellenas de carne, platicaron de una cosa y de la otra hasta que llegaron al tema ineludible de la guerra.

--No aguanto más. Todos los días debo librar un combate contra esos hijos de su…

--Calma. Es muy malo tragarse uno solo los corajes.

--La muina me domina, mujer, ¿qué quieres que haga? Para colmo, cuento solamente con cincuenta hombres, algunos de Juchitán, otros de… ¡mi ejército es raquítico!

--Yo te puedo ayudar. Mira, ya lo pensé bien. Voy a dar una donación para pagar la soldada liberal.

--No, Juana Cata, de ninguna manera –declaró ofendido.

--Estoy decidida. Ni tú que eres el gobernador, me va a hacer cambiar.

--Ay, Cata. Eres terca como una mula. Con que seas mi informante es suficiente.

--No me cuesta nada, Porfirio. Ya sabes que las clientas principales de La Istmeña son las esposas de esos mochos desgraciados y lo único que yo hago es sacar provecho de la situación. Si las vieras, no paran de hablar y todavía más cuando les regalo sus copitas de mezcal.

--De todos modos, ya establecí una policía secreta. Prefiero que ellos me informen. No te vayas a meter en un lío, mujer. ¿No ves que no puedo más? Lo que más me inquieta es que estoy incomunicado con la Ciudad de México. No recibo ni instrucciones ni ayuda de nadie. Me veo obligado a pensar por mí. Hace meses que no sé nada de Juárez.

--Mira, Porfirio, la falta de ayuda te obliga a pensar por ti. A decidir por ti, a convertirte en gobierno.

El hombre observó, casi con veneración, los ojos de la joven. Amaba con vehemencia a aquella mujer que acompañaba los tamalitos de iguana con vino francés y que hacía el amor como una perfecta estratega: él no adivinaba nunca cómo ni por dónde lo iba a sorprender. De pronto, su vista se anegó. A pesar de ser uno de los militares más aguerridos del país, le daba por llorar en situaciones íntimas. Cada vez que pensaba en la noche en que ella rechazó su petición de matrimonio se le salían dos o tres lágrimas. Juana Cata le había dicho que no podía casarse con él porque las tehuanas son dueñas de sí mismas y de nadie más.

Al terminar sus copitas de champaña, entraron a la recámara. Una colcha blanca llena de encajes y media docena de almohadas los esperaba. Juana Cata se fue quitando el collar de monedas de oro, las arracadas, el huipil, la camisola; mientras, Porfirio se sentó a observarla desde una mecedora. Dentro de esa habitación la vida era una delicia. Puras faldas y listones. De pronto, la excitante ceremonia se desbarató: gritos de angustia llegaron del exterior, llanto de niños, relincho de caballos. Imprudente, la criada tocó la puerta de la habitación:

--¡Señora! ¡Señoraaaa!

--¡Qué pasa, Rosa! ¿Cómo te atreves a…?

--Unos soldados rodearon la casa, señora. ¡Piden la cabeza de don Porfirio!

--¡Santo, Dios! –gritó la mujer atemorizada.

--No te aflijas Cata, no se van a burlar de mí esos idiotas.

--Pero… ¿qué vas a hacer?

Porfirio se levantó de la mecedora de inmediato, cerró los ojos, se apretó las sienes con los dedos y luego de unos segundos comunicó a la joven y después a la servidumbre de la casa su plan de acción.

Obediente, el mozo abrió la puerta principal de la casa para dar el aviso:

--Dice la señora Juana Cata que se rinde. Que no soporta ver su santo hogar en estado de sitio y que, si quieren entrar, que pasen sin hacer mucho alboroto.

El jefe conservador esbozó una sonrisa de triunfo y ordenó a un grupo de soldados que entraran a la casa para tomar prisionero al gobernador. Ocuparon los dos pisos mientras la dueña, sentada ante un piano, tocaba La Sandunga, la melodía que desde la infancia le daba fuerza. Telas de seda bordada y crinolinas la envolvían hermosamente. Tras largos minutos, los soldados no habían encontrado a don Porfirio. Con ahínco lo habían buscado en el sótano, en el ático, en los roperos. Nada.

--¡Porfirio! ¿Sales o te hacemos salir? –amenazó el jefe disparando un balazo contra un candil. Infinidad de pedacitos de vidrio cayeron sobre el pasillo.

--¡Dios santo! ¿Qué hace? –protestó Juana Cata espantada. Para darse fuerza, la joven reinició La Sandunga. Las manos le temblaban. “Ay, mamá, por Dios, no seas ingrata, mamá de mi corazón”.

--Le ordeno, señora, que se ponga de pie y me diga dónde escondió al gobernador –exclamó el hombre exasperado. El aliento fétido del militar calentó el rostro de la muchacha.

--Uy, señor, si ustedes que son soldados no lo saben, menos yo que soy una pobre zapoteca que no aprendió ni a leer ni a escribir –afirmó, inmóvil, escondiendo la mirada entre las teclas del piano.

--¡Embustera! Dígame, por el bien de la nación, ¿lo ayudó a escapar? –amenazó a la joven mientras ésta, muda, continuaba interpretando torpemente La Sandunga.

--Mire, señora, por última vez, si no me dice dónde está su amante…

--¿Amante? Me ofende. Ésas son puras habladurías –protestó con valentía--. Si el señor Díaz vino a visitarme fue porque tenía una fiebre muy peligrosa y me pidió que le preparara atole real, el de los antiguos señores zapotecas…

--¡Por última vez! ¿Dónde está el canalla? ¿No me va a contestar? ¡Carajo! Tengo a mi gente fuera y dentro de la casa… ¿en dónde está el machito ese?

--Tengo entendido –explicó Juana Cata con fingida inocencia—que el señor gobernador es famoso por sus escapadas. O qué… ¿no lo sabía?

--¿Qué quiere decir? ¡Hable y deje de tocar ese maldito piano!

--Por ahí dicen que don Porfirio es muy bueno para disfrazarse –manifestó la joven retando por primera vez al soldado--. A lo mejor esta vez se disfrazó de soldado conservador y…

--¡Condenado liberal! ¡No debe andar muy lejos! –enunció colérico y, luego, alzando la voz, dio órdenes a sus soldados de que salieran a buscar al enemigo.

Los militares salieron de prisa. Rabiando. ¿Cómo era posible que el mala entraña de Porfirio se les hubiera escapado frente a sus narices? A través de la ventana, Juana Cata los vio montar sus caballos y dirigirse hacia el cerro.

--Ya puedes salir, Porfirio –indicó Juana Cata extenuada. Había tocado La Sandunga más de veinte veces.

El capitán salió a rastras de debajo de las enaguas de doña Juana Cata. Estaba embriagado, feliz. En su vida había conocido mejor refugio. El paraíso. Una nueva victoria para los liberales.




**Tomado de la antología de cuentos: “LAS REVOLTOSAS”, realizado por el grupo de escritores Taller Monte Tauro.

jueves, 1 de junio de 2017

El Leve Pedro -1976- (Enrique Anderson Imbert)


Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.

--Oye --dijo a su mujer-- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda.

--Languideces --le respondió su mujer.

--Tal vez.                            

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.

Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.

--Te has mejorado tanto --observaba su mujer-- que pareces un chiquillo acróbata.

Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.

Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.

Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.
Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.

--¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!

--Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?

Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:

--Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.

--¡No, no! --insistió Pedro--. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.
Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.

--¡Hombre! --le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.

--¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.

Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rio convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:

--¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.

--Mañana mismo llamaremos al médico.

--Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.

Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.

--¿Tienes ganas de subir?

--No. Estoy bien.

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.

Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo.

Parecía un globo escapado de las manos de un niño.

--¡Pedro, Pedro! --gritó aterrorizada.

Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto!

Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.

--Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.

Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible. Aterrizaba.

En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.


**Tomado del libro: "EL LEVE PEDRO: ANTOLOGÍA DE CUENTOS"

domingo, 28 de mayo de 2017

Un Juguete Para Juliette -1967- (Robert Bloch)


Juliette entró en su dormitorio, sonriendo, y un millar de Juliettes le devolvieron la sonrisa. Porque todas las paredes estaban cubiertas con espejos, y el techo estaba formado por paneles empotrados que reflejaban su imagen. Por todos lados donde mirara podía ver los rubios rizos que enmarcaban los rasgos llenos de sensibilidad de un rostro que era una radiante amalgama de niña y ángel; un sorprendente contraste con la rubicunda y carnosa revelación de su cuerpo de mujer bajo la diáfana ropa.

Pero Juliette no se sonreía a sí misma. Sonreía debido a que sabía que el Abuelo estaba de vuelta y le habría traído otro juguete. Dentro de unos momentos sería descontaminado y se lo entregaría, y deseaba estar preparada.

Juliette giró el anillo en su dedo y los espejos se oscurecieron. Otro giro oscurecería enteramente la habitación; un giro en sentido contrario y los espejos volverían a brillar. Todo era cuestión de elegir…, pero ése era el secreto de la vida. Elegir, por el puro placer de hacerlo.

¿Y qué le complacía hacer esta noche?

Juliette avanzó hacia uno de los paneles de espejo y pasó su mano ante él. El cristal se deslizó hacia un lado, revelando una hornacina tras él; una abertura en forma de ataúd excavada en la roca sólida, con la bota de tortura y las empulgueras situadas a sus alturas correspondientes.

Vaciló un momento; no había jugado a ese juego desde hacía años. Otra vez, quizá. Juliette agitó su mano y el espejo se deslizó, cubriendo de nuevo la abertura.

Erró lentamente a lo largo de la hilera de paneles, haciendo gestos a medida que andaba, deteniéndose para inspeccionar uno tras otro lo que había detrás de los espejos. Allí estaba el potro; allí, bien alineados, los látigos de púas colocados contra la oscura madera pulida. Y allí estaba la mesa de disección, con cientos de años de antigüedad, con sus exóticos instrumentos; tras el siguiente panel, los cables y electrodos que producían esas muecas tan extrañas y esas contorsiones de agonía, por no hablar de los gritos. Por supuesto, los gritos no importaban en una habitación a prueba de ruidos.

Juliette se dirigió hacia la pared lateral y agitó de nuevo su mano; el obediente cristal se deslizó a un lado, y se quedó contemplando un juguete que casi había olvidado. Era una de las primeras cosas que el Abuelo le había traído, y era muy vieja, parecida a la caja de una momia. ¿Cómo la había llamado?… La Doncella de Hierro de Nuremberg, eso era…; con las afiladas púas de acero llenando la tapa por su interior. Encadenabas a un hombre dentro, y luego hacías girar la pequeña manivela que cerraba la tapa, siempre muy suavemente, y las púas atravesaban las muñecas y los codos, las rodillas y los tobillos, las ingles y los ojos. Tenías que ir con cuidado para no excitarte e ir demasiado de prisa, o te perdías toda la diversión.

El Abuelo le había enseñado cómo funcionaba, la primera vez que le había traído un juguete realmente vivo. Y luego, el Abuelo se lo había mostrado todo. Le había enseñado todo lo que sabía, puesto que era muy sabio. Incluso le había dado su nombre —Juliette—, sacándolo de uno de los viejos libros impresos que había descubierto escritos por el filósofo De Sade.

El Abuelo le había traído libros del Pasado, al igual que le había traído los juguetes. Era el único que tenía acceso al Pasado, puesto que era el dueño del Viajero.

El Viajero era un mecanismo muy ingenioso, capaz de alcanzar las frecuencias vibratorias que lo liberaban de los lazos del tiempo. En reposo, era simplemente un artefacto parecido a una gran caja cúbica, del tamaño de una habitación pequeña. Pero cuando el Abuelo accionaba los controles y se iniciaba la oscilación, la caja se volvía borrosa y desaparecía. Estaba todavía allí, decía el Abuelo —al menos la matriz permanecía allí, como un punto fijo en el espacio y en el tiempo—, pero cualquier cosa o cualquier persona que estuvieran dentro del cubo podía moverse libremente por el Pasado hasta el lugar para el cual estuvieran programados los controles. Por supuesto eran invisibles cuando llegaban allí, pero en realidad eso constituía una ventaja, particularmente cuando se quería encontrar cosas y traerlas. El Abuelo había traído algunos objetos realmente interesantes desde lugares casi míticos —la gran biblioteca de Alejandría, la Pirámide de Keops, el Kremlin, el Vaticano, Fort Knox—, todos los lugares donde estaban almacenados los tesoros y el conocimiento que había existido hace miles de años. Le gustaba ir a esa parte del Pasado, el período antes de las guerras termonucleares y las edades reboticas, y coleccionar cosas. Naturalmente, los libros, las joyas y los metales no tenían utilidad, excepto para un anticuario, pero el Abuelo era un romántico y le gustaban los viejos tiempos.

Era extraño pensar en él como en el dueño del Viajero, pero por supuesto él no había sido su creador. El padre de Juliette era quien lo había construido realmente, y el Abuelo tomó posesión de él después de que su padre muriera. Juliette sospechaba que el Abuelo había matado a su padre y a su madre cuando ella era todavía un bebé, pero nunca había podido estar segura de ello. Tampoco importaba; el Abuelo era siempre muy bueno con ella, y además, pronto iba a morirse, y entonces ella sería la dueña del Viajero. Acostumbraban a bromear frecuentemente sobre ello.

—He hecho de ti un monstruo —decía el Abuelo—. Y algún día tú terminarás destruyéndome. Tras lo cual, por supuesto, procederás a destruir todo el mundo… o lo que queda de él.

—¿Y no tienes miedo? —le pinchaba ella.

—Claro que no. Ése es mi sueño…, la destrucción de todo. Un final para esta estéril decadencia. ¿Te das cuenta de que hubo un tiempo en que había más de tres mil millones de habitantes en este planeta? ¡Y ahora hay menos de tres mil! Menos de tres mil, encerrados en estos Domos, prisioneros de sí mismos y encerrados para siempre, gracias a los pecados de sus padres, que envenenaron no sólo el mundo exterior sino también el espacio abierto en su intento de transformar el orden atómico del universo. La humanidad está ya virtualmente extinta; lo único que harás tú será acelerar el final.

—Pero ¿no podríamos ir hacia atrás, a otro tiempo, en el Viajero? —preguntaba ella.

—¿Hacia atrás a qué tiempo? El continuum es incambiable; un acontecimiento conduce inexorablemente a otro, eslabones todos de una cadena que nos conduce al presente y a su inevitable fin de destrucción. Gozamos de una supervivencia individual temporal, sí, pero de ninguna finalidad. Y ninguno de nosotros está capacitado para vivir en un ambiente más primitivo. De modo que quedémonos aquí y extraigamos todo el placer que podamos de este momento. Mi placer es ser el único poseedor y usuario del Viajero. En cuanto al tuyo, Juliette…

El Abuelo siempre se reía entonces. Ambos se reían, porque sabían cuál era el placer de ella.

Juliette mató su primer juguete cuando tenía once años…, un muchachito. El Abuelo se lo había traído como un regalo especial, de algún lugar del Pasado, para sus elementales juegos sexuales. Pero él no quería cooperar, y ella perdió la calma y lo golpeó hasta matarlo con una barra de acero. De modo que el Abuelo le trajo otro juguete un poco mayor, de piel morena, y éste cooperó estupendamente; pero al final ella se cansó de él, y un día mientras estaba durmiendo en su cama lo ató y fue a buscar un cuchillo.

Experimentando un poco antes de que muriera, Juliette descubrió nuevas fuentes de placer, y por supuesto el Abuelo se enteró. Fue entonces cuando la bautizó «Juliette»; pareció aprobarlo con entusiasmo, y a partir de entonces le trajo los juguetes que ella guardaba detrás de los espejos en su dormitorio. Y en sus incesantes viajes al Pasado fue trayéndole nuevos juguetes.

Siendo invisible, podía encontrarle casi cualquier cosa en sus viajes; todo lo que tenía que hacer era utilizar un aturdidor y transportarlos de vuelta. Por supuesto, cada juguete tenía que ser descontaminado muy cuidadosamente; el Pasado pululaba de extraños microorganismos. Pero una vez los juguetes se habían vuelto adecuadamente antisépticos eran entregados a Juliette para su placer, y durante los últimos siete años no había dejado de divertirse.

Siempre era delicioso ese momento de anticipación antes de que llegara un nuevo juguete. ¿Cómo sería? El Abuelo era muy considerado; ante todo, se aseguraba de que los juguetes que le traía pudieran hablar y comprender Inglés, o «inglés», como lo llamaban en el Pasado. La comunicación verbal era a menudo importante, sobre todo si Juliette deseaba seguir los preceptos del filosofo De Sade y gozar de alguna forma de relación sexual antes de adentrarse en placeres más intensos.

Pero siempre existía esa anticipación. Este juguete ¿sería joven o viejo, salvaje o domesticado, masculino o femenino? Los había tenido de todo tipo, y cada posible combinación. A veces los mantenía vivos durante días antes de cansarse de ellos… o antes de que las sutilidades de que ella era capaz les hicieran expirar. En otras ocasiones deseaba que todo ocurriera muy rápidamente; esta noche, por ejemplo, sabía que se sentiría apaciguada tan sólo por la acción más primitiva y directa.

Una vez se hubo dado cuenta de esto, Juliette dejó de jugar con sus paneles de espejos y se dirigió directamente hacia la gran cama. Echó abajo el cobertor, y rebuscó bajo la almohada hasta que lo encontró. Sí, aún seguía allí…, el gran cuchillo con la larga y cruel hoja. Ahora sabía lo que iba a hacer: llevaría el juguete con ella a la cama y luego, precisamente en el momento adecuado, combinaría sus placeres. Si podía controlar el momento exacto de utilizar su chuchillo…

Se estremeció de anticipación; luego de impaciencia.

¿Qué clase de juguete sería? Recordó aquel otro, suave y frío…, Benjamín Bathurst era su nombre, un diplomático inglés del tiempo que el Abuelo llamaba las Guerras Napoleónicas. Oh, había sido suave y frío hasta que ella lo había seducido con su cuerpo y lo había llevado a la cama. Y luego había habido aquella aviadora norteamericana de un poco después en el Pasado; y en una ocasión, como un regalo muy especial, toda la tripulación de un velero llamado Mane Celeste. ¡Le habían durado semanas!

Sorprendentemente, en ocasiones había llegado incluso a leer cosas sobre sus juguetes después. Porque cuando el Abuelo se acercaba a ellos con su aturdidor y los traía aquí, desaparecían para siempre del Pasado, y si de alguna forma eran conocidos o importantes en su tiempo, tales desapariciones eran notadas. Así, algunos de los libros del Abuelo relacionaban «misteriosas desapariciones» que ocurrían de tanto en tanto y que por supuesto nunca eran explicadas. ¡Qué delicioso era todo aquello!

Juliette palmeó la almohada, ahuecándola, y volvió a dejarla en su sitio, deslizando debajo el cuchillo. Ya no podía esperar más; ¿qué era lo que lo estaba entreteniendo?

Se obligó a dirigirse hacia una abertura y pulsar un vaporizador, desvistiéndose mientras la perfumada neblina bañaba su cuerpo. Aquél era el último toque de seducción… Pero ¿por qué no llegaba aún su juguete?

De pronto, la voz de su Abuelo le llegó desde el altavoz.

—Querida, te envío una pequeña sorpresa.

Eso era lo que decía siempre; formaba parte del juego.

Juliette soltó el mando del comunicador.

—No me tengas más sobre ascuas —suplicó—. Dime cómo es.

—Es un inglés. De la época victoriana. Muy formal y educado, por lo que parece.

—¿Joven? ¿Guapo?

—Pasable. —El Abuelo dejó escapar una risita—. Tus apetitos te traicionan, querida.

—¿Quién es…, alguien de los libros?

Ignoro su nombre. No encontramos identificación durante la descontaminación. Pero por sus ropas y modales, y el pequeño maletín negro que llevaba cuando lo descubrí a primeras horas de esta madrugada, calculo que debe de ser un médico regresando de alguna llamada de urgencia.

Juliette sabía lo que eran los «médicos» por sus lecturas, por supuesto; como sabía lo que significaba «Victoriano». De algún modo, la combinación parecía correcta.

—¿Formal y educado? —rió—. Entonces me temo que va a sufrir un fuerte shock.

El Abuelo rió también.

—Tienes algo en mente, estoy seguro.

—Sí.

—¿Puedo mirar?

—Por favor…, no esta vez.

—Muy bien.

—No te enfades, querido. Te quiero.

Juliette cortó la comunicación. Justo a tiempo, porque la puerta se estaba abriendo, y el juguete entró.

Ella lo miró, dándose cuenta de que el Abuelo había dicho la verdad. El juguete era un hombre de unos treinta y tantos años, atractivo pero no guapo. No podía serlo, enfundado en aquel traje oscuro y con aquellas ridiculas patillas. Había algo casi deprimentemente refinado y amanerado en él, un aire de embarazada represión.

Y por supuesto, cuando vio a Juliette en su ropa casi transparente, y la cama rodeada de espejos, realmente enrojeció.

Esa reacción sedujo completamente a Juliette. Un Victoriano enrojeciendo, con la constitución de un toro… ¡e ignorante de que aquél era su matadero!

Era tan divertido que no pudo dominarse; avanzó inmediatamente y lo rodeó con sus brazos.

—¿Quién…, quién es usted? ¿Dónde estoy?

Las preguntas habituales, formuladas de la forma habitual. Normalmente, Juliette se hubiera divertido dando respuestas evasivas destinadas a desconcertar y a excitar a su víctima. Pero esta noche sintió una impaciencia que no hizo más que aumentar cuando abrazó al juguete y lo empujó hacia la cama que aguardaba.

El juguete empezó a respirar pesadamente, reaccionando. Pero seguía desconcertado.

—Dígame…, no comprendo. ¿Estoy vivo? ¿O esto es el cielo? Las ropas de Juliette se abrieron cuando ella se tendió de espaldas.

—Estás vivo, querido —murmuró—. Maravillosamente vivo. —Se echó a reír cuando empezó a probar su afirmación—. Pero mucho más cerca del cielo de lo que piensas.

Y para probar esa afirmación, su mano libre se deslizó bajo la almohada y buscó a tientas el cuchillo.

Pero el cuchillo ya no estaba allí. De alguna forma, había hallado el modo de abrirse camino hasta la mano del juguete. Y el juguete ya no era formal y educado; su rostro era como algo surgido de una pesadilla. Sólo un atisbo, antes de que el cegador destello de la hoja del cuchillo se abatiera sobre ella, una y otra y otra vez…

La habitación, naturalmente, era a prueba de ruidos, y había mucho tiempo. No descubrieron lo que quedaba del cuerpo de Juliette hasta pasados varios días.

Allá en Londres, tras el último y misterioso crimen cometido a primeras horas de la madrugada, jamás se encontró a Jack el Destripador…



Tomado del libro: “VISIONES PELIGROSAS I”. Antología compilada por Harlan Ellison

sábado, 27 de mayo de 2017

Superman (Historia en Texto) -1939- (Jerry Siegel)


Escritorios rotos, archiveros volcados, yeso esparcido, agujeros en las paredes, brillantes accesorios de acero caídos como una triste caricatura de su antiguo esplendor modernista, saludaron con sorpresa a los ojos del Sargento Detective, cuando abrió la puerta de la oficina de la Firma de Abogados de Patentes, Harvey Brown.

La ruina temblorosa de un hombre se levantó del suelo, y gritó en forma estridente, "¡El no puede hacerme esto! ¡Captúrenlo! ¡Deténganlo!"

El Sargento Blake examinó la ropa desgarrada del individuo, el pelo revuelto y los ojos ennegrecidos, a continuación, una vez más quedó sin habla por los destrozos ocurridos en la habitación. "¿Qué diablos ha pasado aquí?" rugió, emergiendo su voz al fin, "¿Un ciclón?"
"¿Ciclón? ¡Nada!" Exclamó tembloroso el hombre. "¡Peor! Acabo de tener una visita de Supermán!"

“¡Supermán!” La palabra brotó de los labios de Blake con la fuerza de una explosión.

“¡Sí!” Afirmó. “Ha robado invenciones de mis clientes. ¡Después de que él destruyó el lugar, me advirtió que si yo no me retiraba del negocio, que volvería y terminaría el trabajo! Exijo..." Brown detuvo su diatriba. El Sargento Detective ya no estaba en la habitación.

Los miembros restantes de la brigada antidisturbios se sorprendieron de ver a su oficial superior llegando a toda velocidad por el pasillo.

"¡Rápido! Gritó Blake." ¿Han visto a alguien desde que estuve en la habitación?

"Nadie", contestó un oficial desconcertado. "Es decir, nadie excepto un hombre que llevaba un extraño traje que me preguntó cuál era el problema, y luego entró en el ascensor."

El Sargento, desconcertado, aulló de rabia cuando vio que la puerta del ascensor se cerraba y desesperadamente pinchó el botón del ascensor. "¡Tontos!" rugió. "¡Ese era Supermán!"

Los policías gritaron confundidos. "¡Supermán!... ¡Y él está en ese ascensor!... ¿Qué vamos a hacer?"

Blake se apoderó de la mano de uno de sus hombres, y lo empujó contra el botón. "¡Manténgalo presionado por tres minutos, Mooney, o me quedaré con su placa! ¡Los demás vengan conmigo!”
Blake se dirigió a toda velocidad hacia la escalera más cercana seguido por sus hombres. A medida que bajaba al primer piso, explicó. "Afortunadamente, el ascensor es operado automáticamente por los pulsadores en las distintas plantas. Mientras Mooney presione el botón, Supermán estará atrapado. ¡Y cuando pasen los tres minutos de pausa, el Hombre de Acero se saldrá y estaremos listos para él!"

Dos minutos más tarde llegaron los policías a la entrada del ascensor del primer piso, sacaron sus armas, todas las miradas tensas en el indicador que mostraba que la cabina estaba detenida en algún lugar entre la segunda y la primera planta. El triunfo se presentó en los ojos del Sargento Blake. Visiones de una palmadita en la espalda del Comisario, un ascenso en rango, y un aumento en el salario, pendiendo tentadoramente en su mente.

"¡Con cuidado, muchachos!" advirtió a los oficiales agrupados cerca de él. "Hemos orado por este momento durante meses, y ahora que ha llegado, no queremos fallar. Se le vio entrar en el ascensor... ¡Y él estará obligado a salir por esa puerta en cualquier momento!"

"Y eso es lo que me molesta", murmuró alguien, "¿Qué haremos cuando salga?"

Dicho de otra manera "¡Nuestras armas son inútiles contra él!”

"¡Tonterías!" replicó el Sargento Blake. "¡Todo lo que tenemos que hacer es mantenernos en calma, y lo capturaremos!"

Pero los propios comentarios del Sargento no lo convencen. Se cuentan algunas historias muy salvajes que circulan sobre este hombre que se hace llamar Supermán. Se decía que era un Robin Hood moderno... una persona que ha dedicado su existencia a ayudar a los débiles y oprimidos. Se rumoreaba que poseía superfuerza, podía levantar tremendos pesos, romper el acero con sus propias manos, saltar por encima de los edificios, y que nada podía penetrar su piel increíblemente súper-resistente. ¡Pero, por supuesto, opinó el Sargento, se trataba de simples rumores, fantásticos cuentos de hadas! Es probable que Supermán era simplemente una persona común cuya fuerza promedio había sido inmensamente exagerada. ¡Sin duda!

Sin embargo, el policía no pudo evitar un estremecimiento aprensivo que se arrastraba por su columna vertebral.

De repente, la flecha del indicador comenzó a moverse. ¡Los tres minutos pasaron muy aprisa! ¡Mooney había soltado el botón, y el ascensor estaba descendiendo!

Con un choque de metal de la puerta el ascensor se abrió. Los dedos se tensaron en los gatillos... Entonces...

Una voz alarmada y vacilante rompió el eléctrico silencio: "¡Esperen! ¡Bajen sus armas!"

Fuera del ascensor se distingue una figura delgada, nerviosa. Sus ojos parpadean temerosamente tras unas gafas de montura gruesa. ¡No era Supermán! Por el contrario, era un joven muy asustado.

Desde algún lugar detrás de él, el Sargento, atónito, escuchó una risita ahogada. Su rostro enrojeció. "¿Dónde está Supermán?", Gritó al joven, que parecía un ratón, que estaba de pie delante de él. "¡Por todos los santos! ¿Qué estás haciendo en ese ascensor?"

"Solamente -eeeh- bajaba hacia el vestíbulo, cuando algo aparentemente salió mal con el mecanismo. Admito que estaba aterrorizado por unos momentos, pero..."
"¡Respóndeme!" gruñía Blake. "¿Has visto a un hombre en un extraño uniforme en el ascensor?"

"Nadie en absoluto... así es, excepto yo. Me temo que debe haber algún error, Sargento. Soy Clark Kent, reportero del Daily Star."

"Pero Supermán fue visto entrar en el ascensor por uno de mis hombres. ¿Cómo se explica eso?"

Clark se encogió de hombros. "Está más allá de mí", dijo. "Posiblemente su hombre estaba muy nervioso, o tiene una imaginación demasiado activa".

Se escuchó una gran carcajada. El Sargento Detective se volvió para enfrentarse a sus hombres, sus facciones inscribían intensa desilusión. "Creo que fue una falsa alarma, ¡Eso, es! Volvamos al cuartel, haré un informe".

"¡Eso es raro!" Kent interrumpió. "Estaba a punto de ir a la jefatura de la policía en busca de una historia. ¿Le importa si le acompaño?"

Más tarde, pasaron veloces por las calles con el coche patrulla. Clark se enteró de que en la oficina colindante de Brown habían llamado por teléfono para pedir una patrulla, quejándose de un escándalo terrible ocurrido en la oficina del abogado de patentes... y cómo Blake esperó a Supermán a salir del ascensor.

"Muy divertido,” rió entre dientes, Clark . "Va a ser un buen artículo de fondo para el Daily Star"

"¡Espera!" Gritó Blake en protesta. "No puedes imprimir eso. ¡Me haría quedar como un tonto! ¡No lo publiques! ¡Y tal vez algún día voy a devolverte el favor!"

El reportero se encogió de hombros. "Bueno, si usted siente que el artículo es fuerte, me voy a olvidar de él... temporalmente."

La conversación fue interrumpida cuando se estacionaron frente a la jefatura de policía. Al salir del coche, un oficial informó a Blake. "¿Has oído? ¡'Biff' Dugan acaba de ser capturado!"

Una sonrisa feliz rápidamente cambió la expresión sombría de la cara del Sargento Detective. “Biff" era un asesino largamente buscado que había estado eludiendo la ley durante meses. "Yo sabía que atraparíamos algún día a esa rata", Blake rió.

Con apresuradas zancadas,  Blake y Kent entran a la estación. Unos momentos más tarde, el prisionero, un feo y bruto corpulento que hoscamente se negó a hablar, se puso delante de ellos.

"Pensaste que podrías evadir la ley, ¿no?" Preguntó el Sargento. "Bueno, tal vez lo sepas mejor ahora"

Clark jaló de la manga de Blake. "¿Recuerda, Sargento? Ofreció hacerme un favor. Me gustaría que fuera ahora"

Desconfiado, Blake preguntó: "¿Qué?"

"¿Me permite entrevistar al prisionero en privado?"

" ¿Y qué?", preguntó Blake, ¿qué tiene de malo entrevistarlo aquí delante de mí?"

"Se nota que está de humor para hablar. Tal vez si pudiera hablar con él a solas..."

"¿Está loco? Va contra las normas. Es..."

Clark sonrió burlonamente. "Si no puedo tener esta entrevista, voy a tener que escribir, por cierto, otra historia. Una sobre un Sargento Detective que tenía a sus hombres rodeando a un ascensor con la esperanza de..."

"¡Espera!” gritó Blake."¡Puedes hacer esa entrevista!”, agregó ominosamente. "Pero si algo le pasa al prisionero, serás el único responsable".

Poco después, en una habitación contigua, Clark estaba ocupado con la tarea de curiosas respuestas de un prisionero sombrío cuando se oyeron unos golpes en la puerta de la habitación.

Se apartó del prisionero. Abrió la puerta un poco.

Era Blake. Exigió: "¿El preso sigue ahí?" 

“Naturalmente,” Respondió Clark, exasperado. "Véalo usted mismo..." Las palabras de Kent abruptamente se ahogaron en una exclamación de asombro. Alarmado, el sargento entró en la habitación. De una sola mirada, vio como la mano del reportero señalaba hacia una ventana abierta... y no vio a Dugan en ninguna parte.

"¡Él ha escapado!” exclamó Clark. 

El sargento Blake rugió de rabia, agarró al frágil reportero, y lo sacudió con furia. "Tú…" se atragantó. "¡Es tu culpa! ¡Esto te convierte en cómplice del hecho!"

El Sargento Detective nunca se acordará por completo de lo sucedido en ese momento. En un instante veía un reportero temblando de miedo, y en un santiamén, el Sargento, daba vueltas en el aire, como atrapado en las garras de un huracán. Golpeado contra la pared, lanzó un gemido, y se sumió en la inconsciencia.

Clark Kent mirando la figura yacente del Sargento, murmuró: "Lo siento, no tuve tiempo de usar guantes de seda", entonces, con asombrosa rapidez se quitó las gafas y las prendas exteriores, revelándose a sí mismo vestido con un extraño traje ceñido y una capa reluciente. Con esta ropa, era evidente que él realmente tenía un excelente físico de una simetría impresionante.

Un salto ágil lo llevó al alféizar de la ventana. Allí se mantuvo  momentáneamente, mientras que su visión telescópica inspeccionó los alrededores. Y entonces, cuando divisó la figura de "Biff" subiendo a un auto estacionado, se lanzó hacia el espacio.

Con rápidos movimientos, la figura fantástica, aceleró y aceleró... sus poderosos músculos tenían la capacidad de lanzarlo a través de distancias increíbles. El auto estaba a trescientas yardas de distancia, pero Supermán lo rebasó y lo desvió hacia abajo a una cantera, los engranajes del coche chocaron y saltaron por delante.

Dentro del coche, Dugan gruñó. Esa figura solitaria que se había aparecido de la nada... se interponía para poder escapar. Apretó el acelerador hasta el límite, con la intención de aplastar su cuerpo con el auto, y dejarlo debajo de las ruedas.

¡El golpe fue estruendoso! ¡Pero entonces, sucedió lo imposible! En lugar de quedar debajo de las ruedas, Supermán se mantuvo firme... ¡y el motor rugiente del auto seguía en movimiento!
Asombrado por este milagro, "Biff" movió el embrague marcha atrás, pero de nuevo fue tratado con una exposición de súper-fuerza. Habiéndose apoderado de la defensa delantera, ¡el Hombre de Acero impidió que el automóvil escapara!

Un grito de horror brotó de la garganta de Dugan. Frenéticamente, abrió la puerta del automóvil, saltó... ¡y levantó la vista para encontrarse con la figura sombría de Supermán!

Medio loco de miedo esquivó al Hombre del Mañana, tratando de abrirse paso. Pero era como golpear contra un muro de piedra. Sus puños se encontraron con carne tan dura como el metal, ¡fracturando sus nudillos!
De repente "Biff" estaba poseído con un solo deseo. Huir... ¡para escapar de la ira de este demonio indestructible! Se dio la vuelta, echó a correr con todas sus fuerzas, gritando a todo lo que daban sus pulmones. De inmediato, unos brazos de acero lo rodearon desde atrás, los cuales presionaban la parte posterior de su cuello. Entonces... la inconsciencia...

---OoO---

El Sargento Blake volvió en sí y encontró a Clark Kent arrodillado junto a él. Aturdido se tocó la frente, de repente, recordando lo que había ocurrido, se apoderó del reportero. "¡Estás arrestado!", gritó.  

"¿Por qué?" preguntó Kent.

"Por ayudar a escapar a ‘Biff’ Dugan, ¡por eso! Y..."   

Clark señaló una figura acurrucada en el suelo cerca de él. "¡Antes de decir nada más, mira para allá!"

Blake miró, parpadeó sin comprender, y luego exclamó: "¡Dugan! Pero, ¿cómo...?"

“Todo lo que sé", respondió Clark, "es que un hombre que llevaba un traje extraño saltó al alféizar de la ventana, arrojó a 'Biff', y luego saltó muy lejos." 

El Sargento Detective se levantó. "¿Te das cuenta que ese debe haber sido...? ¡Supermán!"
Los ojos de Clark se agrandaron. "¡Dios mío! ¡Supongo que tienes razón!" 

"¿Sabes?," a regañadientes admitió el Sargento Blake. "A veces pienso que Supermán no es un tipo malo. Pero," se apresuró a enmendar, "creo que eso no significa que no lo arrestaré en cuanto llegue a mis manos"

"Espero que lo tengas a poca distancia", dijo Clark Kent.

El Sargento Detective Blake lanzó una mirada sospechosa rápida al reportero. Por un momento se imaginó que había detectado un rastro de burla en la voz de Kent. Pero el rostro de Clark estaba completamente solemne. 

FIN


Tomado del libro: “THE SUPERMAN CHRONICLES. VOLUME ONE” (Traducción: Octavio Rojas). 

La historia original apareció en la revista Superman # 1 de 1939.

jueves, 25 de mayo de 2017

El Dedo -1620- (Feng Meng-lung)

               
               Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Este tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero este se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El pobre insistió en que ambos regalos eran poca cosa.
               --¿Qué más deseas, pues? –le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.
                  --¡Quisiera tu dedo! –contesto el otro.


*Tomado de la antología de cuentos "EL LIBRO DE LA IMAGINACIÓN", compilación de Edmundo Valadez.

La Rana Que Quería Ser Una Rana Auténtica -1969- (Augusto Monterroso)


Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.
Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
                Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo.


*Tomado del libro "LA OVEJA NEGRA Y DEMÁS FÁBULAS""