miércoles, 25 de diciembre de 2013

Como Perros y Gatos -2007- (Armando Vega-Gil)


          Cuando vio que Silvestre, el gato, iba a pasar junto a él, Pinto, el perro, se hizo el dormido. Al descubrir el engaño, Silvestre fingió soñar, y en sueños se volvió perro. Pinto, sin darse cuenta, se quedó dormido y despertó vuelto gato en el sueño de Silvestre, de tal suerte que, cuando Pinto, el gato, iba a pasar junto a él, Silvestre, el perro, se hizo el dormido. Al descubrir el engaño, Pinto fingió soñar, y en sueños se volvió hombre. Silvestre, sin darse cuenta, se quedó dormido y despertó vuelto mujer en el sueño de Pinto, de tal suerte que ahora ambos viven el sueño idílico del amor en espera de que despierten del engaño y se destrocen como perros y gatos.

**Tomado del libro de cuentos "CUENTA REGRESIVA Y OTRAS FABULAS SUPERNUMERARIAS"

viernes, 20 de diciembre de 2013

El Cuadro Mejor Vendido -1936- (Gerardo Murillo, Dr. Atl)


El artista trabajaba despacio, luchando por llevar a la tela el paisaje vigoroso y trágico de Anáhuac, sumergido en esa luz extraña que todo lo define y todo lo ensombrece: el valle, las lomas pedregosas y cubiertas de cactus, los volcanes de conos plateados, y las montañas, azules como las olas del mar. 
Estaba de pie junto a una casita de adobes, en Santa María de Aztahuacán, pueblo adormecido y sucio que habitan gentes serias y suaves, como sus antepasados aztecas. 
Cuando el cuadro estuvo terminado, la dueña de la casita se le acercó poco a poco, preguntando: 
--¿Puedo mirarlo? 
--Sí, cómo no. 
La mujer lo miró con profundo interés, comparándolo con el paisaje real. 
--No es lo mismo-- comentó-- pero es más bonito aquí en la pintura que allá donde lo hizo Dios Nuestro Señor. Será que usted ha puesto en ella la inteligencia que Él le dio. 
--Gracias. ¿Le gusta? 
--Mucho, sí. ¡Quién pudiera tenerlo! 
--¿Por qué no me lo compra? 
--¿Yo?…¡Imposible, yo soy tan pobre! 
--Pues, como a usted le gusta, yo se lo doy por cinco pesos. 
La mujer sonrió, juntó las manos en actitud devota, y dijo emocionada: --¡Ay, señor! Yo tengo los cinco pesos, pero, la verdad…¿Cómo puede usted dármelo por tan poco? Tanto trabajo que le ha costado; tanta pintura, y luego, figúrese: no más en puros camiones se le han ido a usted más de cinco pesos. Mejor que hagamos un trato: yo le doy a usted el dinero, y usted me deja el cuadro por unos días, para estarlo viendo. 
--No, señora, se lo vendo por cinco pesos. 
--Bueno, entonces, venga conmigo. 
La mujer cogió el cuadro con respeto religioso, entró en la casita y lo colgó en la pared. Luego, sacó de un baúl una olla de barro y de ella unas cuantas moneditas de plata, de níquel y de cobre, y se puso a contarlas una por una. 
--Aquí tiene los cinco pesos, señor. Mucho me ha costado juntarlos, pero vea usted: me sobran diez y siete centavos para las velas, y así podré verlo de día y de noche, porque nunca me cansaré de verlo. 
           El artista puso los cinco pesos en el bolsillo, le dio las gracias, y se fue silbando, seguro de que en aquella casita de adobes grises, su cuadro quedaba más honrado y lleno de gloria que en la galería de arte más famosa del mundo

**Tomado del libro de cuentos "CUENTOS DE TODOS COLORES"

¿A Usted Lo Quieren? -1980- (Humberto Rivas)


--El volkswagen verde placas 381 BHX, favor de orillarse.
          Un oficial de elevada estatura descendió de la patrulla. Con una linterna sorda revisó el interior del automóvil. Me pidió mi licencia de conducir y luego preguntó: ¿A usted lo quieren? No lo sé, respondí.
--Lo siento mucho, tendrá que acompañarme a la delegación.
--Pero no cometí ninguna infracción –repliqué.
--Eso cree usted amiguito. Y se montó en el auto a un lado de mí. Hizo una señal intermitente en la oscuridad a su compañero y me ordenó seguirlo. Dimos varias vueltas antes de llegar. Comprendí que intentaba ganar tiempo para que le ofreciera dinero; no lo hice porque estaba consciente de no haber cometido ninguna falta de tránsito. Así, después de varias horas, llegamos ante el juez calificador.
          La sala estaba llena de arrestados; sonaban los teléfonos, los policías gritaban pidiendo orden, silencio… Algunas mujeres y hombres lloraban. Otros se veían con desprecio entre sí frente a los niños, que seguro eran sus hijos, quienes captaban atónitos esas miradas.
          El oficial me presentó al juez, dijo que mi licencia estaba vigente, pero que ignoraba si me querían.
--¡¿Cómo?! –dijo el juez indignado.
--Así es –repuso tristemente el corpulento oficial.
--¡Pero cómo se atreve a andar en la calle sin saber si lo quieren! ¡Qué irresponsabilidad! ¿Tiene teléfono a dónde avisar que está usted detenido?
          Repetí dos números telefónicos a quemarropa, mismos que un oficial joven anotó apresurado y le puso al juez un teléfono en su escritorio. Marcó el primer número y preguntó si me conocían, después si me querían. Me lanzó una mirada compasiva y colgó. Marcó el otro número e hizo lo mismo, suspiró y dijo: ni hablar, tendrá que permanecer aquí hasta que alguien pueda probar que lo quiere. Estando así, es usted un peligro.
          El oficial que anotó los teléfonos, tomándome del brazo, me llevó a una pequeña celda. En ese momento salía un hombre que miraba incrédulo a una mujer joven que lo abrazaba. El policía me dijo al oído: Este imbécil estuvo un mes aquí hasta que recordó el número telefónico de esa muchacha y ella probó que lo quería. Ahora está libre. Ja.
          Yo pedía que cuidaran mi coche para que no le robaran el radio. Pensaba que en cuanto saliera, me ocuparía más en saber si me querían.
          Te quiero, oí. Pero una mujer lo decía en la reja de enfrente y un hombre salía tendiéndole los brazos.
          Pero es que no te quiero, oí otra vez y me desplomé sobre la cama de cemento; era en la celda de al lado y un hombre gemía.

          Dibujo todas las noches un rostro femenino en la pared de la celda y la paso escuchando: te quiero y, no te quiero.


**Tomado del libro "JAULA DE PALABRAS", antología realizada por Gustavo Sáinz.

jueves, 19 de diciembre de 2013

El Negro -1983- (Fernando Morales)


         Al negro lo agarramos en plena calle, mirando la vidriera de una joyería. Ante esta evidente tentativa de robo a mano armada (estoy seguro de que tenía un arma oculta entre sus ropas) no tuvimos más remedio que llevarlo detenido.
El juicio fue sumamente simple, como deberían ser todos los juicios. Nos sentamos sobre cajones de manzana, en el sótano de la comisaría. Lo incómodo de la situación garantizaba la brevedad del acto. Y para el acusado preparamos una serie de delitos que no dejaban lugar a dudas sobre su culpabilidad. Me puse de pie.
—Honorable Señor Juez: le hemos traído a este nnnegro —dije, mirándolo despectivamente— para que usted lo juzgue con toda equidad y después lo condene.
—Ajá. ¿Qué hiciste, negro?
—Bueno, yo...
—¡Calláte! Y contestá: ¿qué hiciste?
—Nada, yo...
—¡Calláte! ¿Qué hizo, agente?
—Lo sorprendimos siendo negro, Usía. Se paseaba por las calles imitando el modo de caminar de las personas. Hablaba como persona, se reía como persona, lloraba como persona. Y además se lo acusa de robo a mano armada en una joyería; robo con agravantes: asesinato del joyero, la mujer del joyero y dos hijos pequeños del matrimonio de joyeros —lancé un sollozo desconsolado ante tanto horror.
—Suficiente. Que lo ejecuten.
Me acerqué y le hablé al oído.
—Esteee... hay que guardar las apariencias, Usía. Usted sabe cómo es la gente.
El honorable señor juez me miró.
—Sí, es verdad —dijo—. Decime negro: ¿qué hacías mezclado con la gente?
—Pero si yo...
—¡Calláte! ¿qué hacía este negro mezclado con las personas, agente?
Me encogí de hombros.
—Lo de siempre, Usía: intrigando, ofendiendo a la sociedad, incitando a la rebelión, violando ancianas inválidas, comiéndose uno que otro niño blanco, agrediendo a las...
—Suficiente. Que lo ejecuten.
—Usía, yo...
—Vos nada. Vos te callás. Agente: a fuego lento, por favor.
—¡Quiero hablar, carajo!
—¡Calláte, negro! Dentro de media hora tengo una reunión con los muchachos del Ku. Si te dejo hablar no me voy más. Hágase cargo, agente.
Tomé el negro del brazo. Estaba pálido. Seguramente no se sentía bien. Tal vez había comido algo que la cayó mal, qué sé yo. Se volvió hacia mí temblando.
—Por favor... haga algo...
—Cómo no —dije. Y le di un cachiporrazo en el ojo.

Caminábamos por los pasillos del penal rumbo a la celda.
—A mí me habían dicho que en este país reina la democracia.
—¿Quién lo duda? Un negro puede elegir cómo morir. Pero —reflexioné un momento— no trates de confundirme: ¿qué tienen que ver los negros con la democracia? Un negro es una cosa que está ahí y de repente ya no está. "¿Adónde se fue el negro que estaba ahí?", se pregunta uno sorprendido; mira hacia todos lados y recién cuando mira hacia abajo ve al negro todo desparramado en el suelo con un agujero en la frente. ¿Es el tercer ojo de los tibetanos? No señor, es un agujero de bala. "Ah, aquí está el negro que estaba ahí", dice uno y se olvida del asunto. ¿Ha ocurrido un suceso trascendental en el mundo? ¿Se ha vestido de luto algún país? No. Simplemente un negro ha cambiado de posición. —El negro me miraba horrorizado.
—¡Pero yo vivo, soy un ser viviente!
Me enfurecí.
—¿Estás insinuando que la policía no sabe lo que hace?
—No... yo sólo...
—Para que sepas, negro, las fuerzas del orden no dan abasto. Yo tengo un cupo diario de negros: si quieren más que me paguen horas extra. —El negro se puso a llorar; se golpeaba la cabeza contra la pared, gritaba cosas acerca de la vida y la justicia. Parecía loco.
—Oíme, ¿estás loco? —dije dándole con la cachiporra en la nuca para calmarlo. Quizás no debí hacerlo: lanzó un quejido ahogado y se cayó al piso. Le di una patada en las costillas.
—¡Vamos! No es hora de dormir, negro desfachatado.
No parecía tener la más mínima intención de reaccionar, así es que lo flexioné convenientemente y lo até con toda meticulosidad hasta darle forma de pelota. Después se lo presté a los muchachos del penal para que jugaran al fútbol.

Soy un sentimental. Quizás fue por eso que me decidí a visitar al negro —o lo que quedaba de él— en la enfermería del penal. Pobre negro. Tenía todas las costillas quebradas, fracturas en las tibias y peronés, traumatismo de cráneo, conmoción cerebral y tal cantidad de moretones y magulladuras que empecé a sospechar que su estado físico no era óptimo. Me acerqué y tras mirarlo un momento deduje que el hombro derecho debía ser esa masa informe que asomaba por debajo de la rodilla izquierda. Acerté. Lo palmée en el hombro.
—Se te ve pálido, negro —dije por decir algo. En algún lugar tenía la boca. Por ahí salió un balbuceo.
—E... estoy con... contento. Hi... hice trrrre... tres go... les.
—Bueno, no está del todo mal considerando que es la primera vez que jugás de pelota. —El negro se quedó un momento en silencio. Tanto, que creí que se había muerto; pero la experiencia me ha enseñado que los negros no se mueren si uno no les tiende una mano. Volví a palmearlo.
—Bueno, negro. A curarse rápido que no es cuestión de morir enfermo. Mirá que estás condenado a muerte, y no hay nada más desagradable que un cadáver desprolijo.
El negro dijo jaja y volvió a quedar en silencio. Qué cínico. Seguro que ni tenía ganas de reírse

El sacerdote le explicó cómo era el Reino del Señor, lo bien que se estaba allí y el status espiritual que eso significaba. Le explicó que hay otra vida después de ésta, lo que horrorizó al negro, que dijo "¡Como! ¿Otra más?" Y también le explicó que todos los ángeles y los serafines y los querubines que anduvieran por ahí saldrían a recibirlo a la puerta y sonarían gloriosas las trompetas y Pedro el portero diría muchas palabras difíciles terminadas en mente y en ados adecuadas para la ocasión y que por fin entraría al Cielo de los Negros y sería feliz. ¿Y todo por cuánto? Por sólo veintitrés Padrenuestros y cuarenta Avemarías pagaderos de la siguiente forma: once Padrenuestros y diecinueve Avemarías al contado en el momento de suscribir el contrato y el saldo en cómodas cuotas mensuales y consecutivas con el veintidós por ciento de interés.
Para el negro no estaba muy claro eso del alma y los serafines y las trompetas; sí sabía que tenía frío y hambre y ganas de seguir viviendo. Todo lo demás era un gran lío. Cuando pudo cortar el aluvión de palabras dijo, angustiado:
—Padre, yo no entiendo nada de esa otra vida, ¿por qué no hace algo para que no me maten en ésta?
El cura quedó un momento en silencio. Se repatingó en el sillón, encendió un habano y sin sacárselo de la boca dijo:
—Hijo negro: yo me ocupo de las almas, de los cuerpos se encarga la sociedad. —Y abrió los brazos como diciendo "en fin".

A la mañana siguiente llegó el indulto para el negro. Con el cabo no estuvimos de acuerdo, así es que lo hicimos un bollo y lo tiramos al cesto. De cualquier manera, para estar prevenidos, el cabo se disfrazó de viejita simpática y le pidió un autógrafo, a lo que el negro accedió gustoso. Fue así como conseguimos un contraindulto, manifestando que en ningún caso aceptaría que se le devolviera la libertad que estaba muy lejos de merecer. Cuando se enteró de lo que había firmado se quiso morir. Aprovechamos la ocasión para sugerirle que se suicidara. Pero no quiso.

De ahí en más los acontecimientos se precipitaron. Un intento de fuga fue premiado con una ráfaga de ametralladora que dejó paralítico al negro. Después arremetió con la silla de ruedas contra el muro del penal con la esperanza de derribarlo. Esta tentativa infructuosa dejó como saldo:
a) Un brazo amputado.
b) Un ojo insubordinado.
c) Una cantidad no precisada de tumores malignos que le afectaron el habla, la visión del ojo sano y los nervios.
d) Un injusto resentimiento contra la policía.

No hubo más intentos de fuga. Ante tan recomendable proceder el director del penal en persona le hizo entrega de una medalla.

En su última semana de vida el negro era una lágrima, un suspiro, una melancolía grande color chocolate. La Comisión de Alegramiento ideó mil juegos para distraerlo: El Paralítico Lanzado a la Distancia. El Cieguito Molido a Patadas. La Sillita Voladora de la Ventana del Primer Piso al Patio. Pero todo fue inútil. El negro languidecía como una lechuga al sol. Ya no sonreía como antes, ya no era el mismo. La vida lo había golpeado duramente. La vida es una cachiporra de caucho.

—Estás viejo, negro —le dije. No me escuchó: estaba sordo. No respondió: estaba mudo. No hizo un solo gesto, ni un ademán: estaba paralítico. Era una calamidad. Uno de esos malditos hipocondríacos a los que todo les sirve de excusa para sentirse mal. Le apoyé una mano sobre el hombro, y cuando se acercó la Comisión de Despenamiento di vuelta la cara. Sonó el primer disparo. Una lágrima rodó por mi mejilla. Soy un sentimental.

Lo enterramos en medio de un grave silencio. Todo el penal estaba allí, rogando por su eterno descanso. Pregunté qué era aquello. Un preso que llevaba la Biblia a todas partes me explicó que cuando un negro bueno muere su alma sube al cielo y su cuerpo descansa en la tierra por toda la eternidad.

El cabo se disfrazó de angelito, pero sin éxito. Así que con respecto al alma no se pudo hacer nada. Al cuerpo lo desenterramos todas las tardes, a las cinco y le damos una paliza de novela.



**Tomado del libro "LATINOAMERICA FANTASTICA", antología realizada por Augusto Uribe.

jueves, 12 de diciembre de 2013

La Condena de Prometeo -1932- (Karel Capek)

 
     Carraspeando y gimoteando, tras un largo preámbulo de introducción, se reunieron de nuevo los miembros del Senado en sesión extraordinaria, que se celebraba a la sombra de un olivo sagrado.
—Bueno, señores —se animó Hipometeo, presidente del Senado—. ¡Hay que ver cómo se ha prolongado esto! Creo que no es necesario un resumen pero, en fin, para que no haya objeciones formales... Así pues, Prometeo, ciudadano de la localidad, comparece ante el Tribunal acusado de haber inventado el fuego y con ello, ejem... ejem... de haber violado el orden establecido. Ha confesado, primero: que verdaderamente inventó el fuego; segundo: que es capaz de sacarlo, cada vez que lo desee, del pedernal; tercero: que este secreto, mejor dicho, que este descubrimiento escandaloso no lo guardó para sí ni lo comunicó a los centros competentes, sino que lo confió y dejó usar libremente a gente incapacitada, como se ha comprobado por las declaraciones de las personas que acaban de ser interrogadas. Creo que esta explicación bastará y que podemos pasar inmediatamente a la votación sobre su culpabilidad y sobre la sentencia a imponer.
—Perdone, señor presidente —objetó el miembro Apometeo—, pero juzgo que a causa de la importancia de este Tribunal Extraordinario, sería quizás conveniente que no dictásemos la sentencia, hasta después de una meticulosa deliberación y, por decirlo así, información general.
—Como quieran, señores —cedió conciliador Hipometeo—. El caso es, desde luego, muy claro, pero si alguno de ustedes desea subrayar algo... ¡Hagan el favor!
—Yo me permitiría indicar —se oyó decir a Ameteo, después de haber tosido con decisión— que, según mi opinión, en todo esto se debería recalcar particularmente una  parte del asunto. Me refiero, señores, a la parte religiosa. Permítanme expresarme. ¿Qué es ese fuego? ¿Qué es esa chispa que se hace brotar del pedernal? Como reconoció el mismo Prometeo no es más que un rayo, y todos sabemos que el rayo es una manifestación del poder sobrenatural del Dios de las Tormentas. Hagan el favor de explicarme, señores, cómo es posible que un tal Prometeo se haya apoderado del fuego divino. ¿Con qué derecho se lo apropió? ¿De dónde lo sacó? Prometeo trata de convencernos de que, sencillamente, lo descubrió; pero eso es una disculpa tonta. Si se tratase de un hecho tan inocente, ¿por qué no habría inventado el fuego, por ejemplo, uno de nosotros? Yo estoy convencido, señores, de que Prometeo robó el fuego a nuestros dioses. Sus negativas y disculpas no nos embaucarán. Yo calificaría su acto, primero, de robo ordinario y segundo, de delito de blasfemia y robo sacrílego. Estamos aquí para castigar con la mayor severidad este atrevimiento impío, y para defender la propiedad sagrada de nuestros dioses nacionales. Esto es todo lo que quería decir, señores —terminó Ameteo y se sonó con energía en los faldones de su toga.
—Bien dicho —aprobó Hipometeo—. ¿Tiene alguien más alguna observación que hacer? —Pido que me disculpen —habló Apometeo—, pero yo no puedo estar de acuerdo con la interpretación dada por mi respetable señor colega. Yo he observado cómo el dicho Prometeo producía el fuego y he de decirles francamente, señores, que la cosa en si no tiene nada de particular. Descubrir el fuego es algo que sabría hacer cualquier vagabundo, holgazán o cabrero. A nosotros no se nos ha ocurrido, sencillamente, porque una persona seria no se pone a jugar con piedrecitas para que salten chispas. Aseguro a mi señor colega Ameteo, que ésas son fuerzas corrientes de la naturaleza, el ocuparse de las cuales no es digno de una persona que piensa y, menos todavía, digno de los dioses. Según mi opinión, el fuego es una manifestación demasiado fútil para que la relacionemos con cosas sagradas para nosotros. Pero el asunto tiene otro aspecto, sobre el que quiero llamar la atención de los señores colegas. Parece ser que el fuego es un elemento peligroso, hasta podríamos decir, perjudicial. Han oído ustedes declarar a una serie de testigos que, habiendo ensayado el invento infantil de  Prometeo, sufrieron serias quemaduras y, en algunos casos, daños en sus propiedades. Señores, si por culpa de Prometeo se extiende el uso del fuego, lo que por desgracia ya no se puede impedir, ninguno de nosotros estará seguro de su vida ni siquiera de su hacienda. Y eso, señores míos, puede significar el fin de cualquier clase de civilización. Basta el más pequeño descuido y ¿ante qué se detendría ese elemento intranquilo? Prometeo, señores, ha cometido una ligereza merecedora de castigo por haber traído al mundo algo tan destructivo. Yo calificaría su crimen de grave amenaza corporal y contra la seguridad pública. Y teniendo esto, en cuenta, pido que se le condene a cadena perpetua, agravada con lecho duro y grilletes. He terminado, señor presidente.
—Tiene usted mucha razón, colega —resopló Hipometeo—. Solamente quisiera añadir algo, señores. ¿Para qué nos hacía falta el fuego? ¿Acaso lo utilizaban nuestros antepasados? Venir ahora con cosa semejante es, sencillamente, una falta de respeto al orden heredado, o sea... ejem... un acto de rebelión. ¡Eso nos faltaba, jugar con  fuego! ¿Pueden ustedes imaginar a dónde nos llevará esto? La gente, junto al fuego, se hará inútilmente delicada, se arrellanará en el calor y la comodidad en lugar de... en fin, de luchar y cosas parecidas. En resumen, de esto se desprenderá solamente blandeza de carácter, decadencia de la moral y... ejem... falta de orden en general —y cosas parecidas. Hay que hacer algo contra estas manifestaciones poco saludables, señores. Los tiempos en que vivimos son serios y además... Esto es todo lo que quería decir.
—Muy bien —exclamó Antimeteo—. Todos nosotros estamos de acuerdo con nuestro digno presidente, en que el fuego de Prometeo puede tener consecuencias incalculables. Señores, no intentemos ocultarlo, se trata de algo tremendo. ¡Qué grandes posibilidades dará el fuego al que lo tenga en su poder! Citaré solamente algunos ejemplos: se podrá quemar la cosecha del enemigo, arrasarle los olivares, etc. etc. Con el fuego, señores míos, se nos da a los hombres una nueva fuerza y una nueva arma. Con el fuego nos hacemos casi iguales a los dioses —terminó bajando la voz. Y de pronto explotó:
¡Acuso a Prometeo porque este divino e insuperable elemento, lo confió a pastores y a esclavos, a todo el que llegó! ¡Porque no lo puso en manos elegidas que lo hubieran cuidado como un tesoro de Estado, aprovechándolo para dominar! ¡Acuso a  Prometeo por malversar de esta manera el descubrimiento del fuego, que debía haber sido un secreto del sacerdocio! ¡Acuso a Prometeo —gritó excitado Antimeteo— porque enseñó a producir el fuego a los extranjeros, porque no silenció su descubrimiento ni ante nuestros enemigos! Prometeo robó el fuego por el hecho de haberlo entregado a todos. ¡Acuso a Prometeo de alta traición! ¡Le acuso de intrigas contra la comunidad! —Antimeteo gritó tanto que empezó a toser—. ¡Pido la pena de muerte! —salió finalmente de su garganta.
—Bien, señores —habló Hipometeo—, ¿alguien más quiere hacer uso de la palabra? Entonces, según la opinión del Tribunal, Prometeo es acusado, por una parte, del crimen de blasfemia y robo sacrílego, del crimen de causar graves daños corporales, de perjuicios a la propiedad ajena y de amenaza a la seguridad pública; por otra parte, del crimen de alta traición. Señores, propongo que se le condene a cadena perpetua, agravada con lecho duro y grilletes, o a la pena de muerte.
—O a ambas cosas —dejó escapar de su garganta el pensativo Ameteo—, para que las dos propuestas sean aceptadas.
—¿Y cómo van a aplicársele ambas penas? —preguntó el presidente.
—Eso es, precisamente, lo que estoy meditando... —gruñó Ameteo—. Quizá sería posible así: condenar a Prometeo a estar toda su vida atado a unas rocas... y tal vez los buitres se encarguen de picotear su impío hígado. ¿Me comprenden ustedes? No estaría mal... —dijo satisfecho Hipometeo—. Señores, ése sería un castigo ejemplar por una... ejem... extravagancia tan criminal. ¿Tiene alguno de mis distinguidos colegas algo que objetar?... Entonces, hemos terminado.
***
    --¿Y por qué habéis condenado a muerte a ese Prometeo, papá?— preguntó a Hipometeo durante la cena, su hijo Epimeteo.
—Eso tú no lo comprendes —gruñó Hipometeo, hincando al mismo tiempo el diente en una pierna de carnero—. ¡Caramba! Una pierna de carnero asada, está mejor que cruda... ¡Vaya! Después de todo, para algo sirve ese fuego... Mira, le hemos condenado por motivos de interés público. ¿A dónde llegaríamos si el primero a quien le viniera en gana pudiera, sin castigo, inventar algo nuevo y grande? ¿Comprendes? Pero todavía le falta algo a este carnero... ¡Ya lo tengo! —gritó feliz—. Una pierna de carnero asada se debe salar y untar con ajo picado. ¡Eso es, muchacho! ¡Vaya, un descubrimiento! ¿Ves? Una cosa así no se le hubiera ocurrido a ese Prometeo...


**Tomado del libro de cuentos "APOCRIFOS"

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Un Pacto con el Diablo -1963- (Juan José Arreola)


Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.
—Perdone usted —le dije—, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?
—Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
—Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
—Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel
Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
—¿Siete nomás?
—El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.
Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
—En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
—El diablo.
—¿Cómo es eso? —repliqué sorprendido.
—El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
—Entonces el diablo...
—Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy
deseoso de dinero, mírelo usted.
Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:
—Ya llegarás al séptimo año, ya.
Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:
—Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:
—Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
—Siendo así...
—En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.
Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:
—Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?
—El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer —contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia—: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
—¿Y si Daniel se arrepiente?...
Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural.
Yo insistí:
—Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...
—No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le
han ido ya de las manos a pesar del contrato.
—Realmente es muy poco honrado —dije, sin darme cuenta.
—¿Qué dice usted?
—Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir —añadí como para explicarme.
—Por ejemplo... —y mi vecino hizo una pausa llena de interés.
—Aquí está Daniel Brown —contesté—. Adora a su mujer. Mire usted la casa que
le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.
A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.
—Perdóneme —dijo—, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.
—Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
—Usted, ¿cumpliría?
No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!
Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.
Hice un esfuerzo y dije:
—Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se
ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
—Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
—Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
—¿Su alma?
Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:
—¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.
No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown
confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo. Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.
—Usted, ¿es pobre?
Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:
—Usted, ¿es muy pobre?
—En este día —le contesté—, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
—Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?
—Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
—Le prometo hacerme su cliente —dijo mi interlocutor, compadecido—; en esta semana le encargaré un par de trajes.
—Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.
—Podría hacer algo más por usted —añadió el nuevo cliente—; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...
—Perdón —contesté con rapidez—, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina...
—Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...
Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:
—Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...
Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:
—A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.
Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:
—Aquí, en la cartera, llevo un documento que...
Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si  teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?
Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.

"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:
—Trato hecho. Sólo pongo una condición.
El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:
—¿Qué condición?
—Me gustaría ver el final de la película —contesté.
—¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.
La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro.
Añadió:
—Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.
Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:
—Necesito ver el final de la película. Después firmaré.
—¿Me da usted su palabra?
—Sí.
Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.
En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias. Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso. Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo.
Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:
—Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?
La mujer respondió lentamente:
—Tu alma vale más que todo eso, Daniel...
El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.
Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.
Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que  llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.
Paulina me esperaba.
Echándome los brazos al cuello, me dijo:
—Pareces agitado.
—No, nada, es que...
—¿No te ha gustado la película?
—Sí, pero...
Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
—¿Es posible que te hayas dormido?
Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:
—Es verdad, me he dormido.
Y luego, en son de disculpa, añadí:
—Tuve un sueño, y voy a contártelo.
Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.

Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.


**Tomado del libro de cuentos "CONFABULARIO"