miércoles, 26 de febrero de 2014

La Parábola del Joven Tuerto -1952- (Francisco Rojas González)


“Y vivió feliz largos años.” Tantos, como aquéllos en que la gente no puso reparos en su falla. Él mismo no había concedido mayor importancia a la oscuridad que le arrebataba media visión. Desde pequeñuelo se advirtió el defecto; pero con filosófica resignación habíase dicho: “Teniendo uno bueno, el otro resultaba un lujo.” Y fue así como se impuso el deber de no molestarse a sí mismo, al grado de que llegó a suponer que todos veían con la propia misericordia su tacha; porque “teniendo uno bueno…”
Mas llegó un día infausto; fue aquél cuando se le ocurrió pasar frente a la escuela, en el preciso momento en que los muchachos salían. Llevaba él su cara alta y el paso garboso, en una mano la cesta desbordante de frutas, verduras y legumbres destinadas a la vieja clientela.
“Ahí va el tuerto”, dijo a sus espaldas una vocecita tipluda.
La frase rodó en medio del silencio. No hubo comentarios, ni risas, ni algarada… Era que acababa de hacerse un descubrimiento.
Sí, un descubrimiento que a él mismo le había sorprendido.
“Ahí va el tuerto”… “el tuerto”… “tuerto”, masculló durante todo el tiempo que tardó su recorrido de puerta en puerta dejando sus “entregos”.
Tuerto, sí señor, él acabó por aceptarlo: en el fondo del espejo, trémulo entre sus manos, la impar pupila se clavaba sobre un cúmulo que se interponía entre él y el sol…
Sin embargo, bien podría ser que nadie diera valor al hallazgo del indiscreto escolar… ¡Andaban tantos tuertos por el mundo! Ocurriósele entonces -imprudente- poner a prueba tan optimista suposición. Así lo hizo.
Pero cuando pasó frente a la escuela, un peso terrible lo hizo bajar la cara y abatir el garbo del paso. Evitó un encuentro entre su ojo huérfano y los múltiples y burlones que lo siguieron tras de la cuchufleta: “Adiós, media luz.”
Detuvo la marcha y por primera vez miró como ven los tuertos; era la multitud infantil una mácula brillante en medio de la calle, algo sin perfiles, ni relieves, ni volumen. Entonces las risas y las burlas llegaron a sus oídos con acentos nuevos: empezaba a oír como oyen los tuertos.
Desde entonces la vida se le hizo ingrata.
Los escolares dejaron el aula porque habían llegado las vacaciones: la muchachada se dispersó por el pueblo.
Para él la zona peligrosa se había diluido: ahora era como un manchón de aceite que se extendía por todas las calles, por todas las plazas… Ya el expediente de rehuir su paso por el portón del colegio no tenía valimiento: la desazón le salía al paso, desenfrenada, agresiva. Era la parvada de rapaces que a coro le gritaban:
Uno, dos tres,
tuerto es…
O era el mocoso que tras del parapeto de una esquina lo increpaba:
“Eh, tú, prende el otro farol…”
Sus reacciones fueron evolucionando: el estupor se hizo pesar, el pesar vergüenza y la vergüenza rabia, porque la broma, la sentía como injuria y la gresca como provocación.
Con su estado de ánimo mudaron también sus actitudes, pero sin perder aquel aspecto ridículo, aquel aire címico que tanto gustaba a los muchachos:
Uno, dos tres,
tuerto es…
Y él ya no lloraba; se mordía los labios, berreaba, maldecía y amenazaba con los puños apretados. Mas la cantaleta era tozuda y la voluntad caía en resultados funestos.
Un día echó mano de piedras y las lanzó una a una con endemoniada puntería contra la valla de muchachos que le cerraban el paso; la pandilla se dispersó entre carcajadas. Un nuevo mote salió en esta ocasión:
“Ojo de tirador.”
Desde entonces no hubo distracción mejor para la caterva que provocar al tuerto.
Claro que había que buscar remedio a los males. La madre amante recurrió a la terapéutica de todas las comadres: cocimientos de renuevos de mezquite, lavatorios con agua de malva, cataplasmas de vinagre aromático…
Pero la porfía no encontraba dique:
Uno, dos tres,
tuerto es…
Pescó por una oreja al mentecato y, trémulo de sañas, le apretó el cogote, hasta hacerlo escupir la lengua. Estaban en las orillas del pueblo, sin testigos; ahí pudo erigirse la venganza, que ya surgía en espumarajos y quejidos… Pero la inopinada presencia de dos hombres vino a evitar aquello que ya palpitaba en el pecho del tuerto como un goce sublime.
Fue a parar a la cárcel.
Se olvidaron los remedios de la comadrería para ir en busca de las recetas del médico. Vinieron entonces pomadas, colirios y emplastos, a cambio de transformar el cúmulo en espeso nimbo.
El manchón de la inquina había invadido sitios imprevistos: un día, al pasar por el billar de los portales, un vago probó la eficacia de la chirigota:
“Adiós, ojo de tirador…”
Y el resultado no se hizo esperar; una bofetada del ofendido determinó que el grandulón le hiciera pagar muy caros los arrestos… Y el tuerto volvió aquel día a casa sangrante y maltrecho.
Buscó en el calor materno un poquito de paz y en el árnica alivio a los incontables chichones… La vieja acarició entre sus dedos la cabellera revuelta del hijo que sollozaba sobre sus piernas.
Entonces se pensó en buscar por otro camino ya no remedio a los males, sino tan sólo disimulo de la gente para aquella tara que les resultaba tan fastidiosa.
En falla los medios humanos, ocurrieron al conjuro de la divinidad: la madre prometió a la Virgen de San Juan de los Lagos llevar a su santuario al muchacho, quien sería portador de un ojo de plata, exvoto que dedicaban a cambio de templar la inclemencia del muchacherío.
Se acordó que él no volviese a salir a la calle; la madre lo sustituiría en el deber diario de surtir las frutas, las verduras y las legumbres a los vecinos, actividad de la que dependía el sustento de ambos.
Cuando todo estuvo listo para el viaje, confiaron las llaves de la puerta de su chiribitil a una vecina y, con el corazón lleno y el bolso vano, emprendieron la caminata, con el designio de llegar frente a los altares de la milagrería, precisamente por los días de la feria.
Ya en el santuario, fueron una molécula de la muchedumbre. Él se sorprendió de que nadie señalara su tacha; gozaba de ver a la gente cara a cara, de transitar entre ella con desparpajo, confianzudo, amparado en su insignificancia. La madre lo animaba: “Es que el milagro ya empieza a obrar… ¡Alabada sea la Virgen de San Juan!”
Sin embargo, él no llegó a estar muy seguro del prodigio y se conformaba tan sólo con disfrutar aquellos momentos de ventura, empañados de cuando en cuando por lo que, como un eco remotísimo, solía llegar a sus oídos:
Uno, dos tres,
tuerto es…
Entonces había en su rostro pliegues de pesar, sombras de ira y resabios de suplicio.
Fue la víspera del regreso; caía la tarde cuando las cofradías y las peregrinaciones asistían a las ceremonias de “despedida”. Los danzantes desempedraban el atrio con su zapateo contundente; la musiquilla y los sonajeros hermanaban ruido y melodía para elevarlos como el espíritu de una plegaria. El cielo era un incendio; millares de cohetes reventaban en escándalo de luz, al estallido de su vientre ahíto de salitre y de pólvora.
En aquel instante, él seguía embobado la trayectoria de un cohetón que arrastraba como cauda una gruesa varilla… Simultáneamente al trueno, un florón de luces brotó en otro lugar del firmamento; la única pupila buscó recreo en las policromías efímeras… De pronto él sintió un golpe tremendo en su ojo sano… Siguieron la oscuridad, el dolor, los lamentos.
La multitud lo rodeó.
-La varilla de un cohetón ha dejado ciego a mi muchachito -gritó la madre, quien imploró después-: Busquen un doctor, en caridad de Dios.
Retornaban. La madre hacía de lazarillo. Iban los dos trepando trabajosamente la pina falda de un cerro. Hubo de hacerse un descanso. Él gimió y maldijo su suerte… Mas ella, acariciándole la cara con sus dos manos le dijo:
-Ya sabía yo, hijito, que la Virgen de San Juan no nos iba a negar un milagro… ¡Porque lo que ha hecho contigo es un milagro patente!
Él puso una cara de estupefacción al escuchar aquellas palabras.
-¿Milagro, madre? Pues no se lo agradezco, he perdido mi ojo bueno en las puertas de su templo.
-Ése es el prodigio por el que debemos bendecirla: cuando te vean en el pueblo, todos quedarán chasqueados y no van a tener más remedio que buscarse otro tuerto de quien burlarse… Pero tú, hijo mío, ya no eres tuerto.
Él permaneció silencioso algunos instantes, el gesto de amargura fue mudando lentamente hasta transformarse en una sonrisa dulce, de ciego, que le iluminó toda la cara.
-¡Es verdad, madre, yo ya no soy tuerto…!
-Volveremos el año que entra; sí, volveremos al santuario para agradecer las mercedes a Nuestra Señora. Volveremos, hijo, con un par de ojos de plata.
Y, lentamente, prosiguieron su camino.





**Tomado del libro “EL DIOSERO”

martes, 25 de febrero de 2014

Cuál es la Onda -1968- (José Agustín)


“Cuando me pongo a tocar me olvido de todo. De manera que estaba picando, repicando, tumbando, haciendo contracanto o concertando con el piano y el bajo y apenas distinguía la mesa de mis amigos los plañideros y los tímidos y los divertidos, que quedaron en la oscuridad de la sala.”
Guillermo Cabrera Infante: Tres tristes tigres.

“Show me the way to the next whisky bar. And don’t ask why. Show me the way to the next whisky bar. I tell you we must die.”
Bertolt Brecht y Kurt Weill según the Doors.
* * * * *
Requelle sentada, inclinando la cabeza para oír mejor.
   Mesa junto a la orquesta, pero muy.
   Requelle se volvió hacia el baterista y dirigió, con dedos sabios, los movimientos de las baquetas.
Su badness, esta niña
está lo que se dice: pasada,
pero Oliveira, el baterista, muy estúpido como nunca debe esperarse en un baterista, se equivocaba.
   Equivocábase, diría ella.
               Requelle se hallaba sobria, bien
sobria, quizá sólo para llevar la contraria a los muchachos que la invitaron al Prado Floresta. Ellos bailaban y reían y bebían disfrutando de Una Noche Fuera Estamos Cabareteando y Cosas De Esa Onda.
   Cuál es la onda, no dijo nadie.
   Pero olvidémonos de ellos y de Nadie: Requelle es quien importa; y el baterista, puesto que Requelle lo dirigía.
   Una pregunta: querida,
cara Requelle, puedes afirmar
que estás haciendo lo debido;
es decir; tus amigos se van a
enojar.
   Requelle miró con ojos húmedos el cuero golpeadísimo del tambor; y aunque no lo puedan imaginar —y seguramente no podrán— se levantó de la silla —claro— y fue hasta el baterista, le dijo:
me gustaría bailar contigo.
               Él la miró quizá con fastidio, más bien sin interés, sin verla; a fin de cuentas la miró como diciendo:
   pero niñabonita, no te das cuenta de que estoy tocando.
   Requelle, al ver la mirada, supuso que Oliveira quiso agregar:
   música mala, de acuerdo, pero ya que la toco lo menos que puedo hacer es echarle las ganas.
   Requelle no se dio por aludida ante la muda respuesta
   (dígase: respuesta muda, no
hay por qué variar el orden
de los facs aunque no alteren
el resultado).
               Simplemente permaneció al lado de Baterista, sin saber que se llamaba Oliveira; quizá de haberlo sabido nunca se habría quedado allí, como niña buena.
   El caso es que Baterista nunca pareció advertir la presencia de la muchacha, Requelle, toda fresca en su traje de noche, maquillada apenas como sólo puede pintarse una muchacha que no está segura de ser bonita y desconfía de Mediomundo.
Requelle se habría sorprendido si hubiese adivinado que Oliveira Baterista pensaba:
   qué muchacha tan atractiva, otra que se me escapa a causa de los tambores
   (de tontos tamaños,
diría Personaje).
   Cuando, un poco sudoroso pero no dado a la desgracia, Oliveira terminó de tocar, Requelle, sin ningún titubeo, decidió repetir, repitió:
   me gustaría bailar contigo;
   no dijo:
   guapo,
pero la mirada de Requelle parecía decirlo.
   Oliveira se sorprendió al máximo, siempre se había considerado el abdominable yetis Detcétera. Miró a Requelle como si ella no hubiera permanecido, de pie, junto a él casi una hora.
   (léase horeja, por aquello
de los tamborazos).
   Sin decir una palabra (Requelle ya lo consideraba cuasimudo, tartamudo, pues) dejó los tambores, tomó la
mano de Requelle,
   linda muchacha, pensó,
y sin más la condujo hasta la pista.
   Casi estaban solos: para entonces tocaba una orquesta peor y quién de los monos muchachos se pararía a bailar bajo aquella casimúsica.
   Oliveira Baterista y Linda Requelle sí lo hicieron: es más, sin titubeos, a pesar de las bromas poco veladas, más bien obvias, de los conocidos requellianos desde la mesa:
ya te fijaste en la Requelle/
               siempre a la caza demociones fuertes/
                              fuerte tu olor/
                                             bella Erre con quién fuiste a caer.
   Erre no dio importancia a las gritadvertencias y bailó con Oliveira.
   Bríncamo, gritó alguien de la orquestavaril y el ritmo, lamentablemente sincronizado, se disfrazó de afrocubano: en ese momento Requelle y Oliveira advirtieron que estaban solos en la pista y decidieron hacer el show, jugar a Secuencia de Film Sueco; esto es:
               Oliveira la tomó gentilmente y atrajo el cuerpecito fragante y tembloroso, que a pesar de los adjetivos anteriores, no presentó ninguna resistencia.
   Entonces siguieron los
   ejejé/
               ándale te vamos a acusar con Mamis/
                              muchachita destrampada/
   Requelle, como buena niña destrampada, no hizo caso; sólo recargó su cabeza en el hombro olivérico y se le ocurrió decir:
   quisiera leer tus dedos.
   Y lo dijo, es decir, dijo:
   quisiera leerte los dedos.
   Oliveira o Baterista o Cuasimudo para Erre, despegó la mejilla y miró a la muchacha con ojos profundos, conmovidos y sabios al decir:
   me cae que no te entiendo.
   Sí, insistió Erre con Erre, quisiera leer tus fingers.
   La mand, digo, la mano querrás decir.
   Nop, Cuasi, yo sé leer la mano: en tu caso quisiera leerte los dedos.
   Trata, pecaminosa, pensó Oliveira.
   pero sólo dijo:
   trata.
   Aquí, imposible, my queridísimo.
   I wonder, insistió Oliveira, why.
   You can wonder lo que quieras, arremetió Requelle, y luego dijo: con los ojos, porque en realidad no dijo nada:
   porque aquí hay unos imbéciles acompañándome, chato, y no me encontraría en la onda necesaria.
   Y aunque parezca inconcebible, Oliveira —sólo-un-bate-rista— comprendió; quizá porque había visto Les Cousins
   (sin declaración conjunta)
               y suponía que en una circunstancia de ésas es riguroso saber leer los ojos. Él supo hacerlo y dijo:
   alma mía, tengo que tocar otra vez.
   Yo, aseguró Requelle muy seria, dejaría todo sabiendo lo que tengo entre manos.
   Faux pas, porque Oliveira quiso saber qué tenía entre manos y la abrazó: así:
               la abrazó.
   Uy, pensó Muchacha Temeraria, pero no protestó para parecer muy mundana.
   Tú victorias, gentildama, al carash con mi laboro.
   Se separaron
   (o separáronse, para evitar
   el sesé):
Olivista corrió a la calle con el preolímpico truco de comprar cigarros y la buena de Requelle fue a su mesa, tomó su saco (muy marinero, muy buenamodamod), dijo:
   chao conforgueses
a sus amigos azorados y salió en busca de Baterista Irresponsable. Naturalmente lo encontró, así como se encuentra la forma de inquirir:
   ay, hija mía, Requelle, qué
haces con ese hombre, tanto
interés tienes en este patín.
   Requelle sonrió al ver a Oliveira esperándola: una sonrisa que respondía afirmativamente a la pregunta anterior sin intuir que patín puede ser, y debe de, lo mismo que:
               onda,
aventura, relajo, kick, desmoñe, et caetera,
               en este caló tan
expresivo y ahora literario.
   El problema que tribulaba al buen Olivista era:
   do debo llevar a esta niña guapa.
   Optó, como buen baterista, por lo peor: le dijo
   (o dijo, para qué el le):
   bonita, quieres ir a un hotelín.
   Ella dijo sí para total sorpresa de Oliconoli y aun agregó:
   siempre he querido conocer un hotel de paso, vamos al más de paso.
   Oliveira, más que titubeante, tartamudeó:
   tú lo has dicho.
               ¡Oliveira cristiano!
   Quiso buscar un taxi, roído por los nervios
   (frase para exclusivo solaz
de lectores tradicionales),
               pero Libre no
acudió a su auxilio.
   Buen gosh, se dijo Oliverista. No recordaba en ese momento ningún hotel barato por allí. Dijo entonces, muy estúpidamente:
   vamos caminando por Vértiz, quien quita y encontremos lo que buscamos y ya solitos gozaremos de lo que hoy apetecemos, qué dice usted, muchachita, si quiere muy bien lo hacemos.
   Híjole, susurró Requellexpresiva.
    Joutel, plañía Oliveira al no saber qué decir. Sólo musitó:
   tú estudias o trabajas.
   Tú estudias o trabajas, ecoeó ella.
   Bueno, cómo te llamas, niña.
   Niña tu abuela, contestó Requelle, ya estoy grandecita y tengo buena pierna, de lo contrario no me propondrías un hotel-quinientospesos.
   De acuervo, accedió Oliveira, pero cómo te apelas.
   Yo no pelo nada.
   Cómo te haces llamar.
   Requelle.
   ¿Requejo?
   No: Requelle, viejo.
   Viejos los cerros.
   Y todavía dan matas, suspiró Requelle.
   Ay me matates, bromeó Oliqué sin ganas.
   Cuáles petates, dijo Req Ingeniosa.
   Mal principio para Granamor, agrega Autor, pero no puede remediarlo.
   Requelle y Oliveira caminando varias cuadras sin decir palabra.
   Y los dedos, al fin preguntó Olidictador.
   Qué, juzgó oportuno inquirir Heroína.
   Digo, que cuándo vas a leerme los dedos.
   Eso, en el hotel.
   Jajajó, rebuznó Oliclaus sin cansancio hasta que vio:
   Hotel Esperanza.
y Olivitas creyó leer momentáneamente:
   te cayó en el Floresta dejaste a su orquesta mete pues la panza y adhiérete a la esperanza.
   Esperanza. Esperanza.
   ¡Cómo te llamas!, aulló Baterista.
   Requelle, ya díjete.
   Sí, ya dijísteme, suspiró el músico,
               cuando pagaba los dieciocho pesos del hotel, sorprendido porque Requelle ni siquiera intentó ocultarse, sino que sólo preguntó:
   qué horas no son,
e Interpelado respondió:
   no son las tres; son las doce, Requita.
   Ah, respondió Requita con el entrecejo fruncido, molesta y con razón:
               era la primera vez que le decían Requita.
   Dieciséis, anunció el empleado del hotel.
   No dijo dieciocho.
   No, dieciséis.
   Entonces le di dos pesos de más.
   Ja ja. Le toca el cuarto dieciséis, señor.
   Dijo señor con muy mala leche, o así creyó pertinente considerarlo Baterongo.
   Segundo piso a la izquierda.
   A la gaucha, autochisteó Requelle,
               y claro: la respuesta:
   es una argentina.
   No; soy argentona, gorila de la Casa Rosada.
               Riendo fervientemente, para
               sí misma.
   Oliveira, a pesar de su nombre, se quitó el saco y la corbata, pero Requita no pareció impresionarse. El joven músico suspiró entonces y tomó asiento en la cama, junto a Niña.
   A ver los dedos.
   Tan rápido, bromeó él.
   No te hagas, a lo que te traje, Puncha.
   Con otro suspiro —más bien berrido a pesar de la asonancia— Oliveira extendió los dedos.
   Uno dos tres cuatro cinco. Tienes cinco, inteligenteó ella, sonriendo.
   Deveras.
   Cinco años de dicha te aguardan.
   Oliveira contó sus dedos también, descubrió que eran cinco y pensó:
   buen grief, qué inteligente es esta muchacha;
               más bien lo dijo.
   Forget el cotorreo, especificó Requelle.
   Bonito inglés, dónde lo aprendiste.
   Y Requelle cayó en Trampa al contar:
   oldie, estuve siglos que literalmente quiere decir centuries en el Instituto Mexicano Norteamericano de Relaciones Culturales Hamburgo casi esquina con Génova buen cine los lunes.
   Relaciones sexuales, casi dijo Oliveto, pero se contuvo y prefirió:
   eso es todo lo que te sugieren mis dedos.
   A Requelle, niña lista, le pareció imbécil la alusión y dijo:
   nanay, músico; y más y más: tus dedos indican que tienes una alcantarilla en lugar de boca y que eres la prueba irrefutable de las teorías de Darwin tal como fueron analizadas por el Tuerto Reyes en el Colegio de México y que deberías verte en un espejo para darte de patadas y que sería bueno que cavaras un foso para en, uf, terrarte y que harías mucho bien ha, aj aj, ciendo como que te callas y te callas de a deveras y todo lo demás, es decir, o escir: etcétera.
   No entiendo, se defendió él.
   Claro, arremetió Requelle Sarcástica, tú deberías trabajar en un hotel déstos.
   Dios, erré la vocación.
   Tú lo has dicho.
               ¡Requelle, cristiana!
   Para entonces —como pueden imaginarse aunque seguramente les costará trabajo— Requelle no consideraba ni mudo ni tartaídem a Oliveira, así es que preguntó, segura de que obtendría una respuesta dócil:
   y tú cómo te llamas.
   Oliveira, todavía.
   Oliveira Todavía, ah caray, tu nombre tiene cierto pedigree, te quiamas Oliveira Todavía Salazar Cócker.
   Sí, Requelle Belle dijo él con galantería,
y vaticinó:
   apuesto que eres una cochina intelectual.
   Claro, dijo ella, no ves que digo puras estupideces.
   Eso mero; digo, eso mero pensaba; pues chócala, Requilla, yo también soy intelectual, músico de la nueva bola y todo eso.
   Intelectonto, Olivista: exageras diciendo estupideces.
   Así es, pero no puedo evitarlo: soy intelectual de quore matto; pero dime, Rebelle, quiénes eran los apuestos imbéciles que acompañábante.
   Amigos míos eran y de Las Lomas, pero no son intelojones.
   Ni tienen, musitó Oliveira Lépero.
               Y aunque parezca increíble, Muchacha comprendió.
               Y hasta le dio gusto, pensó:
   qué emoción, estoy en un hotel con un tipo ingenioso y hasta gro
   se
      ro
         te.
   Olilúbrico, la mera verdad, miraba con gula los muslos de Requelle. Pero no sabía qué hacer.
   Je je, asonanta Autor sin escrúpulos.
   Oliveira optó por trucoviejo.
   Me voy a bañar, anunció.
   Te vas a qué.
   Es questoy muy sudado por los tamborazos, presumió él, y Requelle estuvo de acuerdo como buena muchachita inexperimentada.
   Sin agregar más, Oliveira esbozó una sonrisacanalla y se metió en el baño,
               a pesar de la molestia que
nos causa el reflexivo, puesto
que bien se pudo decir sim-
plemente y sin ambages: en-
tró en el baño.
   El caso et la chose es que se metió y Requelle lo escuchó desvestirse, en verdad:
               oyó el ruido de las prendas al caer en el suelo.
   Y lo único que se le ocurrió fue ponerse de pie también, y como quien no quería la cosa, arregló la cama:
   y no sólo extendió las colchas
               sino que destendió la cama para poder tenderla otra vez,
               con sumo detenimiento.
   Híjole, quel bruta soy, pensaba al oír el chorro de la regadera. Mas por otra parte se sentía molesta porque el cuarto no era tan sucio como ella esperaba.
   (Las cursivas indican énfa-
sis; no es mero capricho, es-
túpidos.)
   Hasta tiene regadera, pensó incómoda.
   Pero oyó:
   ey, linda, por qué no vienes paca paplaticar.
               Papapapapá, rugió una ame-
               tralladora imaginaria, con lo
               cual se justifica el empleo cí-
               nico de los coloquialismos.
   Requelle no quiso pensar nada y entró en el baño
   (¡al fin: es decir: al fin
entró en el baño)
para contemplar una cortina plus que sucia y entrever un cuerpo desnudo bajo el agua que no cantaba cmon baby light my fire.
   Hélas, pensó ella pedantemente, no todos somos perfectos.
   Tomó asiento en la taza del perdonado tratando de no quedarse bizca al querer vislumbrar el cuerpo desnudo de, oh Dios, Hombre en la regadera.
               (Prívate joke dedicado a John
               Toovad. N. del traductor.)
   Él sonreía, y sin explicárselo, preguntó:
   por qué eres una mujer fácil, Rebelle.
   Por herencia, lucubró ella, sucede que todas las damiselas de mi tronco genealógico han sido de lo peor. Te fijas, dije tronco en vez de árbol, la Procuraduría me perdone; hasta esos extremos llega mi perversión.
   And how, como dijera Jacqueline Kennedy; comentó Oliveira Limpio.
   Y sabes cuál es el colmo de mi perversión, aventuró ella.
   Pues, no la respuesta.
   Olito, el colmo de mi perversión es llegar a un hotel de a peso/
   De a dieciocho.
   Bueno, de a dieciocho; estar junto a un hombre desnudo, tras una cortina, de acuerdo, y no hacer niente, ríen, nichts, ni soca. Qué tal suena.
Oliveira quedó tan sorprendido ante el razonamiento que pensó y hasta dijo:
a ésta yo la amo.
dijo, textualmente:
Requelle, yo te amo.
No seas grosero; además no tengo ganas, acabo de explicártelo.
Te amo.
Bueno, tú me hablas y yo te escucho.
No, te amo.
No me amas.
Sí, sí te amo, después de una cosa como ésta no puedo más que amarte. Sal de este cuarto, vete del hotel, no puedo atentar contra ti; file, scram, pírate.
Estás loco, Olejo; lo que considero es que si ya estás desudado podemos volver al Floresta.
Deliras, Requita, no ves que me escapé.
Se dice escápeme.
No ves que escápeme.
No veo que escapástete.
Bueno, darlita, entonces podemos ir a otro lugar.
A tu departamento, porjemplo, Salazar.
No la amueles, almademialma, mejor a tu chez.
En mi casa está toda mi familia: ocho hermanos y mis papas.
¡Ocho hermanos!
¡Ocho hermanos…!
Yep, mi apa está en contra de la píldora; pero explica: qué tiene de malo tu departamento.
Ah pues en mi departamento están mi mamá, mi tía Irene y mis dos primas Renata y Tompiata: son gemelas.
Incestuoso, acusó ella.
Mientes como cosaca, ya conocerás a mis primuchas, son el antídoto más eficaz contra el incesto: me gustaría presentárselas a algunos escribanos mexicones.
Entonces a dónde vamos a ir.
Podemos ir a otro hotel,
bromeó Oliveira.
Perfecto, tengo muchas ganas de conocer lugaresdeperdición, aseguró Requelle sin titubeos.
Baterista
vestido, sin permitir que ella atisbara su cuerpo desnudo: no por decencia, sino porque le costaba trabajo estar sumiendo la panza todo el tiempo.
Hábil y necesaria observación:
Requelle, mide las conse-
cuencias de los actos con las
cuales estás infringiendo nues-
tras mejores y más sólidas tra-
diciones.
Los dos caminando por Vértiz, atravesando Obrero Mundial, el Viaducto, o
el Viaduto como dijo él
para que ella contestara
ay cómo eres lépero tú,
y la avenida Central.
Sabes qué, principió Baterista, estamos en la regenerada colonia Buenos Aires; allá se ve un hotel.
Allá vese un hotel.
Está bien: allá vese un hotel. Quieres ir.
Juega, enfatizó Requelle; pero yo pago, si no vas a gastar un dineral.
No te preocupes, querida, acabo de cobrar.
Any old way, yo pago, seamos justos.
Seamos: al fin perteneces al habitat Las Lomas, sentenció Oliveira sonriendo.
La verdad es que se equivocaba y lo vino a saber en el cuarto once del hotel Buen Paso.
Requelle explicó:
a su familia de rica sólo le quedan los nombres de los miembros.
Estás bien acomodada, deslizó él pero Niñalinda no entendió.
Como queiras, Oliveiras.
Pero cómo que no eres rica, eso sí me alarma, preguntó Oliveira después de que ella confesó que
lo de los ocho hermanos no era mentira y que, ay, se llamaban
Euclevio, alma fuerte,
Simbrosio, corazón de roca,
Everio, poeta deportista,
Leporino, negro pero noble,
Ruto, buen cuerpo,
Ano, pásame la sal,
Hermenegasto, el imponente,
y
ella,
Requelle.
Ma belle, insistió él, amándola verdaderamente.
Se lo dijo.
te amo, dijo.
Ella empezó a excitarse quizá porque el cuarto había costado catorce pesos.
Dame tu mano, pidió.
Sinceramente preocupada.
Él la tendió.
Y Requelle se puso a estudiar las líneas, montes, canales, y supo
(premonición):
este hombre morirá de leucemia, oh Dios, vive en Xochimilco, poor darling, y batalla todas las noches para encontrar taxis que no le cobren demasiado por conducirlo a casa.
Como si leyera su pensamiento Olivín relató:
sabes por qué conozco algunos hoteluchos, miamor, pues porque vivo lejos, que no far out, y muchas veces prefiero quedarme por aquí antes de batallar con los taxis para que me lleven a casa.
Premonición déjà ronde.
Requelle lo miró con ojos húmedos, a punto de llorar: dejó de sentirse excitada pero confirmó amarlo.
lo puedo llegar a amar en todo caso, se aseguró
En el hotel Nuevoleto.
Por qué dices que tu familia sólo es rica en los nombres.
Pues porque mi papito nos hizo la broma siniestra de vivir cuando estaba arruinado, tú sabes, si se hubiera muerto un poquito antes la fam habría heredado casi un milloncejo.
Pero tú no quieres a tu familia, gritó Oliveira.
Pero cómo no, contragritó ella, son tantos hermanos plus madre y padre que si no los quisiera me volvería loca buscando a quién odiar más.
Transición requelliana:
mira, músico, lo grave es que los quiero, porque si no los quisiera sería una niña intelectual con bonitos traumas y todo eso; pero dime, tú quieres a tu madre y a tus primas y a tu tía.
Dolly in de la Smith Corona-
250 sin rieles, en la mano,
hasta encuadrar en bcu el ros-
tro —inmerso en el interés—
de Heroína.
A mi tía no, a mis primas regular y a mami un chorro.
Ves cómo tenía razón al hablar de incesto.
Ah caray, nada más porque he fornicado cuatrocientas doce veces con mein Mutter me quieres acusar dincesto; eso no se lo aguanto a nadie; bueno, a ti sí porque te amo.
No no no, viejecín, out las payasadas y explica: cómo llegaste a baterista si deveras quieres a tu fammy.
Pues porque me gusta, ah qué caray.
¿Eh?
Eh.
Dios tuyo, qué payasa eres, amormío, hasta parece que te llamas Requelle la Belle.
Si me vuelves a decir la Belle te muerdo un tobillo, soy fea fea fea aunque nadie me lo crea.
estás loquilla, Rejilla, eres bonitilla; además, son palabras que van muy bien juntas.
Requelíe se lanzó a la pierna de Oliveira con rapidez fulminante
(rápida como fulminante)
y le mordió un tobillo.
Baterista gritó pero luego se tapó la boca, sintiendo deseos de reír y de hacer el amor confundidos con el dolor, puesto que Bonita seguía mordiéndole el tobillo con furia.
Oye, Requelle.
Mmmmm, contestó ella, mordiéndolo.
Hija, no exageres, te juro que me está saliendo sangre.
Mmmjmmm, afirmó ella, sin dejar de morder.
Fíjate, observó él aguantando las ganas de gritar por el dolor; que me duele mucho, seria mucha molestia para ti dejar de morderme.
Requelle dejó de morderlo;
ya me cansé, fue todo lo que dijo.
Y los dos estudiaron
con detenimiento las marcas de las huellas requellianas.
Requelita, si me hubieras mordido un dedo me lo cortas.
Ella rió pero calló en el acto cuando
tocaron
la
puerta.
Ni él ni ella aventuraron una palabra, sólo se miraron, temerosos.
Oigan, qué pasahi, por qué gritan.
No es nada no es nada, dijo Oliveira sintiéndose perfectamente idiota.
Ah bueno, que no pueden hacer sus cosas en silencio.
Sus cosas, qué desgraciado.
Unos pasos indicaron que el tipo se iba, como inteligentemente descubrieron Nuestros Héroes.
Qué señor tan canalla, calificó Requelle, molesta.
y tan poco objetivo, dijo él.
para agregar sin transición:
oye, Reja, por qué te enojas si te digo que eres bonita.
Porque soy fea y qué y qué.
Palabra que no, cielomío, eres un cuero.
Si insistes te vuelvo a morder, yo soy Fea, Requelle la Fea; a ver, dilo, cobarde.
Eres Requelle la Fea.
Pero de cualquier manera me quieres; atrévete a decirlo, retrasado mental, hijo del coronel Cárdenas.
Pero de cualquier maniobra de amo.
Ab, me clamas.
Te amo y te extraño, clamó él.
Te ramo y te empaño, corrigió ella.
Te ano y te extriño, te mamo y te encaño, te tramo y te engaño, quieres más, ahí van
Te callas o té pego, sí o no; amenazó Requelle.
Clarines dijo Trombones.
Caray, viejito, ya te salió el pentagrama y la mariguana.
Y esta réplica permitió a Oliveira explicar:
adora los tambores, comprende que no se puede hacer gran cosa en una orquesta pésima como en la que toca y tiene el descaro de llamarse Babo Salliba y los Gajos del Ritmo.
Los Gargajos del Rismo deberíamos llamarnos, aseguró Oliveira. Sabes quién es el amo, niñadespistada, agregó, pues nada menos que Bigotes Starr y también este muchacho Carlitos Watts y Keith Moon; te juro, yo quisiera tocar en un grupo de esa onda.
Ah, eres un cochino rocanrolero, agredió ella, qué tienes contra Mahler.
Nada, Rävel, si a ti te gusta: lo que te guste es ley para mich.
Para tich.
Sich.
Uch.
Noche no demasiado fría.
Caminaron por Vértiz y con pocos titubeos se metieron
(se adentraron, por qué no)
en la colonia de los Doctores.
Docs, gritó Oliveira Macizo, a cómo el ciento de demeroles, pero Requelle:
seria.
En el hotel Morgasmo.
Ella decidió bañarse, para no quedar atrás.
No te vayas a asomar porque patéote, Baterongo.
Sus reparos eran comprensibles porque no había cortina junto a la regadera.
Regadera.
Oliveira decidió que verdaderamente la amaba pues resistió la tentación de asomarse para vislumbrar la figura delgadita pero bien proporcionada de su Requelle.
Oh, Goshito, es mi Requelle;
tantas mujeres he conocido y vine a parar con una Requelle Trésbelle; así es la vida, hijos míos y lectores también.
En este momento Oliveira se
dirige a los lectores:
oigan, lectores, entiendan que es mi Requelle; no de ustedes, no crean que porque mi amor no nació en las formas habituales la amo menos. Para estas alturas la amo como loco; la adoro, pues. Es la primera vez que me sucede, ay, y no me importa que esta Requelle haya sido transitada, pavimentada, aplaudida u ovacionada con anterioridad. Aunque pensándolo bien… Con su permisito, voy a preguntárselo.
Oliveira se acercó cauteloso a la puerta del baño.
Requelle. Requita.
No hubo respuesta.
Oliveira carraspeó y pudo balbucir:
Requelle, contéstame; a poco ya te fuiste por el agujero del desagüe.
No te contesto, dijo ella, porque tú quieres entrar en el baño y gozarme; quieto en esa puerta, Satanás; no te atrevas a entrar o llueve mole.
Requelle, perdóname pero el mole no llueve.
Olito, ésa es una expresión coloquial mediante la cual algunas personas se enteran de que la sangre brotará en cantidades donables.
Sí, y ése es un lugar común.
Aj, de lugarcomala a coloquial hay un abismo y yo permanezco en la orilla.
Ésa es una metáfora, y mala.
No, ése es un aviso de que te voy a partir die Mutter si te atreves a meterte.
No, vidita, cieloazul, My Very Blue Life, sólo quise preguntar, pregunto: cuántos galanes te has cortejado,
a quiénes
de ellos has amado,
hasta qué punto con ellos has llegado, qué sientes hacia este pobre desgraciado.
No siento, lamento: que seas tan imbécil y rimes al preguntar esas cosas.
Requelle Rubor.
Oliveira explicó que le interesaban y para su sorpresa ella no respondió.
Baterista consideró entonces que por primera vez se encontraba ante una mujer de mundo, con pasado-turbulento.
Requelle entró en el cuarto con el pelo mojado pero perfectamente vestida, aun con medias y bolsa colgante en el brazo.
Brazo.
Oye, Requeja, tú eres una mujer de mundo.
Yep, actuó ella, he recorrido los principales lenocinios Doriente, pero sin talonear: acompañada por los magnates más sonados, Gusy Díaz porjemplo.
Eso, Requi, te lo credo.
Ya no te duele el tobillo.
Y cómo, cual dijo la hija de Monseñor.
Efectivamente el tobillo le ardía y estaba hinchado.
Ella condujo a Oliveira hasta el baño y le hizo alzar el pie hasta el lavabo para masajear el tobillo con agua tibia.
Mi muerte, Requeshima miamor, clamó él; no sería más fácil que yo pusiera el pie en la regadera.
A pesar de tu pésima construcción, tienes razón, Olivón.
Qué tiene de mala mi constitución, quieres un quemón.
Y como castigo a un juego de palabras tan elemental, Requelle le dejó el pie en el lavabo.
Exterior. Calles lóbregas
con galanes incógnitos de
la colonia Obrera. Noche.
(Interior. Taxi. Noche.)
[O back proyection.]
El radiotaxí llegó en cinco minutos. Requelle, pelo mojado subió sin prisas mientras, cortésmente, Oliveira le abría la puerta.
Chofer con gorrita a cuadros, la cabeza de un niño de plástico incrustada en la palanca de velocidades, diecisiete estampitas de vírgenes con niñosjesuses y sin ellos, visite la Basílica de Guadalupe cuando venga a las olimpiadas, Protégeme santo patrono de los choferes, Cómo le tupe la Lupe; calcomanías del América América ra ra ra, chévrolet 1949.
A dónde, jovenazos.
Oliveira Cauto,
Sabe usted, estimado señor, estamos un poco desorientados, nos gustaría localizar un establecimiento en el cual pudiésemos reposar unas horas.
Híjole, joven, pues está canijo con esto de los hoteles; la mera verdad a mí me da cisca.
Pero por qué señor.
Requelle Risitas.
Pues porque usted sabe que ésa no es de atiro nuestra chamba, digo si usted me dice a dónde, yo como si nada, pero yo decirle se me hace gacho sobre todo si trae usted una muchachita tan tiernita como la que trae.
Hombre, pero usted debe de conocer algún lugar.
Pos sí pero como que no aguanta, imagínese.
Me imagino, dijo Requelle automáticamente.
Además luego como que se arman muchos relajos, ve usted, la gente se porta muy lépera y tovía quiere que uno entre en uno de esos moteles como los de aquí con garash de la colonia ésta la Obrera y pues uno nomás tiene la obligación de andar en la calle, no de meterse en el terreno particular, ah qué caray.
Perdone, señor, pero nosotros realmente no tenemos deseos de que usted entre en ningún hotel, sino que sólo nos deje en la puerta.
Híjole, joven, es que deveras no aguanta.
Mire, señor, con todo gusto le daremos una propina por su información.
Así la cosa cambea y varea, mi estimado, nomás no se le vaya a olvidar. Uno tiene que ganarse la vida de noche y casi no hay pasaje, hay veces en que nos vamos de oquis en todo el turno.
Claro.
Ahora verá, los voy a llevar al hotel de un compadre mío que la mera verdad está muy decente y la señorita no se va a sentir incómoda sino hasta a gusto. Hay agua caliente y toallas limpias.
Requelle aguantando la risa.
No sirve su radio, señor, curioseó Requelle.
No, señito, fíjese que se me descompuso desde hace un año y sirve a veces, pero nomás agarra la Hora nacional.
Es que ha de ser un radio armado en México.
Pues quién sabe, pero es de la cachetada prender el radío y oír siempre las mismas cosas, claro que son cosas buenas, porque hablan de la patria y de la familia y luego se echan sentidos poemas y así, pero luego uno como que se aburre.
Pues a mí no me aburre la Hora nacional, advirtió Requelle.
No no, si a mí tampoco, es cosa buena, lo que pasa es que uno oye toda esa habladera de quel gobierno es lo máximo y quel progreso y lestabilidad y el peligro comunista en todas partes, porque a poco no es cierto que a uno lo cansan con toda esa habladera. En los periódicos y en el radio y en la tele y hasta en los excusados, perdone usted, señorita, dicen eso. A veces como que late que no ha de ser cierto si tienen que repetirlo tanto.
Pues para mí sí hacen bien repitiéndolo, dijo Requelle, es necesario que todos los mexicanos seamos conscientes de que vivimos en un país ejemplar.
Eso sí, señito, como México no hay dos. Por eso hasta la virgen María dijo que aquí estaría mucho mejor, ya ve que lo dice la canción.
Oliveira Serio y Adulto.
Es verdaderamente notable encontrar un taxista como usted, señor, lo felicito.
Gracias, señor, se hace lo que se puede. Nomás quisiera hacerle una pregunta, si no se ofende usted y la señito, pero es para que luego no me vaya a remorder la conciencia.
El auto se detuvo frente a un hotel siniestro.
Sí, diga, señor.
Es que me da algo así como pena.
No se preocupe. Mi novia es muy comprensiva.
Bueno, señito, usted haga como que no oye, pero yo me las pelo por saber si usted, digo, cómo decirle, pues si usted no va estrenar a la señito.
Eso sí que no, señor, se lo juro. Mi palabra de honor. Sería incapaz.
Ah pues no sabe qué alivio, qué peso me quita de encima. Es así como gacho llevar a una señorita tan decente como aquí la señito para que le den pa sus tunas por primera vez. Usted sabe, uno tiene hijas.
Lo comprendo perfectamente, señor. Ni hablar. Yo también tengo hermanas. Además, mi novia y yo ya nos vamos a casar.
Ah qué suave está eso, señor. Deveras cásense, porque no nomás hay que andar en el vacile como si no existiera Diosito; hay que poner las cosas en orden. Bueno, ya llegamos al hotel de mi compadre, si quieren se los presento para que me los trate a todo dar.
Muchas gracias, señor. No se moleste. Cuánto le debo.
Bueno, ahi usted sabe. Lo que sea su voluntad.
No no, dígame cuánto es.
Hombre, señor, usted es cuate y comprende. Lo que sea su voluntad.
Bueno, aquí tiene diez pesos.
Cómo diez pesos, joven.
Diez pesos está bien, yo creo. Nomás recorrimos como diez cuadras.
Sí pero usted dijo que me iba a dar una buena propela, además los traje a un hotel no a cualquier lugar. Al hotel de mi compadre.
Cuánto quiere entonces.
Cómo que cuánto quiero, no me chingue, suelte un cincuenta de perdida. Usted orita va a gozarla a toda madre y nomás me quiere dar diez pesos. Qué pasó.
Mire usted, cincuenta pesos se me hace realmente excesivo.
Ah ora excesivo, ah qué la canción. Por eso me gusta trabajar con los gringos, en los hoteles, ellos no se andan con mamadas y sueltan la lana. Carajo, yo que creí que usted era gente decente, si hasta viste bien.
Mire, deveras no le puedo dar cincuenta pesos.
Uh pues qué pinche pobretón, para qué llama radio-taxi, se hubiera venido a pata. Déme sus diez pinches pesos y vayase al carajo.
Óigame no me insulte. Tenga respeto, aquí hay una dama.
Una dama, jia jia, eso sí me da una risa; si ni siquiera es quinto.
Mire, desgraciado, bájese para que le parta el hocico.
No se me alebreste, jovenazo; déme los diez varos y ahi muere.
Aquí tiene. Ahí muere.
Ahi muere.
Oliveira y Requelle bajaron del taxi. El chofer arrancó a gran velocidad, gritándoles groserías a todo volumen, para el absoluto regocijo de Héroes.
Hotel Novena Nube,
cualquier cosa nomás écheme un grito. El cuarto treinta y dos, tercer piso, daba a la calle. Dos pesos más.
En la ventana, abrazados, Requelle y Oliveira vieron que un auto criminalmente chocado se las arreglaba para entrar en el garaje de una casa. Al instante, sin ponerse de acuerdo, los dos imitaron un silbato de agente de tránsito y sirenas, y cerraron las cortinas, riendo sin poder contenerse.
Riendo incansablemente.
Pero Olivinho seguía preocupado porque ella no respondió a sus t r a s c e n d e n t a l e s p r e g u n t a s; es decir, se hizo guaje, se salió por la tangente, eludió el momento de la verdad, parafraseando a Jaime Torres.
Y Oliveira acabó inquiriéndose
(¿inquiriéndose?), viendo las preguntas en sobreimposición sobre el rostro (¡rostro!) sonriente
(casi disonante con el úl-
timo gerundio)
y un poco fatigado
(on se peut voir sans aucune
hésitation l’absense de conso-
nance; nota del lector)
de Requelle:
acaso soy un macho mexicón, qué me importa su turbulento pasado si veramente lamo.
Decidió sonreír cuando Requelle descompuso su cara con un sollozo.
Por qué lloras, Requelle.
No lloro, imbécil, nada más sollocé.
Por qué sollozas, Requelle.
Porque se siente muy bonito.
Oh, en serio…
¿En sergio?
Sergio Conavab, a poco lo conoces.
Sí, Oli, me cae mal, es un vicioso y estoy pensando que tú también eres un vicioso.
Qué clase de vicioso; explica, reinísima: vicioso de mora, motivosa, maripola, mostaza, bandón u chanchomón, te refieres a lente oscuro macizo seguro o vicioso de qué, de ácido, de silociba, de mezcalina o peyotuco, porque nada de eso hace vicio.
Vicioso de lo que sea, todos los músicos son viciosos y más los roqueros.
Yo, Requina, sólo me doy mis pases de vez en diario, al grado de que agarro el ondón cuando estoy sobrio, como ahorita; pero no soy un vicioso, y aun si lo fuera ése no es motivo para llorar, sólo un idiota lloraría, como este Sergio Lupanal.
Cuál Sergio Lupanar. No menciones a gente que no conozco, es una descortesía; y además sólo una idiota no lloraría.
Eso es, pero como tú eres inteligente y lumbrera, nada más sollozas; y para tu exclusiva información es mi melancólico deber agregar que te ves bonita sollozando.
Yo no me veo bonita, Oliveira, ya te dije.
No seas payasa, linda, como broma ya atole.
Ya pozole tu familia de Xochimilco.
Mi familia de dónde.
De Xochimilco, no vive en Xochimilco.
Claro que no, vivimos en la colonia Sinatel.
Dónde esta eso.
Por la calzada von Tlalpan, bueno: a la izquierda.
¡Eso es camino a Xochimilco!
Sí, por qué no, pero también es camino a Ixtapalapa, mi queen, y asimismo, a Acapulco pasando por Cuernavaca, Taxco y Anexas el Chico.
Oliveira, tú tienes leucemia, vas a morirte; lo sé, a mí no me engañas.
Nada más tengo legañas; tu lengua en chole, mi duquesa, yostoy sano cual role.
Bonita y original metáfora pero no me convences: vas a morir.
Bueno; si insistes, que sea esta noche y en tus brazos, como dijera el pendejo Evtushenko; ven, vamos a la cama.
No tengo ganas, deveras.
No le hace.
Aparentemente convencida, Requelle se
recostó; cuerpotenso como es de imaginarse,
pero él no intentó nada; bueno:
le acarició un seno con naturalidad y se recargó en el estómago requelliano,
y ella pudo relajarse al ver que Oliveira permanecía quieto.
Sólo musitó, esta vez sinceramente:
siento como si escuchara a Mozart.
Ésas son mamadas, dijo él, déjame dormir.
Y se durmió,
para el completo azoro de Requelle. Primero era muy bonito sentirlo recargado en su estómago, mas luego se descubrió incomodísima;
ahora me siento como perso-
naje de Mary McCarthy,
pero sólo pudo suspirar y decir, suponiéndolo dormido:
Oliveira Salazar, te hablo para no sentirme tan incómoda, déjame te decir, yo estudio teatro con todos los lugares comunales que eso apareja; voy a ser actriz, soy actriz,
soy Requelle Lactriz;
estudio en la Universidad, no fui a Nancy y no lo lamento demasiado. Cuando viva contigo voy a seguir trabajando aunque no te guste, lero lero Olivero buey, mi rey; supongo que no te gustará porque ya desde ahorita muestras tu inconformidad roncando.
La verdad es que Oliveira roncaba pero no dormía
————————————————————al contrario, pensaba:
conque actriz, muy bonito, seguro ya has andado en millones de balinajes, ese medio es de lo peor, muy chulis.
Claro que bromeaba, pero luego Oliveira
ya
no
estaba
seguro
de
bromear.
En la móder, soy un pinche clasemedia en el fondo.
Requelle tenía entumido el vientre y se había resignado al sacrificio estomacal cuando, sin ninguna soñolencia, Oliveira se incorporó y dijo casi sin ansiedad:
Requeya, Reyuela, Rayuela, hija de Cortázar; además de ser el amo con la batería, sé tocar guitarra rickenbaker, piano, bajo eléctrico, órgano, moog synthesizer, manejo el gua, vibrador, assorted percussions, distortion booster et fuzztone; sé pedir ecolejano para mis platillos en el feedback y medio le hago al clavecín digo, me encantaría tocar bien el clavecín y ser el amo con la viola eléctrica y con el melotrón; y además compongo, mi vida, mi boda, mi bodorria; te voy a componer sentidas canciones que causarán sensación.
Ay qué suave, dijo ella, yo nunca había inspirado nada.
Y sigues sin inspirar nada, bonita, digo: feíta, te dije que voy a componerlas, no que lo haya hecho ya.
Mira mira, a poco no te inspiré cuando estabas tocando en el Floresta.
Claro que no.
En la calle, luz del alba.
Tengo hambre, anunció Requelle.
Caminando en busca de un
restorán.
Un policía apareció mágicamente y ladró:
por qué está molestando a la señorita.
Yo no estoy molestando a la señohebrita.
Él no me está molestando.
Usted no la está molestando, afirmó el policía antes de retirarse.
Requelle y Oliveira rieron aun cuando comían unos caldos de pollo con inevitables sopes de pechuga.
A qué hora abren los registros civiles, preguntó Oliveira.
Creo que como a las nueve, respondió ella
con solem-
nidad.
Ah, entonces nos da tiempo de ir a otro hotelín.
Hotel Luna de Miel
El empleado del hotel miraba a Oliveira con el entrecejo fruncido.
Armóse finalmente, intuyó Requelle.
Están ustedes casados.
Claro, respondió Oliveira sin convicción.
Requelle lo tomó del brazo y recargó su cabeza en el hombro olivérico al completar:
que no.
Y su equipaje.
No tenemos, vamos a pagar por adelantado.
Sí, señor, pero éste es un hotel decente, señor.
Ah pues nosotros creímos que era un hotel de paso.
Pues no, señor; y no que me dijo questaban casados.
Y lo estamos, mi estimated, pero nos da la gana venir a un hotel, qué no se puede.
Y a poco cren que les voy a crer.
No, ni queremos.
Pues es que aquí cuesta el cuarto cuarenta pesos, presumió Empleado.
Újule, ni que fuera el Fucklton, ahi nos vemos.
Oye no, Oli, estoy muy cansada: yo pago.
Qué se me hace que usted está extorsionando aquí a la señorita.
Qué se me hace que usted es un pendejo.
Mire, a mí nadie me insulta, señor, ah qué caray; va a ver si no le hablo a la policía.
No antes de que le rompa el hocico.
Usted y cuántos más.
Yo sólito.
Olifiero, por favor, no te pelees.
Si no me voy a pelear, nomás voy a pegarle a este tarugo, como dijera la canción de los Castrado Brothers, discos RCA Víctor.
Ah sí, muy macho.
No señor, macho jamás pero le pego.
No me diga.
Sí le digo.
No mesté calentando o deveras le hablo a los azules.
Vámonos, Oliveira.
Vámonos, mangos.
Bueno, van a querer el cuarto sí o no.
A cuarenta pesos, ni locos.
Ándele pues, ahi que sean veinte.
Ése es otro poemar, venga la llave.
El cuarto resultó más corriente que los anteriores.
Ella se desplomó en la cama
pero el crujido la hizo levan-
tarse en el acto.
Se ruborizó.
No seas payasa, Requelle.
Ay cómo eres.
Ay cómo soy.
Pausa conveniente.
Uy, tengo un sueño, aventuró ella.
Yo también; vamos a dormirnos, órale.
No. Digo, ya no tengo sueño.
Olivérica mirada de exaspe-
ración contenida.
Ándale.
Pero luego quién nos despierta.
Yo me despierto, no te apures.
Oliveira empezó a quitarse los zapatos.
Te vas a desvestir.
Claro, respondió éí.
Y yo.
Desvístete también, a poco en Las Lomas duermen vestidos.
No.
Ahí está.
Oliveira ya se había quitado los pantalones y los aventó a un rincón.
Se van a arrugar, Oli.
Despreocupación con sueño.
Qué le hace.
Se quitó la camisa.
Estás re flaco, necesitas vitaminarte.
Al diablo con las vitavetas y ésa es una seria advertencia que te ofrezco.
Se metió bajo las sábanas.
Tilt up hasta mejor muestra
del rubor requelliano.
No te vas a dormir.
Es que no tengo sueño, Olichondo.
Bueno, yo sí; hasta pasado mañana.
Le dio un beso en la mejilla y cerró los ojos.
Requelle consideró:
siempre sí tengo sueño.
Muriéndose de vergüenza,
Muchacha se quitó la ropa, la acomodó con cuidado, se metió en la cama y trató de dormir…
.
.
.
Oliveira cambió
de posición y Requelle pegó un salto.
Oliveira, despiértate, tienes las patas muy frías.
Cómo eres, Requi, ya me estaba durmiendo. Y además no era mi pata sino mi mano.
Sí, ya lo sé. Me quiero ir.
Aporrearon la puerta.
Quién, gruñó Baterista.
La policía.
Al carajo, gritó Oliveira.
Abra la puerta o la abrimos nosotros, tenemos una llave maestra.
Requelle trataba de vestirse a toda velocidad.
Vayanse al diablo, nosotros no hemos hecho nada.
Y cómo no, no está ahi dentro una menor de edad.
Eres menor de edad, preguntó Oliveira a Requelle.
No, contestó ella.
No, gritó Baterista a la puerta.
Cómo no. Abra o abrimos.
Pues abran.
Abrieron. Un tipo vestido de
civil y Empleado.
Requelle había terminado de vestirse.
Ya ve que abrimos.
Ya veo que abrieron.
Bueno, cómo se llama usted, preguntó el civil a Requelle, pero fue Oliveira quien respondió:
se llama la única y verdadera Lupita Tovar.
Señorita Tovar, es usted señorita, quiero decir, es usted menor de edad.
Usted es, deslizó Oliveira sin levantarse de la cama.
Déjese de payasadas o lo llevo a la cárcel.
Usted no me lleva a ninguna parte, menos a la cárcel porque el barrio me extraña. Quién es usted, a propósito.
La policía.
Híjole, qué uniformes tan corrientes les dieron, deberían protestar.
Soy la policía secreta, payaso.
Usted es la policía secreta.
Sí señor.
Fíjese que se lo creo, puede verse en sus bigotes llenos de nata.
Oliveira guardó silencio y Requelle tomó asiento en la cama.
(Nótese la ausencia
del habitual e incorrec-
to: se sentó.)
La nuestra Requelle repenti-
namente tranquilizada.
Hasta bostezó.
El secreto: callado también, perplejo;
panzón se le deja, agrega un amigo del Autor.
Oliveira los miró un momento y luego se acomodó mejor en la cama, cerró los ojos.
Oiga, no se duerma.
No me dormí, señor, nada más cerré los ojos; cómo voy a poder dormirme si no se largan.
Ves cómo es re bravero, mano, lloriqueó Empleado.
Qué horas son, preguntó Baterista.
Las ocho y media, le respondieron.
Ah caray, ya es tarde; hay que ir al registro civil, vidita, dijo Oliveira como si los intrusos no estuvieran allí: se puso de pie y empezó a vestirse.
(Adviértase ahora la ausencia
de: se paró; nota del editor.)
Señorita Tovar, decía el agente, usted es menor de edad.
Si usted lo dice, señor. Tengo doce años y nadie me mantiene, y no me hable golpeado porque mi hermano se lo suena.
Ah sí, échemelo.
Yo soy su hermano, especificó Oliveira.
Agente escandalizado.
Cómo que su hermano, no diga esas cosas o le va pior.
Me va peor, corrigió Oliveira,
permitiendo que la Academia
de la Lengua suspire con alivio.
Se puso el saco y guardó su corbata en el bolsillo.
Bueno, vamonos, dijo a Requelle.
A dónde van, no le saquen, culeros.
Oliveira miró al secreto con cara de influyente.
Se acabó el jueguito. Cómo se llama usted.
Víctor Villela, contestó el secreto.
No se te vaya a olvidar el nombre, hermanita.
No, hermanito.
Salieron con lentitud, sin que intentaran detenerlos. Al llegar a la calle, los dos se echaron a correr desesperadamente. Al llegar a la esquina, se detuvieron.
Nadie los seguía.
Por qué corremos, preguntó Requelle Lingenua.
La picara ingenua.
Nomás, respondió él.
Cómo nomás.
Sí, hay que ejercitarse para las olimpiadas, pequeña: mens marrana in corpore sano.
Llegaron al registro civil cuando apenas lo abrían y tuvieron que esperar al juez durante media hora.
(Échese ojo esta vez al inteli-
gente empleo de: durante; nota
del linotipista.)
Al fin llegó, hombre anciano, eludiste la jubilación.
Oliveira aseguró:
aquí la seño tiene ya sus buenos veinticinco añejos y cuatro abortos en su curriculum; yo, veintiocho años, claro; la mera verdad, mi juez, es que vivimos arrejuntadones, éjele, y hasta tenemos un niño, un machito, y pues como que queremos legalizar esta innoble situación para alivio de nuestros retardatarios vecinos con un billete de a quinientos.
Y sus papeles, preguntó el oficial del registro civil.
Ya le dije, mi ultradecano, nomás es uno: de a quinientos.
El juez sonrió con una cara de qué muchachos tan modernos y explicó:
miren, en el De Efe no van a lograr casarse así, si hasta parece que no lo supieran, esas cosas se hacen en el estado de México o en el de Morelos. Ni modo.
Ni modo, concedió Baterista, nada se perdió con probar.
Afuera el sol estaba cada vez más fuerte y Requelle se quitó el abrigo.
Chin, dijo ella, voy a tener que pedirle permiso a mi mamá y todo eso.
Eres o no menor de edad, preguntó Oliveira.
Claro que sí.
Chin, consintió él.
Caminando despacio.
Bajo el sol.
Criadas con bolsa de pan miraban el vestido de noche de Requelle.
Requelle, ma belle, sont des mots qui vont très bien ensemble, cantó Oliveira.
Que no me digas así, sangrón: juro por el honor de tus primas Renata y Tompiata que vuélvote a morder.
Sácate, todavía tengo hinchado el tobillo.
Ah, ya ves.
Se renta departamento una pieza todos servicios.
Lo vemos, propuso Requelle.
Edificio viejo.
Parece teocalli, pero aguanta, aventuró él.
Está espantoso, aseguró Requelle, pero no le hace.
El portero los llevó con la dueña del edificio, ella da los informes ve usted.
Señora amable. Con perrito.
Oliveira se entretuvo haciendo cariños al can.
Queríamos ver el departamento que se alquila, señora, dijo Requelle,
sa belle;
le presento a mi marido, el licenciado Filiberto Rodríguez Ramírez; Filiberto, mi amor, deja a ese perrito tan bonito y saluda a la señora.
Buenos días, señora, declamó Oliveira Obediente, licenciado Domínguez Martínez a sus rigurosas órdenes y a sus pies si no le rugen, como dijera el doctor Vargas.
Ay, qué pareja tan mona hacen ustedes, y tan jóvenes, tan tiernitos.
Entrecruzando miradas.
Favor que nos hace, señora, verdad Elota, comentó Oliveira.
Sí, mazorquito mío.
Vengan, les va a encantar el departamento, tiene mucha luz, imagínense.
Nos imaginamos, respondió Requelle automáticamente.

               
Para Angélica María





**Tomado del libro “INVENTANDO QUE SUEÑO”

miércoles, 12 de febrero de 2014

El Secreto de la Lata de Sardinas -1952- (Pepe Martínez de la Vega)


Aquel hombre estaba muerto. No tan muerto como el sufragio efectivo, porque todavía no apestaba, pero viéndolo no cabía duda de que su alma había sido recogida por el creador.
                El cuerpo descansaba sobre un sillón. Tenía la víctima dos tiros en la cabeza y, lo más curioso, en la mano derecha sostenía fuertemente apretada una lata de sardinas.
                El infeliz sargento Vélez no daba pie con bola. Estaba desesperado. No había el menor indicio. Un vidrio en la puerta de la cocina había sido roto y por el hueco el asesino metió la mano para abrir la puerta y penetrar en la casa.
                La víctima se llamó en vida Felipe Sánchez y vivía con su esposa y dos niños. La señora había ido al cine con los chicos y el asesinado había quedado solo, pues la criada salió esa tarde de paseo. La hora del crimen fue fijada a las seis de la tarde.
                Lo que Vélez menos entendía era lo de la lata de sardinas. La esposa aseguró al sargento que en la casa no había ninguna lata de sardinas cuando ella salió sospechó que don Felipe pudo salir a comprarla por antojo, pero el tendero de la esquina declaró que la víctima no le compró la lata, aunque reconoció ésta como de la marca de las que tenía en existencia. Esa tarde había vendido tres latas, pero no recordaba a quién, porque era vigilia y los compradores no eran clientes habituales.
                Cuando el sargento Vélez comprendió que no daba el ancho, se vio precisado a recurrir a Péter Pérez, el genial detective de Peralvillo. Era el único que lo podía sacar del atolladero.
                El sargento despachó una patrulla para que recogiera a Péter en su accesoria y acudiera al lugar del crimen.

                               PETER SE DESCONCIERTA CON LAS NOTICIAS DE LOS PERIÓDICOS
               
                Péter Pérez descansaba en su accesoria de Peralvillo. El genial detective leía el diario sentado, no en un mueble de alto precio, pero sí en comodísima silla de madera y cáñamo, adquirida en el mercado “Hidalgo” en uno cincuenta, por ser mueble para cocina, y previo regateo con la marchanta.
                Comenzó a leer y movió la cabeza. No podía creer lo que sus ojos leían. El diario informaba, precisamente, sobre los triunfos del PRI.
                -No puede ser –pensaba en voz alta el maravilloso criminalista- yo debo estar loco. La gente votó por los otros y salieron los del PRI. Necesito ver a un especialista.
                Yo iba a salir, cuando se acordó de lo que es la política mexicana y volvió las páginas del periódico para concentrar su atención en las notas deportivas.
                En esos momentos llegó el policía destacado por Vélez y se llevó a Péter.
                Cuando Péter llegó a la casa del crimen observó la posición del cadáver y se quiso guardar, disimuladamente, la lata de sardinas, pues como se sabe, siempre anda en la brujez más grande.
                Le quitaron la lata, por ser pieza de convicción en el delito.

LAS PREGUNTAS IDIOTAS QUE NUNCA FALTAN CUANDO INTERVIENE PÉTER PÉREZ

                El sargento Vélez estaba pendiente de los labios de Péter, sin atreverse a hablar, esperando sin duda la solución rápida del misterioso homicidio.
                Péter, lejos de dar la clave, se decidió a interrogar a la viuda.
                -¿Qué es lo que más detesta en este mundo? –preguntó el genial detective de Peralvillo.
                -La poesía, señor.
                -¿Le gustan los quesos de Toluca? –volvió a inquirir Péter.
                -Algo, señor, pero me agradan mucho más los de mi tierra: San Juan del Río.
                -¿Qué clase de colorete usa usted? –dijo Péter.
                -Ninguno, señor –respondió la viuda- estas chapas son naturales.
                -¿Cuántos años tiene usted de casada?
                -Dos años, señor…
                -Y estos niños de cinco y siete años son sus hijos o se los  sacó usted en una rifa? –inquirió Péter.
                El sargento, desesperado y sin poder soportar más, interrumpió.
                -Esa es su vida privada, Péter, no se meta usted.
                El maravilloso detective de Peralvillo alzó una mano, como pidiendo silencio, y continuó, dirigiéndose a la señora:
                -Usted es muy guapa. De novia debe haber estado monísima. A propósito, yo soy un adorador de la belleza femenina, pero sin mala intención, enséñeme el retrato de casada.
                -No tengo ninguno, señor –respondió la viuda-, y gracias por sus conceptos, pero todo es favor que usted me hace.
                Péter dio dos vueltecitas por la pieza. Pidió ver las declaraciones de la señora, que había tomado un escribiente en su máquina portátil, le echó al sargento Vélez un jaque de treinta pesos, se caló la gorra a cuadros, se colocó las barbas postizas, encendió su pipa y dijo:
                -Nos vimos…
                Y salió dejando al sargento sin saber qué hacer.

OCHO DÍAS SIN NOTICIAS DE PÉTER PÉREZ

                Péter se perdió durante una semana. Vélez creía que era por no darle la cara por los treinta pesos. El crimen seguía sin resolverse y el sargento no le encontraba pies ni cabeza al “misterio de la lata de sardinas”, nombre con el que el redactor de un diario había bautizado al homicidio de don Felipe.
                Una mañana se presentó Péter en el despacho del sargento Vélez. En cuanto lo vió, este último saltó de su asiento y se abalanzó sobre Péter.
                -¿Trae ya la resolución del crimen? –preguntó ansioso.
                Péter no respondió nada.
                -¿Y mis treinta pesos? –dijo Vélez, algo molesto, creyéndose víctima de un engaño.
                -Usted sabe, sargento, que no tengo ni quinto. Vine a invitarlo a visitar a un amigo mío que es escritor.
                Vélez se negó, pero el genio de Peralvillo logró convencerlo y salieron juntos.
                Llegaron a un edificio de departamentos, muy modestito, en la colonia Guerrero. Péter llamó en el número siete, del tercer piso.
                -¿Quién es? –preguntó cautelosamente una voz.
                -Su amigo Pérez, el impresor de libros.
                -Pase usted –la puerta se abrió y apareció un individuo de aspecto humilde y algo astroso.
                El sargento fue presentado y los tres pasaron a una salilla estrecha y pésimamente amueblada. Péter le tuvo que dar un codazo al sargento, que muy extrañado iba ya a preguntarle si ahora se dedicaba a negocios de imprenta.
                -Mi amigo Federico –explicó el detective de Peralvillo- es uno de los mejores escritores del México actual, sargento. Tiene el alma de proletario, pues de día trabaja como chofer de camión de pasajeros y en la noche compone poesías. Yo le voy a publicar su libro. Díganos algunas de sus composiciones poéticas favoritas –suplicó Péter.
                -¿Cuáles queren? Tengo munchas, algunas ya publicadas en programas de cine y algunas revistas: “Te juites, ingrata”, “Me dejates, maldita”, “Tu vida pagará”.
                Y durante veinte minutos Federico estuvo recitando unas cosas de espanto. Péter aguantó el chaparrón. Vélez bostezaba, pero no decía nada. De repente, Péter le cortó con mucho tacto:
                -¿Dice usted que las tiene publicadas? ¿Bajo su firma?
                -Claro –exclamó Federico-, yo firmo todo lo que hago. Soy tan fiel a eso que firmo hasta un anónimo…
                Péter rió celebrando la agudeza de Federico, pero se contuvo, porque no había sido agudeza. El hombre lo había dicho creyendo que quedaba bien con “su impresor”. Vélez permaneció impertérrito, pues su intelecto, que lo puede llevar muy alto en la política, tal vez hasta a un ministerio, no le permite percatarse de muchas cosas.
                Pero apenas se apagó el eco de la risa, Péter Pérez hizo una pregunta al desgaire, como no dándole importancia a la cosa:
                -¿Por eso firmó usted el asesinato de don Felipe, verdad?
                Federico dio un salto, descolgó un retrato de la pared y quiso huir de la habitación.
                -Entregue usted ese cuadro al sargento –ordenó Péter-. Es inútil que se resista o quiera escapar. Está usted perdido.
                -Deme el cuadro –exigió Vélez al chofer del camión, y luego en voz baja, y con cierto respeto, preguntó a Péter:
                -¿Para qué lo quiere?
                -Si usted no fuera un tonto, sargento, hubiera visto, al entrar, que ese cuadro es el retrato de bodas de este hombre, y fíjese quién es su esposa…
                Después de ver el cuadro, Vélez exclamó:
                -¡Ah, chirrión! Si ésta es la viuda del muerto…
                -Sí, la viuda postiza del muerto, pero la esposa legítima de este hombre –exclamó, Péter. Lo averigüé yendo a San Juan del Río, donde conocí toda la historia. Y preguntando aquí y allá supe la dirección de este sujeto. Me presenté con el pretexto de que era yo impresor de libros. Recuerde usted que la viuda me dijo que detestaba la poesía. Abandonó a su marido y padre de sus hijos, porque es un poeta malísimo. Imita a García Lorca con muy poco éxito, usted ya lo oyó, aunque seguramente usted, sargento, no sabe ni quién fue García Lorca, pero eso es harina de otro costal. Vayamos al asunto. Para vengarse de Felipe, que se llevó a su mujer y a sus hijos, lo mató. Entré en sospechas al pedir a la viuda un retrato de su boda. ¿Qué mujer no lo tiene? Ella no lo tenía por la sencilla razón de que no estaba casada con Felipe.
                -Pero usted dice que este sujeto firmó el crimen –dijo Vélez-. ¿Dónde está la firma?
                -La lata de sardinas, sargento –explicó Péter.
                -¿La lata?
                -¡Claro! Este hombre es camionero, y una lata de sardinas, por lo apretadito, es lo más parecido que existe a un camión.
                El asesino confesó su delito. Vélez se cubrió de gloria con sus jefes y Péter Pérez se retiró a pie a su accesoria de Peralvillo. No tenía ni para el camión, pero por el camino, mientras iba contando las calles, pensaba que la inteligencia, la honradez y el genio no dan dinero, en cambio, hay tantos que andan en “Cadillac” sin merecerlo…





**Tomado del libro “AVENTURAS DEL DETECTIVE PÉTER PÉREZ”.

martes, 4 de febrero de 2014

Lanchitas -1878- (José María Roa Bárcena)


El título puesto a la presente narración no es el diminutivo de lanchas, como a primera vista ha podido figurarse el lector; sino -por más que de pronto se le resista creerlo- el diminutivo del apellido «Lanzas», que a principios de este siglo llevaba en México un sacerdote muy conocido en casi todos los círculos de nuestra sociedad. Nombrábasele con tal derivado, no sabemos si simplemente en señal de cariño y confianza, o si también en parte por lo pequeño de su estatura; mas sea que militaran entrambas causas juntas, o aislada alguna de ellas, casi seguro es que las dominaba la sencillez pueril del personaje, a quien, por su carácter, se aplicaba generalmente la frase vulgar de «no ha perdido la gracia del bautismo». Y, como por algún defecto de la organización de su lengua, daba a la t y a la c, en ciertos casos, el sonido de la ch, convinieron sus amigos y conocidos en llamarle «Lanchitas», a ciencia y paciencia suya; exponiéndose de allí a poco los que quisieran designarle por su verdadero nombre, a malgastar tiempo y saliva.
¿Quién no ha oído alguno de tantos cuentos, más o menos salados, en que Lanchitas funge de protagonista, y que la tradición oral va transmitiendo a la nueva generación? Algunos me hicieron reír más de veinte años ha, cuando acaso aún vivía el personaje; sin que las preocupaciones y agitaciones de mi malhadada carrera de periodista me dejaran tiempo ni humor de procurar su conocimiento. Hoy que, por dicha, no tengo que ilustrar o rectificar o lisonjear la opinión pública, y que por desdicha voy envejeciéndome a grandes pasos, qué de veces al seguir en el humo de mi cigarro, en el silencio de mi alcoba, el curso de las ideas y de los sucesos que me visitaron en la juventud, se me ha presentarlo, en la especie de linterna mágica de la imaginación, Lanchitas, tal como me lo describieron sus coetáneos: limpio, manso y sencillo de corazón, envuelto en sus hábitos clericales, avanzando por esas calles de Dios con la cabeza siempre descubierta y los ojos en el suelo: no dejando asomar en sus pláticas y exhortaciones la erudición de Fenelón, ni la elocuencia de Bossuet; pero pronto a todas horas del día y de la noche a socorrer una necesidad, a prodigar los auxilios de su ministerio a los moribundos, y a enjugar las lágrimas de la viuda y el huérfano: y en materia de humildad, sin término de comparación, pues no le hay, ciertamente, para la humildad de Lanchitas.
Y, sin embargo, me dicen que no siempre fue así; que si no recibió del cielo un talento de primer orden, ni una voluntad firme y altiva, era hombre medianamente resuelto y despejado, y por demás estudioso e investigador. En una época en que la fe y el culto católico no se hallaban a discusión en estas comarcas, y en que el ejercicio del sacerdocio era relativamente fácil y tranquilo, bastaban la pureza de costumbres, la observancia de la disciplina eclesiástica, el ordinario conocimiento de las ciencias sagradas y morales, y un juicio recto para captarse el aprecio del clero y el respeto y la estimación de la sociedad. Pero Lanzas, ávido de saber, no se había dado por satisfecho con la instrucción seminarista; y en los ratos que el desempeño de sus obligaciones de capellán le dejaba libres, profundizaba las investigaciones teológicas, y, con autorización de sus prelados, seguía curiosamente las controversias entabladas en Europa entre adversarios y defensores del catolicismo; no siéndole extrañas ni las burlas de Voltaire, ni las aberraciones de Rousseau, ni las abstracciones de Spinoza; ni las refutaciones victoriosas que provocaron en su tiempo. Quizá hasta se haya dedicado al estudio de las ciencias naturales, después de ejercitarse en el de las lenguas antiguas y modernas; todo en el límite que la escasez de maestros y de libros permitía aquí a principios del siglo. Y este hombre, superior en conocimientos a la mayor parte de los clérigos de su tiempo, consultado a veces por obispos y oidores, y considerado, acaso, como un pozo de ciencia por el vulgo, cierra o quema repentinamente sus libros; responde a las consultas con la risa de la infancia o del idiotismo; no vuelve a cubrirse la cabeza ni a levantar del suelo sus ojos, y se convierte en personaje de broma para los chicos y para los desocupados. Por rara y peregrina que haya sido la transformación, fue real y efectiva, y he aquí cómo, del respetable Lanzas, resultó Lanchitas, el pobre clérigo que se me aparece entre las nubes de humo de mi cigarro.
No ha muchos meses, pedía yo noticias de él a una persona ilustrada y formal, que le trató con cierta intimidad; y, como acababa de figurar en nuestra conversación el tema del espiritismo, hoy en boga, mi interlocutor me tomó del brazo, y, sacándome de la reunión de amigos en que estábamos, me refirió una anécdota más rara todavía que la transformación de Lanchitas, y que acaso la explique. Para dejar consignada tal anécdota, trazo estas líneas, sin meterme a calificar. Al cabo, si es absurda, vivimos bajo el pleno reinado de lo absurdo.
No recuerdo el día, el mes, ni el año del suceso, ni si mi interlocutor los señaló; sólo entiendo que se refería a la época de 1820 a 30; y en lo que no me cabe duda es en que se trataba del principio de una noche oscura, fría y lluviosa, como suelen serlo las de invierno. El Padre Lanzas tenía ajustada una partida de malilla o tresillo con algunos amigos suyos, por el rumbo de Santa Catalina Mártir; y, terminados sus quehaceres del día, iba del centro de la ciudad a reunírseles esa noche, cuando, a corta distancia de la casa en que tenía lugar la modesta tertulia, alcanzóle una mujer del pueblo, ya entrada en años y miserablemente vestida, quien, besándole la mano, le dijo:
-¡Padrecito! ¡Una confesión! Por amor de Dios, véngase conmigo Su Merced, pues el caso no admite espera.
Trató de informarse el Padre de si se había o no acudido previamente a la parroquia respectiva en solicitud de los auxilios espirituales que se le pedían; pero la mujer, con frase breve y enérgica, le contestó que el interesado pretendía que él precisamente le confesara, y que si se malograba el momento, pesaría sobre la conciencia del sacerdote; a lo cual éste no dio más respuesta que echar a andar detrás de la vieja.
Recorrieron en toda su longitud una calle de Poniente a Oriente, mal alumbrada y fangosa, yendo a salir cerca del Apartado, y de allí tomaron hacia el Norte, hasta torcer a mano derecha y detenerse en una miserable accesoria del callejón del Padre Lecuona. La puerta del cuartucho estaba nada más entornada, y empujándola simplemente, la mujer penetró en la habitación llevando al Padre Lanzas de una de las extremidades del manteo. En el rincón más amplio y sobre una estera sucia y medio desbaratada estaba el paciente, cubierto con una frazada; a corta distancia, una vela de sebo puesta sobre un jarro boca abajo en el suelo, daba su escasa luz a toda la pieza, enteramente desamueblada y con las paredes llenas de telarañas, Por terrible que sea el cuadro más acabado de la indigencia, no daría idea del desmantelamiento, desaseo y lobreguez de tal habitación, en que la voz humana parecía apagarse antes de sonar, y cuyo piso de tierra exhalaba el hedor especial de los sitios que carecen de la menor ventilación.
Cuando el Padre, tomando la vela, se acercó al paciente y levantó con suavidad la frazada que le ocultaba por completo, descubrióse una cabeza huesosa y enjuta, amarrada con un pañuelo amarillento y a trechos roto, Los ojos del hombre estaban cerrados y notablemente hundidos, y la piel de su rostro y de sus manos, cruzadas sobre el pecho, aparentaba la sequedad y rigidez de la de las momias.
-¡Pero este hombre está muerto! -exclamó el Padre Lanchas dirigiéndose a la vieja.
-Se va a confesar, Padrecito -respondió la mujer, quitándole la vela, que fue a poner en el rincón más distante de la pieza, quedando casi a oscuras el resto de ella; y, al mismo tiempo el hombre, como si quisiera demostrar la verdad de las palabras de la mujer, se incorporó en su petate, y comenzó a recitar con voz cavernosa, pero suficientemente inteligible, el Confiteor Deo.
Tengo que abrir aquí un paréntesis a mi narración, pues el digno sacerdote jamás a alma nacida refirió la extraña y probablemente horrible confesión que aquella noche le hicieron. De algunas alusiones y medias palabras suyas se infiere que al comenzar su relato el penitente, se refería a fechas tan remotas que el Padre, creyéndose difuso o divagado, y comprendiendo que no había tiempo que perder, le excitó a concretarse a lo que importaba; que a poco entendió que aquél se daba por muerto de muchos años atrás, en circunstancias violentas que no le habían permitido descargar su conciencia como había acostumbrado pedirlo diariamente a Dios, aun en el olvido casi total de sus deberes y en el seno de los vicios, y quizá hasta del crimen; y que por permisión divina lo hacía en aquel momento, viniendo de la eternidad para volver a ella inmediatamente. Acostumbrado Lanzas, en el largo ejercicio de su ministerio, a los delirios y extravagancias de los febricitantes y de los locos, no hizo mayor aprecio de tales declaraciones, juzgándolas efecto del extravío anormal o inveterado de la razón del enfermo; contentándose con exhortarle al arrepentimiento y explicarle lo grave del trance a que estaba orillado, y con absolverle bajo las condiciones necesarias, supuesta la perturbación mental de que le consideraba dominado. Al pronunciar las últimas palabras del rezo, notó que el hombre había vuelto a acostarse; que la vieja no estaba ya en el cuarto, y que la vela, a punto de consumirse por completo, despedía sus últimas luces. Llegando él a la puerta, que permanecía entornada, quedó la pieza en profunda oscuridad; y, aunque al salir atrajo con suavidad la hoja entreabierta, cerróse ésta de firme, como si de adentro la hubieran empujado. El Padre, que contaba con hallar a la mujer en la parte de afuera, y con recomendarle el cuidado del moribundo y que volviera a llamarle a él mismo, aun a deshora, si advertía que recobraba aquél la razón, desconcertóse al no verla, esperóla en vano durante algunos minutos; quiso volver a entrar en la accesoria, sin conseguirlo, por haber quedado cerrada, como de firme, la puerta; y, apretando en la calle la oscuridad y la lluvia, decidirse, al fin, a alejarse, proponiéndose efectuar, al siguiente día muy temprano, nueva visita.
Sus compañeros de malilla o tresillo le recibieron amistosa y cordialmente, aunque no sin reprocharle su tardanza. La hora de la cita había, en efecto, pasado ya con mucho, y Lanzas, sabiéndolo, o sospechándolo, había venido aprisa y estaba sudando. Echó mano al bolsillo en busca del pañuelo para limpiarse la frente, y no le halló. No se trataba de un pañuelo cualquiera, sino de la obra acabadísima de alguna de sus hijas espirituales más consideradas de él; finísima batista con las iniciales del Padre, primorosamente bordadas en blanco, entre laureles y trinitarias de gusto más o menos monjil. Prevalido de su confianza en la casa, llamó al criado, le dio las señas de la accesoria en que seguramente había dejado el pañuelo, y le despachó en su busca, satisfecho de que se le presentara, así, ocasión de tener nuevas noticias del enfermo, y de aplacar la inquietud en que él mismo había quedado a su respecto, Y con la fruición que produce en una noche fría y lluviosa llegar de la calle a una pieza abrigada y bien alumbrada, y hallarse en amistosa compañía cerca de una mesa espaciosa, a punto de comenzar el juego que por espacio de más de veinte años nos ha entretenido una o dos horas cada noche, repantigóse nuestro Lanzas en uno de esos sillones de vaqueta que se hallaban frecuentemente en las celdas de los monjes, y que yo prefiero al más pulido asiento de brocatel o terciopelo; y encendiendo un buen cigarro habano, y arrojando bocanadas de humo aromático, al colocar sus cartas en la mano izquierda en forma de abanico, y como si no hiciera más que continuar en voz alta el hilo de sus reflexiones relativas al penitente a quien acababa de oír, dijo a sus compañeros de tresillo:
-¿Han leído ustedes la comedia de Don Pedro Calderón de la Barca intitulada La devoción de la cruz?
Alguno de los comensales la conocía, y recordó al vuelo las principales peripecias del galán noble y valiente, al par que corrompido, especie de Tenorio de su época, que, muerto a hierro, obtiene por efecto de su constante devoción a la sagrada insignia del cristiano el raro privilegio de confesarse momentos u horas después de haber cesado de vivir. Recordado lo cual, Lanzas prosiguió diciendo, en tono entre grave y festivo:
-No se puede negar que el pensamiento del drama de Calderón es altamente religioso, no obstante que algunas de sus escenas causarían positivo escándalo hasta en los tristes días que alcanzamos. Mas, para que se vea que las obras de imaginación suelen causar daño efectivo aun con lo poco de bueno que contengan, les diré que acabo de confesar a un infeliz, que no pasó de artesano en sus buenos tiempos, que apenas sabía leer y que, indudablemente, había leído o visto La devoción de la cruz, puesto que, en las divagaciones de su razón, creía reproducido en sí mismo el milagro del drama…
-¿Cómo? ¿Cómo? -exclamaron los comensales de Lanzas, mostrando repentino interés.
-Como ustedes lo oyen, amigos míos. Uno de los mayores obstáculos con que, en los tiempos de ilustración que corren, se tropieza en el confesionario es el deplorable efecto de las lecturas, aun de aquellas que a primera vista no es posible calificar de nocivas. No pocas veces me he encontrado, bajo la piel de beatas compungidas y feas, con animosas Casandras y tiernas y remilgadas Atalas; algunos delincuentes honrados, a la manera del de Jovellanos, han recibido de mi mano la absolución; y en el carácter de muchos hombres sesudos he advertido fuertes conatos de imitación de las fechorías del Periquillo, de Lizardi, pero ninguno tan preocupado ni porfiado como mi último penitente; loco, loco de remate. ¡Lástima de alma, que a vueltas de un verdadero arrepentimiento, se está en sus trece de que hace quién sabe cuántos años dejó el mundo, y que por altos juicios de Dios…! ¡Vamos! ¡Lo del protagonista del drama consabido! Juego…
En estos momentos se presentó el criado de la casa, diciendo al Padre que en vano había llamado durante media hora en la puerta de la accesoria; habiéndose acercado, al fin, el sereno, a avisarle caritativamente que la tal pieza y las contiguas llevaban mucho tiempo de estar vacías, lo cual le constaba perfectamente, por razón de su oficio y de vivir en la misma calle.
Con extrañeza oyó esto el Padre; y los comensales que, según he dicho, habían ya tomado interés en su aventura, dirigiéronle nuevas preguntas, mirándose unos a otros. Daba la casualidad de hallarse entre ellos nada menos que el dueño de las accesorias, quien declaró que, efectivamente, así éstas, como la casa toda a que pertenecían, llevaban cuatro años de vacías y cerradas, a consecuencia de estar pendiente en los tribunales un pleito en que se le disputaba la propiedad de la finca, y no haber querido él entre tanto hacer las reparaciones indispensables para arrendarla. Indudablemente, Lanzas se había equivocado respecto a la localidad por él visitada, y cuyas señas, sin embargo, correspondían con toda exactitud a la finca cerrada y en pleito; a menos que, a excusas del propietario, se hubiera cometido el abuso de abrir y ocupar las accesorias, defraudándole su renta. Interesados igualmente, aunque por motivos diversos, el dueño de la casa y el Padre en salir de dudas, convinieron esa noche en reunirse al otro día, temprano, para ir juntos a reconocer la accesoria.
Aún no eran las ocho de la mañana siguiente, cuando llegaron a su puerta, no sólo bien cerrada, sino mostrando entre las hojas y el marco, y en el ojo de la llave, telarañas y polvo que daban la seguridad material de no haber sido abierta en algunos años. El propietario llamó sobre esto la atención del Padre, quien retrocedió hasta el principio del callejón, volviendo a recorrer cuidadosamente, y guiándose por sus recuerdos de la noche anterior, la distancia que mediaba desde la esquina hasta el cuartucho, a cuya puerta se detuvo nuevamente, asegurando con toda formalidad ser la misma por donde había entrado a confesar al enfermo, a menos que, como éste, no hubiera perdido el juicio. A creerlo así se iba inclinando el propietario, al ver la inquietud y hasta la angustia con que Lanzas examinaba la puerta y la calle, ratificándose en sus afirmaciones y suplicándole hiciese abrir la accesoria a fin de registrarla por dentro.
Llevaron allí un manojo de llaves viejas, tomadas de orín, y probando algunas, después de haber sido necesario desembarazar de tierra y telarañas, por medio de clavo o estaca, el agujero de la cerradura, se abrió al fin la puerta, saliendo por ella el aire malsano y apestoso a humedad que Lanzas había aspirado allí la noche anterior. Penetraron en el cuarto nuestro clérigo y el dueño de la finca, y a pesar de su oscuridad, pudieron notar, desde luego, que estaba enteramente deshabitado y sin mueble ni rastro alguno de inquilinos. Disponíase el dueño a salir, invitando a Lanzas a seguirle o precederle, cuando éste, renuente a convencerse de que había simplemente soñado lo de la confesión, se dirigió al ángulo del cuarto en que recordaba haber estado el enfermo, y halló en el suelo y cerca del rincón su pañuelo, que la escasísima luz de la pieza no le había dejado ver antes. Recogióle con profunda ansiedad, y corrió hacia la puerta para examinarle a toda la claridad del día. Era el suyo, y las marcas bordadas no le dejaban duda alguna. Inundados en sudor su semblante y sus manos, clavó en el propietario de la finca los ojos, que el terror parecía hacer salir de sus órbitas; se guardó el pañuelo en el bolsillo, descubrióse la cabeza y salió a la calle con el sombrero en la mano, delante del propietario, quien, después de haber cerrado la puerta y entregado a su dependiente el manojo de llaves, echó a andar al lado del Padre, preguntándole con cierta impaciencia:
-Pero ¿cómo se explica usted lo acaecido?
Lanzas le vio con señales de extrañeza, como si no hubiera comprendido la pregunta; y siguió caminando con la cabeza descubierta a sombra y a sol, y no se la volvió a cubrir desde aquel punto. Cuando alguien le interrogaba sobre semejante rareza, contestaba con risa como de idiota, y llevándose la diestra al bolsillo, para cerciorarse de que tenía consigo el pañuelo. Con infatigable constancia siguió desempeñando las tareas más modestas del ministerio sacerdotal, dando señalada preferencia a las que más en contacto le ponían con los pobres y los niños, a quienes mucho se asemejaba en sus conversaciones y sus gustos. ¿Tenía, acaso, presente el pasaje de la Sagrada Escritura relativo a los párvulos? Jamás se le vio volver a dar el menor indicio de enojo o de impaciencia; y si en las calles era casual o intencionalmente atropellado o vejado, continuaba su camino con la vista en el suelo y moviendo sus labios como si orara. Así le suelo contemplar todavía en el silencio de mi alcoba, entre las nubes de humo de mi cigarro; y me pregunto si a los ojos de Dios no era Lanchitas más sabio que Lanzas, y si los que nos reímos con la narración de sus excentricidades y simplezas no estamos, en realidad, más trascordados que el pobre clérigo.         
          Diré, por vía de apéndice, que poco después de su muerte, al reconstruir algunas de las casas del callejón del Padre Lecuona, extrajeron del muro más grueso de una pieza, que ignoro si sería la consabida accesoria, el esqueleto de un hombre que parecía haber sido emparedado mucho tiempo antes, y a cuyo esqueleto se dio sepultura con las debidas formalidades.


**Tomado del libro “CUENTOS”