lunes, 24 de marzo de 2014

Las Fuerzas Vivas -1955- (Gastón García Cantú)


En el patio del Palacio Municipal, tenía lugar un banquete. Los arcos de piedra gris habían sido adornados con enramadas de las que caían canastillas con palmas. Sobre las cornisas, los pequeños escudos azules y amarillos, que eran los colores de la ciudad, lucían fechas e iniciales. Al fondo del patio, cubriendo la gran escalinata de mármol, estaba el retrato del mandatario. No era una obra maestra. Algunos invitados juzgaban que los rasgos enérgicos del mentón, si bien los había entendido el pintor, no eran del todo exactos. Los ojos carecían de brillo y malicia, cualidades que el secretario particular calificaba de atributos del genio. El gesto había sido alterado por acentuar, más de lo permitido, dos arrugas al borde de las comisuras. Era él, decía un diputado, pero no exactamente él. Nadie ha podido pintar con fidelidad a nuestro jefe.
—¿No cree usted? —dijo un regidor.
—Es posible… es posible —respondió el diputado, y dio las espaldas al que se quedó mirando el retrato con visible empeño por descifrar lo que había en esa cara de la fuerza que, según él, a todos dominaba.
A unos metros del zaguán, la escolta de la gendarmería formaba una valla. Hacia la derecha, la banda del municipio tocaba la obra favorita del presidente municipal: la obertura de Tanhausser.
Al oír la música, hizo una señal a Garmendia, su secretario, y le dijo:
—Escuche usted, ¿no es imponente esa música?
—Sí, señor —contestó Garmendia—, muy imponente.
Garmendia era delgado, casi enteco. Vestía siempre de negro y tenía la costumbre de responder a las preguntas que le hacían asintiendo con pequeños movimientos de cabeza. Era, según la expresión del presidente municipal, un compañero perfecto. Jamás discutía; siempre aseveraba.
Los políticos habían advertido su hábito, y uno de ellos, dándole de palmadas en un hombro, le dijo cierto día una frase que Garmendia rumiaba a todas horas: “¡Usted llegará muy lejos, pero muy lejos!”
En el patio, a un lado de las mesas, un grupo de diputados formaban corrillo casi íntimo. La voz de Alfonso Sánchez sobresalía de todas por el timbre que sus amigos calificaban de barítono. Sánchez lo sabía y modulaba frases sin cesar.
—Cierta vez —alzó la voz más de lo tolerable— en que meditaba sobre el destino de nuestro estado, observé a nuestro jefe y me dije: ¡Donde está él, allí está la Revolución! ¡Compañeros —les dijo en deliberada oratoria—, ésa debe ser nuestra divisa!
—¡Claro —asentían los del corrillo—, claro que sí!
—Siempre dices lo que todos pensamos —sentenció Gómez, un líder obrero—, por eso ya eres nuestro paladín. Claro… El es nuestro guía.
La banda redobló sus esfuerzos. El presidente municipal respiraba profundamente.
—¡Qué músico ese Wagner!
—¿Alemán? —preguntó el secretario.
—¡Desde luego, y de los prusianos, Garmendia, de los prusianos!
El tesorero del municipio se acercó a ellos, para decir al presidente, visiblemente preocupado: “¡Señor, no han llegado los invitados de honor!”
—Eso veo, Rodríguez, eso veo…
—Pero no debemos preocuparnos. Don Luis tiene el encargo de hablar por teléfono con todos ellos.
—¿Cree usted que vengan?
—¡No faltaba más! … ¿O piensa usted?…
—No señor, yo no pienso… ¡Esperaremos, señor, esperaremos! ¡Ya vendrán!
El presidente municipal presintió su desastre si no llegaran los banqueros, los industriales, los comerciantes y las honorables colonias extranjeras. “No —se decía—, eso no podía suceder. Todos habían aceptado que la muerte de don Francisco Márquez había sido por móviles pasionales. ¡Sólo los rojos habían señalado al jefe como autor del crimen! ¡Quiera Dios, y los maten a todos, sobre todo a éste…!” En el instante de su petición entraron los de la Sociedad de Comerciantes.
—¿Cómo está usted, don Manuel?
—Compañero, ¡cuánto gusto!
—¿Compañero?
—Sí. . . De presidente a presidente…
Rieron los presentes y la voz de Garmendia se oyó como en sordina:
—¡Qué ingenio! ¡Qué ingenio!
—Pasen, señores, pasen —decía el presidente municipal—. Garmendia, atienda usted por favor a nuestros invitados como se merecen.
Minutos después entraban los banqueros y, atrás de ellos, el grupo de industriales. No tardaron en seguirlos los magistrados y los jueces.
El presidente municipal tenía para todos abrazos, apretones de manos, sonrisas y frases de agradecimiento. En el colmo de su alegría, ordenó que, por segunda vez, la banda tocara la obertura de Tanhausser.
Respirando profundamente, veía el patio iluminado y a las personas que sólo él, y nadie más que él, había invitado.
“El acto político más importante de la época”, se repetía sin cesar.
El tesorero, muy agitado, se acercó para decirle:
—¡Señor, el poeta Castillejos no ha llegado…! ¡Es muy capaz de andar borracho!
—¡Maldito sea! … ¡Pero vendrá!
—¿Y si nos abandona?
—¡Eso no podrá suceder! Diga usted a dos o tres mozos y empleados que lo busquen por mar y tierra.
Un clarín sonó agudo y los allí reunidos, obedeciendo a una señal convenida, enmudecieron. “¡Firmes!”, gritó el oficial de la guardia, y por la puerta se anticiparon, casi corriendo, los ayudantes del gobernador.
Rodeado de los que él llamaba sus colaboradores íntimos entró precedido por aplausos y vivas, confeti y flores que caían de los corredores del Palacio.
El presidente municipal se adelantó y casi en éxtasis le dijo:
—¡Señor general, bienvenido!
—¡Qué tal, Manuelito! ¿Qué tal?
Un grupo de empleadas del Ayuntamiento rodearon al mandatario y una de ellas, entre los aplausos de los concurrentes, le puso un collar de flores en el cuello.
Garmendia, que estaba junto al presidente de la Sociedad de Comerciantes, comentó:
—Es una costumbre de Hawaii, nos decía el poeta Castillejos. Simbólica, ¿verdad?
—No hay duda —contestó el comerciante— que ustedes han ido de acierto en acierto, y ahora, para digno remate de su obra, reúnen a lo que más vale en esta ciudad.
—Es usted muy generoso.
—No, nada de eso, hay que decir la verdad…
Tosió y con cierta gravedad, al sentarse, desdobló la servilleta.
Habían transcurrido 10 minutos. La música no cesaba; tocaba el turno, en el repertorio elegido por el presidente municipal, a la obra predilecta del gobernador: Zacatecas. Cuando hubo terminado, Garmendia se puso de pie para decir:
“Tengo el honor de anunciar que, a nombre de los respetables señores industriales, dirigirá la palabra el señor licenciado Rafael Pinillos.”
Todos aplaudieron. Pinillos, según los propietarios de las fábricas, era un teólogo formidable. Sus estudios eran profundos; “muy profundos”, decía don José Pons, uno de los más ricos, el cual, al oír que Pinillos hablaría, cruzó los brazos y esperó como un devoto.
Pinillos empezó su discurso.
“Quisiera tener el verbo encendido de los guerreros o la voz candente de los profetas, para decir, en frases talladas en rica pedrería, lo que este instante es para la patria… La patria, señoras y señores, que independizara el inmortal Iturbide… La patria que cual madre nos abre sus brazos eternos para decirnos: ¡No por allí, hijos míos; no por el mal camino, sino por el que, sembrado de espinas, conduce a la inmortalidad!”
—¡Bravo! —gritó Pons—. ¡Eso es!
Entre aplausos, Pinillos hizo un ademán de agradecimiento y prosiguió su discurso, para llegar a la parte final que Garmendia consideró, en la síntesis que según él había logrado, el aspecto medular.
“…Si examinamos la historia nacional, veremos que en el escenario del presente sólo hay una figura egregia, vigorosa, y yo diría, aunque para muchos oídos no suene acorde con el bajo y crudo materialismo en que vivimos, espiritual, porque sólo un gran espíritu puede dar las garantías que son necesarias a la fuerza creadora del trabajo: el industrial, y únicamente puede un espíritu abierto y patriota poner un  dique férreo a las garantías de los que exponen, con su capital, todos los riesgos imaginables en esta era de desasosiego y atentados incalificables al derecho natural de la propiedad…”
—¡Claro! —volvió a gritar Pons.
”…El hombre que nos gobierna ha logrado conciliar los intereses sin los cuales una sociedad, como los organismos sin savia fecunda, perecen: el capital y el trabajo. En nuestro estado, esos intereses se dan la mano, se abrazan y comprenden. No existen los rapaces ni los venales… ¡Sobre todo los líderes venales!”
Los aplausos alternaron con las “dianas” que tocaba la orquesta. Pinillos, visiblemente emocionado, continuó:
“¿Qué figura, decía yo, existe en este instante decisivo comparable por su estructura moral con la del hombre insigne —y señaló al mandatario, como dirigiendo los aplausos que los presentes le tributaron de pie—… a este hombre insigne cuya figura podría llevar a la patria, cual nave en mar proceloso, al puerto seguro de la felicidad? ¿Quién sino él podría darnos la paz que nos han escatimado estériles; pugnas, luchas fratricidas? ¡Brindemos porque tenga larga vida y que todas sus acciones sean, como hasta ahora, para el bien que anhelamos!”
Las últimas palabras las pronunció entre los renovados aplausos del grupo de industriales. Al terminar, el general llamó a Pinillos y le dio un abrazo. Pons no pudo más y, casi sollozando, decía a gritos: “¡Ay, si él gobernara en todo el país!”
Un industrial preguntó a Garmendia por el orador siguiente. Garmendia le indicó que esperara y, levantándose de su asiento, proclamó:
“Señor general, señor presidente municipal, respetables señores: el licenciado Miguel Rojas hablará a nombre de la Sociedad de Comerciantes.”
Nuevos aplausos y una pregunta maliciosa de Pons a un comerciante:
—Cada quien es notable en lo suyo —contestó el comerciante—: Pinillos por su profundidad y Rojas pues por su erudición…
Rojas empezó con estas frases:
“Si yo hubiera tenido la dicha de contemplar el Coloso de Rodas, las estatuas de Hércules, las carabelas de Colón o el estandarte de Carlos V… ; o hubiera asistido, mudo de asombro, a la batalla de Wagram, y admirado al gran Corso, o estado cerca del Gran Capitán en sus campañas de Italia.. . ; o entre las filas de don Hernando de Cortés, que traía en su armadura el polvo de los siglos de la civilización europea…, no tendría, como no hubiera tenido ante paisajes miliunanochescos, tantas y tan magníficas cosas como tengo en este histórico momento entre ustedes, comensales ilustres de la por mil motivos ilustre ciudad de nuestros mayores, a la que preside la personalidad recia, marcial, y a la vez comprensiva y generosa, del señor general don Saturnino Gómez, al que no por azar hemos convenido en llamar el hombre fuerte del estado…”
“¡Mucho! ¡Qué bárbaro! ¡Qué erudición!”, decían los comerciantes.
En la parte medular, que dijo Garmendia, afirmó:
”…Sí, nadie duce que en el panorama nacional él es la gran figura. ¿Pero alguien ha reparado por ventura en los que hoy son mandatarios en la América hispana? ¿No vemos acaso ausencia de estadistas entre las hijas del León Español? Es cierto, y no pocos lo dirán, que existen hombres igualmente ilustres, pero ellos no son, ni con mucho, de la dimensión que necesita ahora el mundo para contrarrestar los embates del judaísmo internacional…”
“¡Así es, así es!”, gritaban los comerciantes. Pons asentía y mostraba cierta inquietud por el éxito de Rojas.
…Comprendamos entonces la obra magnífica de este gran discípulo de Marte y veamos en sus ideas las señales luminosas que, cual faros gigantescos, nos han de indicar la tierra promisora del orden y el bienestar. ¡He dicho!”
—”¡Bravo!”, gritó Pons, que por fin se había rendido ante lo que calificó de verbo viril: “¡Ante todo el orden!”
La orquesta interrumpió los aplausos reanudando su intervención con un pasodoble. Las aficiones taurinas provocaron una alegría que en el mandatario se tradujo en una pregunta al presidente municipal:
—Oiga, Manuelito, ¿y quién es la joven que me puso estas flores?
—Una empleada de la Tesorería… ¡Ah, qué general!, a usted no se le escapa una, ¿verdad?
—Ya veremos, ya veremos… A lo mejor le pongo yo otro collar… pero de perlas.
—No faltaba más… ¡A su salud, señor!
Garmendia se levantó nuevamente, y por una señal convenida con el presidente municipal, anunció al orador del gobierno, “al excelso poeta Luis Molinar”.
“Yo hubiera preferido —expresó Molinar—, en esta solemne ocasión, traer unos versos. Como poeta, no sé hablar de otra manera, pero quizá la emoción del instante no sería coherente con la rima, aunque pido a las musas, y sobre todo a la preferida de mi corazón, que me ilumine como a aquel viejo bardo que, mudo ante la belleza, prefirió, antes de pronunciar palabra, que de sus ojos rodaran dos gruesas lágrimas por toda oración… ¡Señoras y señores!: En esta mañana esplendorosa, en el marco de la comprensión y la gratitud de los hombres más importantes del estado, mi magín se halla prisionero de graves emociones, al oír a tan magníficos oradores y al palpar lo que es la caballerosidad y la hidalguía de una raza que tiene por don divino hablar en la lengua de los artistas y los pensadores… ¿Cómo expresar lo que siento si yo soy, por privilegio, uno de los discípulos de este hombre que lleva en sus manos bondadosas y enérgicas el timón de la tierra de nuestros antepasados? No puedo sino decir: Aquí estamos, señor, tus fieles servidores, tus amigos y correligionarios, a los que tú enseñaste el camino rectilíneo, el camino amplio y magnífico, la senda esplendorosa llena de luz y gloria…”
La orquesta, en lo que Pons calificó de oportunidad inigualable, tocó sucesivas “dianas” El grupo de los diputados aplaudía de pie.
Molinar continuó:
“¿Es acaso este hombre el más importante del país y uno de los más grandes de Hispanoamérica? ¿No es acaso reducir su figura a las fronteras de una época determinada? ¿No estamos limitando su influencia a la esfera del Continente descubierto por Colón?”
“Sí, sí”, se oyeron las voces.
“¿No es nuestro hombre igual a los grandes de otras naciones? ¿No nació por ventura en la ciudad que es llamada con justicia la Atenas de América? Comparémoslo con otros héroes y estadistas de la vetusta Europa…”
“¡Viva Franco!”, gritó Pons; grito que fue coreado por los asistentes.
Sí, él es de la misma dimensión de los egregios, de los inconmensurables. La patria, en la lámpara votiva de los elegidos, tiene ya un sitio para él, que la engrandece y la ama. ¡Salud y loor a nuestro gobernador!”
“¡Viva! ¡Viva!”
Los brazos del mandatario cayeron como tenazas en el delgado cuerpo de Molinar.
—Gracias, señor, gracias —decía Molinar.
—Anda, hijo, bébete ésta a mi salud.
—Gran muchacho —afirmaba el presidente municipal. —Ya lo creo —contestó el mandatario—, como que lo escogí yo.
—Usted tiene a los hombres más capaces, general —le decía uno de los industriales.
—Hombre —contestó el general—, no faltaba más.
El presidente municipal llamó a Garmendia, le dijo algo en voz baja y éste fue a llamar al poeta Luis Castillejos, el cual, como era su costumbre, se había sentado al extremo de la mesa. Al pasar Garmendia por donde estaban los diputados, el líder obrero lo detuvo para decirle que ellos deseaban que hablara Sánchez, el gran orador de la Cámara.
—No es posible —replicó Garmendia—: el mismo general conoce la lista de los que van a hablar y no podíamos nosotros, de nuestras pistolas, agregar otro más; disculpe usted al Ayuntamiento, compañero; apelo a su buen juicio… Usted sabe cómo es el jefe cuando se hacen cosas a las que no ha dado su visto bueno…
—¡Ni qué decir, Garmendia, ni qué decir! Si es así, nosotros nos disciplinamos… ¡Ni hablar, compañero, ni hablar!
—¡Castillejos! —dijo Garmendia—, es tu turno. Don Manuel quiere que hables en la mesa principal.
—¡Vamos! ¡Y que el Olimpo nos proteja!
—¿Quién? —dijo uno de los empleados a otro que masticaba sin cesar.
—Olimpia… Ha de ser alguna de las mujeres con las que anda… Ya sabes cómo es.
—¡Ajá!
“Señores —dijo Garmendia—, a nombre del honorable Ayuntamiento, que digna y acertadamente administra don Manuel Domínguez, hablará el célebre bardo Luis Castillejos”.
Los aplausos según afirmó Garmendia, habían sido débiles; y la causa, agregó, había que atribuirla a la vida de Castillejos, la cual para personas como don José Pons, era escandalosa; aunque nadie podría dudar de su talento. I’
Castillejos empezó:
“Lo que se ha dicho aquí, señoras y señores, puede afirmarse que es una parte de la historia que un genio, con pluma iridiscente, escribirá en el libro de oro del porvenir. Es verdad, verdad que califico de vertical, que nuestro mandatario es el hombre más importante del país, que su egregia figura sobresale entre las veinte repúblicas hermanas y que, comparando su concepción, antojáseme decir clásica, del orden con las de otros grandes del mundo, no cede ni en fuerza ni en oportunidad, ni en hombría ni en sano patriotismo, ante la de nadie, por muy alto que esté, en la historia que vivimos. Estamos señoras y señores, ante un hombre que los escultores de la antigüedad hubieran esculpido en itálico mármol, cabalgando por campos de amaranto en los que el enemigo de hoy, el comunismo ateo, cual dragón de siete cabezas, hubiera sido vencido y traspasado por la espada de su energía y entereza…”
“¡Bravo!”, gritaban los presentes. Pons dejó de aplaudir para decir a Garmendia:
—”Es un gran poeta. ¿Conoce usted su elogio a los perros?”
—Sí… sí…
“Mas yo pregunto —continuó Castillejos—: todo lo que disfrutamos señoras y señores, la paz, la tranquilidad y las garantías de la propiedad, ¿a quién las debemos? ¿De quién es la virtud que hizo posible este milagro político?”
Al oír estas palabras, el presidente municipal palideció. Garmendia lo miró con la boca abierta y el mandatario, entrecerrados los ojos, bebió de su vaso otro trago de vino. Hubo rumores y uno de los empleados preguntó a otro, casi en susurro: “¿Al presidente?…”
Castillejos, dominando la situación, volvió a preguntar:
”¿A quién debemos rendir perennes gracias, loas eternas, cantos inmortales? A quién, señoras y señores, sino a don Felipe y a doña María, los que dieron el ser y la vida a nuestro mandatario. A ellos, a los que llamo los muertos sembradores, a los que forjaron como en bronce este carácter, esta energía, este dinamismo que lleva los destinos del estado por sendas de gloria y bienestar. A ellos, y sólo a ellos honrémoslos como en la antigüedad se honraban; veámoslos como símbolos de lo que deben ser las sacrosantas palabras de padre y madre; tomemos su ejemplo y pongámoslo en los corazones de las generaciones venideras para decirles: ¡Así se educa a un hombre!”
Todos, de pie, aplaudían. Castillejos cayó entre los brazos del mandatario que lloraba, balbucía palabras incoherentes y se pegaba en el corazón como señalando: Aquí, aquí…
El presidente municipal llevó su pañuelo a los ojos humedecidos, y Garmendia, haciendo esfuerzos, se acercó a él:
—¡Todo un éxito, señor, todo un éxito!
Pons, conmovido, no cesaba de aplaudir. Al llegar junto a Garmendia, casi gritó:
—¡Casta de hidalgos, Luisito, casta de hidalgos!
—Y todo esto —le contestó Garmendia— es obra de las fuerzas vivas, don José, más vivas que nunca.




**Tomado del libro “LOS FALSOS RUMORES”

lunes, 10 de marzo de 2014

El Gran Sordo de Tepotzotlán -1984- (Luis Reyes de la Maza)


Al terminar la representación de la obra intitulada El gran inquisidor original de Hugo Argüelles, en la iglesia de Tepotzotlán, y a pesar de que era casi la media noche, me dirigí lleno de angustia a buscar a un médico amigo mío que es otorrinolaringólogo. Lo encontré en un bar de la Zona Rosa y le expuse mi problema con lágrimas y suspiros. ¡A los 40 años de edad me estaba quedando sordo! La parálisis que tenía en esos momentos en la espalda no me importaba tanto, porque sabía que era debida a la posición que mantuve durante hora y media en una incómoda silla para poder ver las cabezas de los actores, puesto que ninguna iglesia estuvo pensada con las comodidades de los teatros modernos, y si se colocan hileras de sillas es lógico suponer que después de la tercera fila ya nadie puede ver nada, ni siquiera sometiendo la espina dorsal a la tortura infinita a que la sometimos cuantos estábamos esa noche en la hermosa iglesia. Mi amigo el otorrinolaringólogo preguntó cuáles eran los síntomas de mi sordera, a lo que yo contesté que no había escuchado nada durante la representación de El gran inquisidor. Y le relaté lo sucedido:
                Llegué a Tepotzotlán siendo aún un viejo joven, lleno de optimismo y de amor por el teatro, sin importarme la pavorosa cantidad de smog que se respira en el trayecto y comiéndome un muégano que había comprado en Plaza Satélite. Al llegar a la maravillosa portada churrigueresca, después de caerme seis veces debido a la oscuridad reinante desde mi coche hasta la entrada de la iglesia, pude adivinar, más que ver, una compacta multitud de damas y caballeros enfundados en gruesos abrigos que se prensaban contra las grandes puertas en espera de que las abrieran. Pronto me vi igualmente prensado porque más damas y más caballeros llegaban sacudiéndose el polvo que les había quedado en los abrigos después de caerse varias veces por la ya anotada oscuridad. De pronto una de las puertas se abrió y aquella multitud cayó dentro de la iglesia, que refulgía con sus retablos dorados. Fui arrojado al piso, pisoteado, vapuleado y escarnecido por una horda de seres civilizados a los que en esos momentos no les importaba otra cosa que no fuera apropiarse de una silla. Cuando pude reaccionar y buscar a mi vez un asiento, ya las 15 primeras filas estaban ocupadas. Me senté donde pude y contemplé un hermoso espectáculo: fueron invitadas 500 personas más de las que lógicamente cabían, de manera que iban y venían desde el altar mayor hasta el sotocoro con aire ausente, mordiéndose las uñas, gritando a algún desconocido, elevando preces a cualquiera de los muchos santos  que adornan los altares para que apareciera por milagro un lugar donde sentarse. Alguien tuvo una idea: en la hostería quizá hubiese sillas; y allá fueron los elegantes caballeros que llegaron hasta Tepotzotlán en lujosos automóviles y las enjoyadas damas de abrigos de piel, a cargar cada quien su silla. Que fray Tomás de Torquemada les otorgue indulgencia plenaria por su candidez.
                Se apagaron los reflectores y aparecieron en el altar mayor  un cardenal, un jesuita, un franciscano vestido con hábito azul en lugar de café y un agustino encapuchado como penitente de procesión en Viernes Santo. Y comenzaron a hablar. ¡San Francisco Javier, patrono de Tepotzotlán, ayúdame! ¡Allí fue donde perdí el sentido del oído! Fue tanta mi impresión que puedo reproducir casi al pie de la letra lo que mis oídos escuchaban, por así decirlo:
                Cardenal Visitador (Miguel Gómez Checa):
“Trisondísimo noslemes pordiunculo en este porminto, y ya que el prosentacumelo ha dicho que mobetimoemos el clamintiolo,  no nos queda otro metrisentimeno que jufesinar el manvitiolo el   pediculisímo.“
                Agustino (Emérico de Borbón, quien con semejante nombre era ya mucho pedirle que hablara bien):
“No, ferismino cardiuchiomo, recutiminio el podertesto y engermino ante un lidionismo del altar señumento entrigésimo punfiolosión, y sobre todo,  ¡fenostímisimo refugeratium en el pintrosium!
Franciscano (Guillermo Gil):
“¡Protesto! ¡Enferisimo señor, contraminosión del ya citado prebilerio, está claro que el sofideración del cunclimiento nos lleva a pentimiar que el vigardino es un klamotion y un guifardiño!”
                Jesuita (Carlos Cámara):
“Ruego a los señores del jufardo que tengan climontionsimo del jugardio, ya que Tomás de Torquemada fue un hifímosio salido de los avernimonios del samibimiento eclerostico de la figurada etérea.”
                Y así siguieron hablando durante diez o doce minutos, en ese dialecto del que apenas podía yo pescar palabras aisladas. ¡Angustiado busqué a mi alrededor a ver si en el resto de los asistentes notaba yo el desasosiego que a mí me invadía! Nada, todos miraban a los actores, o lo que se podía ver de ellos, con rostros muy serios y muy atentos. ¡Ellos sí escuchaban y entendían, y yo no! De pronto don Rafael Solana, que estaba en la fila inmediata a la mía, se levantó y salió de la iglesia con una gran dignidad. Estuve tentado a seguirlo, pero “el qué dirán” me mantuvo pegado a mi incómoda silla, y la curiosidad por saber si mi sordera era algo momentáneo o ya sería para el resto de mis días. Enderecé aun más mi pobre columna vertebral y alcancé a ver a unos encapuchados vestidos de blanco que con velas en las manos entonaban algo que quería recordar a los cantos gregorianos. Como jamás he entendido una palabra de latín y menos en los cantos litúrgicos, no me importó gran cosa no entenderles nada. Luego volvieron a hablar los actores:
                Cardenal: ¡Ifigento del mentimión en la ferusitiva anhelante del pedisificulo esdudal!
                Jesuita: ¡No! ¡Hidosifil mañanico ante la repulsión ifijofimica del indroatilio sacrílego!
                Agustino: ¡Cantioni mulabai indifosión del carente irremanibilio cuando se erujanio acapodici!
                Franciscano: ¡Tened piedad del ingrafilo Torquemada cuando reginsterio en el capernáculo Indostán y en el rejaviso del gratilio dorado!
                Y de pronto, ¡oh, maravilla!, ¡gracias, San Francisco Javier!, una voz clara, potente, lógica, cuyos sonidos penetraban en mis oídos y llegaban a mi cerebro con toda lucidez. Era Ignacio López Tarso el que hablaba y todo se le entendía. El primer actor indiscutible que proyectaba su voz potente, que modulaba, que sabía lo que eran los rudimentos de la dicción y que además actuaba a las mil maravillas en el personaje terrible de Fray Tomás de Torquemada. Pero entonces era peor el sufrimiento de quienes creíamos estar sordos, porque si con los demás actores se hacía uno cuenta que estaba en otro país, ya en los diálogos con López Tarso la angustia crecía:
                López Tarso: ¡Decidme! ¿De qué me acusáis? ¡Maté a más de 12 mil judíos en la hoguera! ¡Fundé la Santa Inquisición para hacer una España más grande y más poderosa! ¿De qué me acusáis entonces?
                Agustino: ¡De frintolión!
                Jesuita: ¡De gariponitilo!
                Cardenal: ¡De primonticunimo!
                Y los coros gregorianos: ¡Laudamoste, laudamoste, kirileisón, cristileisón, miserere no biscum!
                Así transcurrió hora y media. Un perfecto español de López Tarso y un dialecto sefardí o vascongado o infernal de los demás. Ni a Ionesco se le ha ocurrido algo semejante.
                Y estoy seguro de que la obra de Hugo Argüelles es muy buena, y que su dirección escénica en cuanto a movimiento es buena también el día que pueda verse sentado en primera fila, y que si no reparó en que nada se les entendía a los actores, fue porque él tiene un oído excelente del que pido a la Santísima Trinidad no lo prive jamás. Me reservo a emitir un juicio acerca de la obra el día en que pueda leerla, ya que confieso mi sordera y mi tontería. Tengo cita el lunes con mi amigo el otorrinolaringólogo para someterme a un doloroso tratamiento, pero lo prefiero antes que volver a sufrir la angustia que pasé el día del estreno mundial de El Gran Inquisidor.
                El Heraldo, 11 de noviembre de 1973.




**Tomado del libro “MEMORIAS DE UN PENTONTO”