lunes, 20 de enero de 2014

Una Entrevista con Sherlock Holmes -1976- (Germán List Arzubide)


Una entrevista con Sherlock Holmes Al Sr. Lic. Luis Echeverría Alvarez*. Presidente de la República de 1970 a 1976.
(* Este cuento, solicitado por un diario capitalino, me fue devuelto porque el director opinó que “molestaría al señor Presidente”. Año 1972 )


          Llegando a Londres (1970), mi primer pensamiento fue ir a saludar a Sherlock Holmes, héroe de mi niñez y admirado detective de relieve mundial. Satisfacía así mi admiración por el asombroso investigador policial y al mismo tiempo daba por cumplida la intención que me había propuesto, desde que pensé en llevar a cabo el viaje, de tomar contacto con la personalidad más conspicua de cada lugar que tocara en mi recorrido.
          Desde hacía mucho tiempo sabía dónde localizar al detective; Antonio Helú (q. p. d.), con quien se carteaba, me había dado su dirección y en cuanto acomodé mis valijas en el hotel y me cambié de ropa, adoptando la clásica indumentaria londinense (saco gris, pantalón a rayas, bombín y paraguas) abordé el autobús número 56 que me dejaría cerca de la calle donde habitaba el señor Holmes y me lancé a encontrarlo.
          Yo marchaba, o por mejor decir, el autobús marchaba, según me parecía, alegremente, en esa mañana de mayo soleado y transparente, con ánimo satisfecho y deseoso de que yo llegara cuanto antes a mi destino. Bajé del autobús en la esquina convenida y dando vuelta a la derecha en Baker Street hallé fácilmente el número 221-B. Me apresuraba a llamar tocando el timbre, cuando la puerta se abrió y Sherlock Holmes apareció en el umbral. En seguida lo reconocí: alto, flaco, con su ganchuda nariz, gorra a cuadros, saco de pana gruesa, pantalón de franela clara, pesados zapatones, una cámara de retratar en bandolera y la humeante pipa en la boca. Detrás de él se veía la rechoncha figura de su inseparable compañero el doctor Watson. Inmediatamente Holmes me tendió la mano diciendo:
—Mexicano, ¿no es verdad?
          Yo titubié asombrado, mientras me dejaba estrechar la mano contemplando el rostro del detective que retrataba una irónica sonrisa al darse cuenta de mi aturdimiento. Al fin pude responder: Mexicano, sí señor Holmes, ¿pero cómo lo ha notado usted a primera vista?
          Holmes retiró la pipa de su boca y dirigiéndose a su compañero, dijo:
—Advierta usted, doctor Watson, el asombro del señor visitante. Me da todos los ingredientes para hacer un diagnóstico y luego se queda desconcertado de que yo descubra su nacionalidad. Una ojeada me ha bastado para identificarlo cuando él pone a mi alcance los mil y un detalles que le exhiben. Elemental, doctor Watson, elemental.
—Pero —me atreví a balbucear— no creo tener nada encima ni folklórico ni típico que diga algo de mi país. ¿Cómo ha llegado usted tan fácilmente a identificarme?
          Holmes volvió a sonreír y dijo:
--Veamos el caso. Usted ha llegado hasta aquí en autobús ¿no es verdad?
—Sí señor, en el número 56.
—Mientras se acercaba a la puerta para llamar lo he sorprendido tocándose la cartera, temeroso de que pudieran habérsela robado durante el trayecto. Este es un gesto de todos los mexicanos cuando descienden de los autobuses.
          Instintivamente volví a tocarme la cartera. Estaba en su sitio. Holmes tenía razón. Pero ¿eso era todo? Holmes continuó mientras me miraba de arriba abajo:
—Y ese otro ademán de palparse el lado derecho, hacia atrás, por donde se porta la pistola. Usted no la trae ahora y por eso mismo se le advierte en los ojos una mirada inquieta, le diré la verdad: acobardada.
          No pude soportar que así se me tratara e interrumpí al detective diciéndole furioso:
—¿Acobardado? ¡Eso sí que no, señor Holmes; los mexicanos somos muy hombres!
Holmes volvió la cara hacia el doctor Watson y le dijo:
—¿Qué le parece, doctor? Al mexicano le ha salido lo mexicano. Más bien se lo hemos sacado a flote. Vamos, ha aparecido “el charro”
—¿!El charro!? —inquirí—. ¿En dónde se me ve a mí lo charro?
          Holmes volvió a reír.
—En todo mexicano hay un charro, dijo arrojando el humo de su pipa. No se moleste, basta mirarlo a usted. Seguramente usted nunca ha vestido el traje de gamuza, ni se ha calado uno de esos fantásticos sombreros aludos que por su peso van haciendo cada día más chaparros a sus paisanos. Pero usted se codea con ellos, los soporta y en su interior los admira. En cada mexicano alienta la vanidad del que va vestido de oro y plata, con desprecio para el infeliz al que se ha desnudado para dar brillo al charro; de ahí el aire insolente, la actitud del perdonavidas empistolado, rijoso, bravucón y arisco... pero quítele la pistola al mexicano, despójelo de los alamares dorados ¿y qué queda de él? Tan sólo un individuo sumiso, obediente a la voz del que tiene a su vez la pistola, al que se le imponen los amos que tiene que obedecer
—¿Se le imponen? Eso sí que no, señor Holmes —protesté furioso—. Nosotros vivimos bajo un régimen de absoluta democracia. Nosotros designamos con nuestro voto a nuestras autoridades.
—Muy bien, señor mexicano —agregó Holmes satisfecho—. Ustedes designan con su voto a sus autoridades. ¿Quiere usted que le diga desde hoy, quiénes serán sus presidentes hasta el final de este siglo?
—Eso no lo puede saber nadie, señor Holmes, usted no puede penetrar en el corazón de mi pueblo.
Holmes se rió largamente y respondió:
—Hagamos algunas deducciones. Ustedes cambiarían de presidente en los años de setenta y seis, ochenta y dos, ochenta y ocho, noventa y cuatro y cien, o sea el año dos mil. Yo voy a dar a usted los nombres de los cinco presidentes que ocuparán esos puestos.
—Pero vamos, señor Holmes —le dije amoscado- ¿usted presume de adivino?
—No señor —respondió—— nada más de hombre capaz de deducir.
          Sentí que el corazón se me salía del pecho. Saber, antes que nadie, quiénes serían los próximos presidentes. Asegurarme con los amarrados... Pero, ¿iba Holmes a saber en verdad los nombres de los candidatos? Como si leyera en mi pensamiento, el detective, después de lanzar una bocanada de humo, me dijo:
—Cree usted que yo adivino, ¿no es así? Pues no, señor, todo es cuestión de simple lógica. Si usted se toma el trabajo de estudiar cómo han sido escogidos los anteriores. He dicho escogidos y no elegidos. ¿Está usted de acuerdo con esa palabra?
          Yo estaba de acuerdo con todo lo que Holmes dijera, lo que me interesaba en ese momento era saber los nombres de los futuros mandatarios y no quise interrumpirle. La deducción, la lógica, eso era todo.
—Fíjese bien —dijo Holmes— usted y yo vamos a descubrir la incógnita. Principiemos por el penúltimo, seguiremos con el último y desembocaremos en el futuro. Todo esto es tan simple que me admira que los mexicanos no sepan, con medio siglo de anticipación, quiénes serán sus mandatarios. No puede haber otros, todos siguen en cadena. Fíjese bien y responda a mis preguntas. Vamos a situar a cada persona en su lugar y usted verá irse retratando a los escogidos y la razón de haberlo sido. Principiemos.
          En ese momento sonó el timbre del carro de la policía, un sargento se acercó a Holmes y hablaron. Algo muy importante debió haber sido porque Holmes se volvió hacia mí y me dijo:
—Imposible seguir ésta charla. Venga otro día cualquiera. Ahora hay un caso muy importante que aclarar. Más importante que averiguar esos nombres que usted espera. Más adelante... es una cosa tan simple. Ya verá.
          Holmes montó en el auto seguido del doctor Watson. Me hizo un ademán de adiós y se marchó. Tuve que seguir mi viaje.
          No lo volví a ver.



**Tomado del libro “EL ROBO DE LA MUJER DE RUBENS (CUENTOS DE VIAJE)”.

domingo, 19 de enero de 2014

Agua de las Verdes Matas -1963- (Irma Sabina Sepúlveda)


“Agua de las verdes matas,
tú me tumbas, tú me matas,
tú me haces andar a gatas ...


          Ese día la gente no quiso comprarme la carne. Unas mujeres decían  que era de cabra vieja, otras de animal enfermo, otras que mi patrón era un chivo. No sé cuántas burlas y ascos me hicieron, el caso es que me cansé de andar cargando la canasta.
          Para que nadie me hablara, atravesé el arroyo seco y busqué una sombra de anacua. Mi padre siempre decía que por la reciedumbre de sus troncos y lo apretado del follaje, no había mejores sombras que las de la anacua. Por eso las buscaba.
          No tardé en encontrar una a la orilla del arroyo, pero antes de sentarme, llevé la canasta y  la acomodé arriba de una piedra que estaba debajo de un mezquite viejo. La tapé con mi camisa y puse encima el sombrero para que no se volara el trapo. Luego me vine a la anacua.
          Yo no quería beber. El patrón me la había sentenciado esa mañana: “Si te vuelvo a ver borracho y  hablando en verso, despídete de la canasta, del jacal y de la comida”.
          Desde allí se divisaba la cantina de Chito. De seguro que a esa hora mi compadre Nicolás y “El Mecha” me esperaban. Pero yo no iba a ir. Primero era lo primero. No iba a quedarme en la calle por andar de borracho.
          Yo no quería beber. Las moscas verdes zumbaban como jicotes con rabia alrededor de la canasta. Me acordé del difuntito Chavarría, aquel que mataron a piedrazos en el agostadero. Las moscas carniceras se tragaron sus carnes y le dejaron el esqueleto como uña de gavilán. No más por el sombrero supimos quién era. ¡Qué feo zumbaban las moscas!...
          Sentí una especie de agrura que se me clavó en la lengua. Sin querer, mi mano derecha fue a parar a la bolsa trasera del pantalón. Saqué mi topo de mezcal. Me hacía mucho bulto y no me dejaba sentarme tranquilo, por eso lo recargué en una piedra que estaba enfrentito.
          Yo no debía beber. Eso pensaba cuando pasó Melesio arriando unos burros cargados de leña y me pidió un trago. Se sentó en cuclillas y agarró la botella de su cuenta. Bebía tan sabroso que hasta me dieron ganas de arrebatársela, pero no era tan cobarde. Cuando me la devolvió la puse cerquita pero no la probé.
          Hablamos de muchas cosas, y entre plática y plática, me chupé un pedazo de quiote que me regaló. Tenía la garganta seca y eso me refrescó un poco. Dejé los bagazos como ixtles.
          Luego me preguntó por mis versos y no me hice del rogar. Con el gusto tan grande que se siente en estos casos, se los fui diciendo uno por uno, mientras él miraba al fondo del arroyo y echaba tragos. Cuando acabé, Melesio se arremangó el sombrero y me dijo muy serio:
-Mira, Cleto, yo no sé por qué, pero tus versos ya no son los de antes. Parece que perdieron la tonada.
          Yo me quedé callado. Sus palabras me cayeron como una  cuchillada. Un sudor helado me recorrió el cuerpo y en vez de respirar, sentí que algo me roncaba en el pecho. La vista se me nubló cuando agarré la botella.
          Estuve un rato recargado en la anacua con la vista en el suelo. Melesio arrió sus animales y se fue. No quise mirarlo de frente. El ruido que hacían los burros cuando resbalaban sobre las lajas grises del arroyo me retumbaba en la cabeza. Las moscas que devoraban las cecinas me zumbaban en las orejas y quise caerme… ¡Mis versos no tenían tonada!
          Agarré la botella con todas mis ganas y me prendí como becerro encalmado... ¡Qué me importaba el patrón!
          Para mí, que soy solo, mis versos son mis hijos. El patrón quería que dejara el mezcal para que perdieran la tonada, pero yo no iba a dejarme.
          Me acabé la botella y luego saqué la anforita que escondía siempre entre las cecinas. Me la bebí y mis dolores se fueron.
          De lo que pasó después, no me acuerdo muy bien. Dice mi compadre Nicolás que me puse a gritar en medio de la plaza y que la gente se amontonó para oír mis versos.
          El patrón me corrió. Pero como desde ese día mis versos no han vuelto a perder la tonada, no me importa.

**Tomado del libro “AGUA DE LAS VERDES MATAS Y OTROS CUENTOS”.

martes, 7 de enero de 2014

El Ruiseñor y la Rosa -1888- (Oscar Wilde)


-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.
-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.
-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.
-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.
-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.
-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.
-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.
Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.
-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.
-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.
-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.
-Llora por una rosa roja.
-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!
Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.
De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.
Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.
En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.
-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el arbusto meneó la cabeza.
-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.
-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?
-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.
-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.
-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.
-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?
Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.
-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.
El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.
Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.
-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!
Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.
Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.
"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"
Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.
Al poco rato se quedo dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.
Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.
Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.
Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.
Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.
-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.
A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.
-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.
E inclinándose, la cogió.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.
Pero la joven frunció las cejas.
-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.
-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.
Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.
-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.
Y levantándose de su silla, se metió en su casa.
"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer. 


**Tomado del libro "EL PRÍNCIPE FELIZ Y OTROS CUENTOS"

lunes, 6 de enero de 2014

A Imagen y Semejanza -1968- (Mario Benedetti)


          Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.


**Tomado del libro "LA MUERTE Y OTRAS SORPRESAS"

domingo, 5 de enero de 2014

Macario -1953- (Juan Rulfo)

   
 
          Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua... Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche... A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor... Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura...: "El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro." Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa... Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude... De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están... Mejor seguiré platicando... De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco...


**Tomado del libro "EL LLANO EN LLAMAS"

La Niña de los Fósforos -1845- (Hans Christian Andersen)


          ¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.
          Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero centavo; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
          En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi entumidas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.
          Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared.
          Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho:
-Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
          Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
-¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.
          Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
          Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.


**Tomado del libro "CUENTOS PARA NAVIDAD"

jueves, 2 de enero de 2014

Todo en Exceso es Malo -1985- (Octavio Rojas)


Sobre el lomo de un perro callejero que pasaba el invierno echado junto al anafre de doña Lola, la de los tamales, estaba una colonia de pulgas que se resguardaban del frío y del hambre a costillas del pobre animal. De entre todas se encontraba una muy friolenta que buscaba un lugar caliente desesperada. En su búsqueda fue a dar a la ingle del perro. Inmediatamente, al sentir la picazón, se levantó y se mordió en defensa de su flaco cuerpo y se ensalivó. La pequeña pulga, para ponerse a salvo, corrió por la panza del can y llegó hasta el pescuezo aferrándose con sus patas para no caerse. El perro, inútilmente, trató de quitarse a la pulga con su pata trasera rascándose con mucha fuerza.   
--¿Qué te pasa, Canelo?, ¿Te pican las pulgas? --Le preguntó la anciana que vendía los tamales.
 El animalito miró atento a la señora al escuchar su nombre, y se puso aún más cuando la mujer aquella le obsequió un tamal. Al tomarlo con el hocico se acercó al anafre y el fuego calentó su piel. La pulga friolenta, que estaba sujeta al pescuezo de Canelo, sintió el calor y fue en busca del lugar de donde provenía. Subió a la oreja izquierda y saltó, ni tarda ni perezosa, a la hoguerita del brasero.

miércoles, 1 de enero de 2014

Asnos Estúpidos -1957- (Isaac Asimov)

   
   

          Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que llevaba los anales galácticos. Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían llegado a la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación Galáctica. En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados con anterioridad: los de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado. La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de adaptación social se cobraban su tributo. Sin embargo, en el libro pequeño nunca se había tenido que tachar ninguno de los nombres anotados.
          En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increíblemente anciano, levantó la vista al notar que se acercaba un mensajero.
-Naron -saludó el mensajero-. ¡Gran Señor!
-Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
-Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.
-Estupendo, estupendo. Hoy en día ascienden muy aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son?
          El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en cuestión.
-Ah, sí -dijo Naron- lo conozco.
          Y con buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.
          Escribió, pues: La Tierra.
-Estas criaturas nuevas -dijo luego- han establecido un récord. Ningún otro grupo ha pasado tan rápidamente de la inteligencia a la madurez. No será una equivocación, espero.
-De ningún modo, señor -respondió el mensajero.
-Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?
-Sí, señor.
-Bien, ese es el requisito -Naron soltó una risita-. Sus naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación.
-En realidad, señor -dijo el mensajero con renuencia-, los observadores nos comunican que todavía no han penetrado en el espacio.
          Naron se quedó atónito.
-¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?
-Todavía no, señor.
-Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las explosiones?
-En su propio planeta, señor.
          Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:
-¿En su propio planeta?
-Si, señor.
          Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable, como nadie, en la galaxia.
-¡Asnos estúpidos! -murmuró.


**Tomado del libro de cuentos "COMPRE JUPITER"

Corresponsal Extranjero -1956- (B. Traven)



        Hubo un tiempo en que creí seriamente poder llegar a ser un gran corresponsal extranjero si se me daba una oportunidad. Escribí, por lo tanto, una elegante carta en finísimo papel a cierto diario importante de mi tierra, detallando mis grandes habilidades y mi vastísima experiencia, para terminar solicitando, con mucha modestia, la chamba que tanto ansiaba.
          El editor, sin duda, un hombre muy ocupado, aunque muy amable, contestó como sigue: "Mándeme reportaje sangriento, bien jugoso, al rojo vivo, y si es posible, referente a algún episodio en que el matasiete Pancho Villa tenga el papel principal. Pero tiene que ser sensacional, candente, incendiario."
          Esto me cayó bien, pues ya varias veces había sido prisionero de guerra de Villa y en tres ocasiones hasta se me había advertido que se darían órdenes de que fuese fusilado a la mañana siguiente, si persistía en ser un "entremetido, inoportuno e indeseable, y además por andar husmeando lo que no me importaba". Sin embargo, nunca había presenciado episodio alguno con mucha sangre, al menos la bastante como para complacer al sediento editor.
          Era a mediados de 1915, después de la toma de Celaya, cuando yo me encontraba en la industriosa ciudad de Torreón. Una mañana estaba parado en la banqueta muy cerca de la entrada del Hotel Principal, donde me había hospedado la noche anterior. Salí a ver cómo estaba el tiempo y a llenarme los pulmones de aire fresco mientras llegaba la hora del desayuno.
          Pues bien, ahí estaba yo parado contemplándome las manos y pensando que las uñas ya aguantarían una recortadita. Mientras tenía las manos extendidas con las palmas para abajo, una espesa gota roja salpicó mi mano izquierda. En seguida otra gota igual, roja y gruesa, cayó sobre mi mano derecha. Miré hacia arriba para ver de dónde podría venir esa pintura, pero antes de poder descubrir algo, cayeron sobre mis ojos, cegándome temporalmente, unas cuantas gotas más, extraordinariamente gruesas, que rebotaron en mi nariz. Usé mi pañuelo para limpiarme los ojos, y al ver al suelo noté que ya había seis charquitos de esa espesa pintura roja tan repugnante. Una vez más miré hacia arriba y vi que, precisamente sobre mi cabeza, había una especie de balcón. Eso me convenció de que algún obrero debía de estar pintando la barandilla de dicho balcón y que el tal tipo desde luego debía ser un sujeto bastante descuidado.
          Empujado por mi deber cívico, caminé hacia la calle, hasta cerca de la mitad, desde donde podía ver mejor el balcón y gritarle al tal pintor que tuviera más cuidado con su trabajo, pues podía fácilmente arruinar los trajes nuevos de las damas que salieran del hotel.
          No era pintor alguno que trabajara en el balcón. Tampoco era pintura la que caía tan libremente sobre los huéspedes del hotel que entraban y salían. Era algo que yo no esperaba ver tan temprano y en una mañana tan hermosa y apacible.
          La barandilla estaba hecha de hierro forjado en un estilo fino y bellamente trabajado. Sobre cada uno de los seis picos de hierro de dicha barandilla estaba ensartada una cabeza humana, acabada de cortar. El hotel tenía cuatro balcones iguales, a cada uno de los cuales se podía llegar por una ventana estilo francés que daba desde el cuarto, y cada balcón tenía seis picos de hierro y cada uno lucía un adorno igual.
          Horrorizado me precipité hacia adentro a ver al dueño del hotel, esperando encontrarlo desmayado o en agonía. Solamente se encogió de hombros y dijo con displicencia:
—Eso no es nada nuevo, amigo. Si no hubiera nada que ver esta mañana, eso sería una gran novedad. Pero eche una mirada al otro lado de la calle. ¿Qué ve? Sí, un restaurante, y muy cerca de los ventanales Pancho y sus jefes están desayunando. Panchito, sabe usted, es de muy buen diente, pero no se le abre el apetito si no tiene esta clase de adorno ante sus ojos. Fíjese en ese coronel de bigotes que ve ahí. Se llama Rodolfo Fierro. Él es quien cuida que el adorno siempre esté listo al  momento de sentarse Panchito a desayunar.
—¿Quiénes son esos pobres diablos ensartados allá arriba? —pregunté.
—Generales y otros oficiales de los bandos opuestos que tuvieron la mala suerte de perder alguna escaramuza y caer prisioneros. Siempre hay un par de cientos en la lista de espera, así es que Pancho puede estar seguro de su buen apetito todos los días.
—Bueno, pues eso sí que es noticia para enviar a la gente de allá del otro lado del río 
--contesté--, pero, óigame, noté una cabeza que a mi parecer no es la de un nativo, sino más bien como la de un extranjero, un inglés o algo por el estilo.
—No, no es la cabeza de un inglés la que vio —dijo el hotelero con su fuerte acento norteño, al mismo tiempo que se me acercaba tanto que su cara estaba casi pegada a la mía mientras hablaba—. No, no es un inglés. No se equivoque usted, amigo. Es la de un cabrón tal por cual corresponsal de un periódico americano. ¿Por qué tiznados  tienen estos gringos que meter sus mugrosas narices en nuestros asuntos? Es lo que quiero yo saber. Por lo que yo he visto, ellos tienen en casa bastante cochinada y podredumbre, tanta, que ya mero se ahogan en ella. Pero estos malditos gringos nunca se ven su cola. Siempre andan metiéndose en los líos de otros. ¿Qué tiznados hacen aquí? Si quiere saber, amigo, le diré que bien merecido se lo tiene ese ensartado allá arriba. Que sirva aquí de algo útil; nosotros siquiera los usamos para aperitivos de Pancho. Es para lo que sirven. Sí, señor; esa es mi opinión sincera.
          Pulí esta historia cuidadosamente, la escribí a máquina en el papel más caro que pude encontrar, y la mandé por correo esa misma tarde al editor aquel tan amable. A vuelta de correo tenía su respuesta. También mi reportaje devuelto. En lugar de adjuntar la acostumbrada nota impresa rehusándolo, se había tomado la molestia de escribir unas cuantas líneas personalmente como acostumbran hacerlo los editores amables para hacerle sentirse a uno mejor.
          Aquí están. Las líneas, quiero decir, no los editores amables. "Su reportaje no tiene interés para nutridos lectores. Le falta jugo, sangre, y no es movido. Peor todavía, Pancho ni siquiera toma parte activa en él. Por mi larga experiencia como editor le sugiero olvidarse de llegar a ser corresponsal extranjero. De Ud. atentamente, El Editor".
          Seguí el honrado consejo de ese editor tan amable y me olvidé completamente de llegar a ser  corresponsal extranjero para un periódico americano, y creo que esta es la razón por la cual todavía conservo mi cabeza sobre los hombros, siendo que Pancho tiempo ha que fue a su último descanso sin la suya.

**Tomado del libro de cuentos "CANASTA DE CUENTOS MEXICANOS"

Tu Bella Boca Rojo Carmesí -1984- (Ana Clavel)


   
 
          Aún resonaba en sus oídos el piropo. Cerró el zaguán y se introdujo en la casa. Ya en la sala, sus manos descuidadas buscaron, autómatas, la hebilla del cinturón que le ajustaba hasta recordar estreches de insecto. Dudó un instante. Su madre y hermanas no llegarían sino hasta las seis. Todavía le quedaban más de tres horas.
          Como en otras ocasiones cuando su familia salía de paseo, en la mañana se levantó temprano y entre bostezo y bostezo rasgó un pedazo de periódico para encender el boiler. Había abierto la llave del gas e introducía ya el pedazo de papel prendido cuando una foto de vivos colores llamó su atención. De inmediato sacó el papel y lo apagó en el agua estancada del fregadero. Pudo al final contemplar con detenimiento una modelo que posaba su figura esbelta en un vestido vaporoso y multicolor. Buscó el pie de foto: "Colorida y aérea es la moda de la nueva primavera en Liverpool". Como por instinto, recordó el guardarropa de sus hermanas. Pero la conclusión fue poco satisfactoria: Esther, la mayor, prefería los tonos beige, mientras que Susana no salía del azul de sus pantalones de mezclilla. Se mordió el labio inferior; arrancó otra tira de periódico y encendió el boiler.
          Debido a que tenía la seguridad de haber visto un traje parecido al de la modelo, quiso aprovechar los minutos que tardaría el agua en estar lista. Se dirigió al cuarto de la madre y hurgó en el clóset. Pero a medida que revisaba gancho tras gancho la búsqueda resultaba inútil. Se le ocurrió entonces que el único lugar donde podía hallarse era junto con aquella ropa vieja que su madre almacenaba en las dos maletas para las que se había hecho un lugar especial en la parte de arriba del guardarropa. Dos veces estuvo a punto de caer en su intento de bajarlas. Sin embargo, la elasticidad de sus piernas y un sentido del equilibrio que adquirió en la plataforma de diez metros, se lo impidieron. "Vaya, se dijo, si quiera en estos casos sirven de algo los afanes de mi mamá". De no haber sido por ella, de seguro nunca habría practicado ningún deporte. Siempre fue más atractivo escuchar nocturnos de John Field en compañía de Esther; o simplemente tirarse bocarriba en el pasto del jardín, y observar cómo los edificios que rodeaban su casa crecían y se alargaban hasta alcanzar las estrellas. A veces la luna.
          Antes de jalar el cierre de una de las maletas recordó las cajitas musicales que abrigaban chucherías sólo importantes para quien las guarda. Conforme tiraba del cierre, su estómago quedó suspendido en una pegajosa telaraña. Sus labios pequeños se abrieron hasta formar la abertura de un ojal en espera de la flor. El olor a naftalina comenzó a inundar la recámara.
          Lo primero que aparecíó a su vista fueron las colchitas rosas de Esther. A pesar de que su madre acostumbraba a hablar poco de aquella época, no le había costado trabajo intuir los problemas económicos en la propia renuencia a tocar el tema y en la sucesión de las colchitas de Esther a Susana. La situación no debió prosperar en varios años por que cuando le llegó el turno también las usó. Por supuesto que no se recordaba en pañales, pero aún así la última vez que abrieron las maletas (unos nueve años atrás) no le cupo la menor duda: las identificó como suyas.
          Abajo de las colchas, protegido en una gran bolsa de plástico, se agazapaba el vestido de novia de su madre. Lo extrajo con cuidado de su envoltura y se lo midió por sobre la ropa. Qué diferencia a cuando se lo probó la última vez. ¿Cuántos años tendría entonces? ¿Siete, ocho? Y luego buscar en el fondo de la maleta el retrato de su madre, el día de la boda. Realmente, sin engaños emotivos, era hermosa. De una belleza que la misma madre reconocía y que la llevó a colgar, años después, amplificadas, sus mejores fotografías en la sala. Las visitas siempre afirmaron su gran parecido con ella.
          El recuerdo del agua, de seguro ya casi lista, hizo que apresurara la búsqueda; pero fue hasta la segunda maleta registrada cuando encontró el vestido. Apenas hallado, restregó la suavidad de la tela contra su rostro. No se había equivocado. Tomó un gancho desocupado y luego de colgar la prenda se metió a bañar indiferente al desorden que había dejado en el cuarto.
          Desde que decidió aprovechar las ausencias de su familia, cada detalle cobró una importancia singular. Cuando tomó el jabón y comenzó, lenta y suavemente, a untárselo en la piel no pudo evitar estremecerse. El agua descendía a su cuerpo y resbalaba por él trayendo consigo la capa de jabón, vuelta espuma. La miraba descender imaginando las manos amantes que al desnudar acarician.
          Por un momento, su cuerpo se mantuvo estático, Las manos levantadas a la altura de la cabeza, simulaban sostener un cántaro. Otra vez la ilusión de ser la ninfa de una fuente: o tal vez la escultura de un Pigmalión en espera del beso que habría de extraer el deseo de un sueño hibernatorio. Sin embargo, no era deseo dormido lo que había colocado en su piel toda la disposición de las flores maduras en espera del polen, Por el contrario, Pero a sus labios sólo se adhirió la humedad precedente de la regadera.
          Tardó varias horas en vestirse. Bueno, es que estaban las cremas para el cuerpo; los rollitos de las medias que había que desenredar e ir ajustando en las piernas, poco a poco; planchar el vestido con un tela húmeda; el cepillado de la peluca... Se colocó frente al espejo para afinar los últimos detalles: un mechón de cabello rebelde y fuera de sitio, aplicarse otra capa de bilé en los labios, dar por desahuciado el asunto de las uñas postizas. Sin embargo, lo amplio del vestido no dejaba de agradarle. Pasó la mirada por la habitación en busca de algo que pudiera servirle: la cama con las dos maletas rebosando ropa por todas partes y la cómoda no parecieron sugerirle nada. Recordó entonces un cinturón dorado en forma de culebrilla en el cuarto de las hermanas. Para ajustárselo tuvo que hundir el estomago hasta que se hizo necesaria la presencia de nuevo aire en sus pulmones. Y por fin salió a la calle.
          Regresó antes de lo previsto, De no haber sido por los pies hinchados y la cintura avispada habría permanecido afuera hasta poco antes de las seis. Como no eran numerosas las ocasiones en que tenía oportunidad de aprovechar la soledad de la casa, había dudado antes de iniciar el proceso de desvestirse. Con las manos detenidas en el cinturón recordó frases y situaciones ocurridas unos instantes atrás. Casi soltó la carcajada cuando vino a su mente la imagen de aquella señora que le propino una bofetada a su esposo al sorprenderlo embobado, perdido en la contemplación de sus piernas. Y la cara del lechero, cuando por unos segundos de distracción, miró su carrito y las cajas de leche regadas por el suelo.
          " Mamacita... ¿te doy un aventón?", y sus ojos observando el rutilante LTD, para después voltear despreciativamente el rostro, disimulando la satisfacción de su éxito.
          Al salir al patio, ya se había quitado el cinturón y las zapatillas. Aunque decidió no salir más, se rehusó a desprenderse de su vestimenta antes del tiempo necesario: quería gozar hasta el último momento. Se recostó en el pasto. Ya a punto de dormirse jugó con la idea de que, si quisiera, con sólo cruzar el zaguán bastaría para poner de cabeza otra vez a toda la manzana.
          El ruido de las llaves del otro lado del zaguán, le hizo buscar el reloj de inmediato. 6:20. Corrió al interior de la casa y se encerró en la recamara de la madre. Mientras se quitaba el vestido, se arrepintió de no haber colocado las maletas en su lugar.
          - ¡Carlos, Carlos, ya estamos aquí! - escuchó que gritaba su madre al tiempo que, nervioso y con la sensación de las paredes trasformadas en rejas, sólo atinaba a untarse crema en los labios para desvanecer la huella carmesí del bilé.


**Tomado del libro de cuentos "FUERA DE ESCENA".