martes, 4 de febrero de 2014

La Calle de Don Juan Manuel -1922- (Luis González Obregón)


Hace muchos años -cuenta la tradición- que vivía en esta calle un hombre muy rico, cuya casa quedaba precisamente detrás del Convento de San Bernardo. Este hombre se llamaba don Juan Manuel y se hallaba casado con una mujer tan virtuosa como bella. Pero aquel hombre, en medio de sus riquezas y al lado de una esposa que poseía prendas tan raras, no se sentía feliz a causa de no haber tenido sucesión.
La tristeza lo consumía, el fastidio lo exasperaba y para hallar algún consuelo, resolvió consagrarse a las prácticas religiosas, pero tanto, que no conforme con asistir casi todo el día a las iglesias, intentó separarse de su esposa y entrar de fraile a San Francisco. Con este objeto, envió por un sobrino que residía en España, para que administrase sus negocios. Llegó a poco el pariente y pronto también concibió don Juan Manuel celos terribles, tan terribles que una noche invocó al diablo y le prometió entregarle su alma, si le proporcionaba el medio de descubrir al que creía que lo estaba deshonrando. El diablo acudió solícito, y le ordenó que saliera de su casa a las once de esa misma noche y matara al primero que encontrase. Así lo hizo don Juan Manuel, y al día siguiente, cuando creyendo estar vengado, se encontraba satisfecho, el demonio se le volvió a presentar y le dijo que aquel individuo que había asesinado era inocente pero que siguiera saliendo todas las noches y continuara matando hasta que él se le apareciera junto al cadáver del culpable.
Don Juan Manuel obedeció sin replicar. Noche con noche salía de su casa: bajaba las escaleras, atravesaba el patio, abría el postigo del zaguán, se recargaba en el muro y, envuelto en su ancha capa, esperaba tranquilo a la víctima. Entonces no había alumbrado y en medio de la oscuridad y del silencio de la noche, se oían lejanos pasos, cada vez más perceptibles: después aparecía el bulto de un transeúnte, a quien, acercándose don Juan le preguntaba:
- Perdone usarcé; ¿qué horas son?
- Las once.
- ¡Dichoso usarcé, que sabe la hora en que muere!
            Brillaba el puñal en las tinieblas, se escuchaba un grito sofocado, el golpe de un cuerpo que caía, y el asesino, mudo, impasible, volvía a abrir el postigo, atravesando de nuevo el patio de la casa, subía las escaleras y se recogía en su habitación.
            La ciudad amanecía consternada. Todas las mañanas, en dicha calle, recogía la ronda un cadáver, y nadie podía explicarse el misterio de aquellos asesinatos tan espantosos como frecuentes.
            En uno de tantos días muy temprano, condujo la ronda un cadáver a la casa de don Juan Manuel, y éste contempló y reconoció a su sobrino, al que tanto quería y al que debía la conservación de su fortuna.
            Don Juan Manuel al verlo, trató de disimular; pero un terrible remordimiento conmovió todo su ser, y pálido, tembloroso, arrepentido, fue al convento de San Francisco, entró a la celda de un sabio y santo religioso, y arrojándose a sus pies, y abrazándose a sus rodillas, le confesó uno a uno todos sus pecados, todos sus crímenes, engendrados por el espíritu de Lucifer, a quien había prometido entregar su ánima.
            El reverendo lo escuchó con la tranquilidad del juez y con la serenidad del justo, y luego que hubo concluido don Juan, le mandó por penitencia que durante tres noches consecutivas fuera a las once en punto a rezar un rosario al pie de la horca, en descargo de sus faltas y para poder absolverlo de sus culpas.
            Intentó cumplir don Juan; pero no había aún recorrido las cuentas todas de su rosario, la primera noche, cuando percibió una voz sepulcral que imploraba en tono dolorido:
- ¡Un Padre Nuestro y un Ave María por el alma de don Juan Manuel!
            Quedóse mudo, se repuso enseguida, fue a su casa, y sin cerrar un minuto los ojos, esperó el alba para ir a comunicar al confesor lo que había escuchado.
- Vuelva esta misma noche -dijo el religioso- considere que esto ha sido dispuesto por el que todo lo sabe para salvar su ánima y reflexione que el miedo se lo ha inspirado el demonio como un ardid para apartarlo del buen camino, y haga la señal de la cruz cuando sienta espanto.
            Humilde, sumiso y obediente, don Juan Manuel estuvo a las once en punto en la horca; pero aún no había comenzado a rezar, cuando vio un cortejo de fantasmas, que con cirios encendidos conducían su propio cadáver en un ataúd.
Más muerto que vivo, tembloroso y desencajado, se presentó al otro día en el convento de San Francisco.
- ¡Padre -le dijo- por Dios, por su santa y bendita madre, antes de morirme concédame la absolución!
            El religioso se hallaba conmovido, y juzgando que hasta sería falta de caridad el retardar más el perdón, le absolvió al fin, exigiéndole por última vez, que esa misma noche fuera a rezar el rosario que le faltaba.
            Que fue el penitente, lo dice la leyenda. ¿Qué paso allí? Nadie lo sabe, y sólo agrega la tradición que al amanecer se encontraba colgado de la horca pública un cadáver; era del muy rico señor don Juan Manuel de Solórzano, privado que había sido del Marqués de Cadereita.
            El pueblo dijo desde entonces que a don Juan Manuel lo habían colgado los ángeles, y la tradición lo repite y lo seguirá repitiendo por los siglos de los siglos. Amén.


**Tomado del libro “LAS CALLES DE MEXICO”

No hay comentarios:

Publicar un comentario